Mentes salvajes: escribir desde el corazón de la locura

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Kate Richards, MD MBBS (Hons) DipArts
Melbourne, Australia

Traducción María Victoria Márquez


Los Caprichos, El sueño de la razón produce monstruos (The Sleep of Reason Produces Monsters)
Francisco José de Goya y Lucientes, 1798

La misteriosa naturaleza de la locura y su relación con los extremos del pensamiento y el comportamiento le han otorgado poder narrativo: simbólico y retórico en la ficción, experiencia vital del escritor en las memorias y la autobiografía. La locura presenta una relación compleja con la memoria y un singular modo de influir el proceso creativo. Comenzaré aquí con la historia de mi experiencia de la locura y cómo la narrativa de mis memorias, Madness, fue construida, y luego ofreceré algunas ideas sobre las siguientes cuestiones más amplias: ¿Qué es la locura? ¿Cómo se representa la locura en las memorias y la autobiografía, comparado con la biografía, la ficción y la poesía? ¿Cómo influyen la verdad, la experiencia, la realidad y la memoria en la construcción narrativa y en el poder narrativo? ¿Qué es la memoria, y qué efecto tiene la locura sobre la memoria? A la inversa, ¿qué efecto tiene la memoria sobre la locura? ¿Cómo puede la locura actuar como un medio para expresar los recuerdos, las emociones y las experiencias traumáticas en la literatura y en otras formas del arte? Y finalmente, ¿puede la locura ser un catalizador de la búsqueda de sentido que realiza el escritor?

Las definiciones de locura están influidas por nuestro lugar y tiempo en la historia, nuestro lenguaje y creencias religiosas o espirituales, nuestra comunidad y nuestra cultura. La locura se encuentra en todas las sociedades conocidas. Transgrede los límites, no conoce barreras y no discrimina. Podemos decir que la locura es una enfermedad biológica del cerebro, que afecta la percepción, el pensamiento, las emociones y el comportamiento; o que es una incapacidad para distinguir entre lo real (realidad) y lo falso (fantasía); o una forma de inmoralidad o posesión demoníaca o inspiración divina; o, de acuerdo con el psiquiatra escocés R.D. Laing, ‘A perfectly sane adjustment to an insane world’ [‘Una adaptación perfectamente sensata a un mundo desquiciado’]; o una voz que suena en conflicto con los intereses creados del estado; o una parte comprensible del sufrimiento y de la condición humana; una reacción a experiencias extremas como la guerra, la hambruna, la persecución, el aislamiento, los desastres naturales, el duelo y la pérdida. Después de un intenso estudio sobre la locura entre sus reclutas, incluso el ejército norteamericano tuvo que conceder al final de la Segunda Guerra Mundial que todo hombre tiene un límite.

El laureado poeta Wallace Stevens dijo:

‘The mind is a violence from within that protects us
from a violence without. It is the imagination pressing back
against the pressure of reality.’

[‘la mente es una violencia interna que nos protege
de una violencia exterior. Es la imaginación empujando hacia atrás
contra la presión de la realidad.’]

Los rasgos universales de la experiencia de la locura se encuentran tempranamente en el saber clásico sobre el cuerpo y la mente, en creencias religiosas, en la teoría de los cuatro humores, y más recientemente en las aproximaciones fisiológicas, psiquiátricas y farmacológicas del presente. El filósofo francés Michel Foucault escribe que, en el Renacimiento europeo, las personas definidas como ‘locas’ eran retratadas en el arte como poseedoras de una suerte de sabiduría –un conocimiento particular de los límites de nuestro mundo– y en literatura, como reveladoras de la distinción entre lo que la gente es y lo que pretende ser.

En la medicina tradicional china, cuerpo y mente (psique) no son considerados entidades separadas. La locura es una pérdida del balance interno de una persona y de su armonía con el cosmos y el mundo natural –que resulta en un exceso de una de las siete emociones, entre las que se cuentan enojo, temor, tristeza y alegría–.

Para mí misma, la locura es el mundo real de muchos miles de personas quienes en este momento viven y mueren dentro de ella. Nunca se disculpa. A veces es una sombra, siempre presente, a pesar del sol. A veces es un pozo de agua oscura sin fondo, o un dispositivo para levitar hasta las estrellas. Arrebata las mentes racionales de la gente común. Toma nuestros corazones a sabiendas de la muerte.

La primera vez que caí enferma, pensé que el negro horror de la depresión era la Vida y por mucho tiempo anduve a tientas a través de la densa niebla de pena y malestar, luchando contra los días y las noches hasta que el negro horror devino en El Mundo Entero –de consciencia y de sueño–. A lo largo de los años en que estuve enferma, a veces necesitaba semanas en el hospital –un lugar de contención y relativa seguridad– hasta que la medicación surtió efecto. Después de eso me alejé de mí misma. No podía confiar en mi mente. La afección tomaba control de mí cuando quería. No existía la noción de Futuro. Y yo había clavado un cuchillo tan profundamente entre el pensar y el sentir, que me volví temerosa del amor. La depresión perfora tu piel emocional y cada día consume un poco más de tu resiliencia, un poco más de tu habilidad para sentir placer y un poco más de tu esperanza en un futuro. El autor galardonado con el Premio Pulitzer, William Styron, ha llamado a esto ‘desesperanza más allá de la desesperanza’.

Hay cambios en la química cerebral, en los neurotransmisores y las hormonas del estrés. También hay una pérdida del sentido del ser, de integridad y capacidad de centrarse, un quiebre de la mente y el alma y, a veces, el temor de que el cuerpo también se esté quebrando. En esto pensaba casi todas las noches: ¿cuándo será la hora de partir? Mi arma estaba siempre cargada (metafóricamente). En mi mente doliente simplemente no había alternativa. Asumía que todos sentían lo mismo y así estaba asombrada de que tantas personas llegaran a los cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, u ochenta años. Pensaba que era extraordinario que lo hubieran podido sobrellevar por tanto tiempo. No sabía cómo registrar la felicidad en las cosas más simples. No entendía la sutil belleza y calma de la espiritualidad. No tenía control sobre mi mente porque creía que un cierto número de otras personas habían tomado residencia en mi cabeza. Ellos estaban aficionados a darme órdenes. Eran estridentes. Eran como la Medusa: cabeza de serpiente, mirada potente. Afuera estaba oscuro durante la mayoría de las horas en que yo me sentaba o yacía en aquella habitación del hospital con forma de cubículo y puerta de cerradura.

A veces yo era un ser humano con un alma y una mente y un corazón enrojecido, y a veces era un animal desangrándose bajo la sábana blanca. A veces la corriente inexorable de la enfermedad me arrastraba al mar. No tenía rostro ni nombre y era de tres metros de alto, con el aliento y la profundidad del océano.

Memorias como estas son inquietantes, como espectros, fantasmagóricas. Muy reales –pero no reales–. Delante y detrás de mí, donde sea que fuera y, sin embargo, inalcanzables. Días después de haber sido dada de alta del hospital, iba caminando una vez a la semana al consultorio de mi psicóloga, parpadeando bajo la luz del sol del mundo exterior como una recién nacida, atónita ante el ritmo de la vida y los miles de estímulos contrapuestos a mi alrededor. Su oficina era un remanso: delicadamente amueblada, tranquila. Allí dentro no me sentía una mujer-recientemente-loca. Al contrario, sentía que había vuelto a un ámbito de seguridad y de sanación. Hablamos del padecimiento de un trastorno de largo plazo. Sobre las cosas que había perdido en el camino. La búsqueda de sentido. Ella normalmente, y con convicción, enunciaba la esperanza de que yo podía recuperarme. Es en efecto un hecho profundo llegar a entender que la enfermedad es una parte, pero no la totalidad de quien uno es.

El trastorno mental afecta muchas de las funciones del cerebro y la mente que solemos dar por sentado: pensar y razonar, y la emoción, el sueño, el apetito, el placer y el dolor y las creencias y la conducta. Aquellos de nosotros quienes hemos vivido la experiencia de la locura tenemos maneras únicas de apoyarnos mutuamente y solemos desarrollar vínculos de duradera amistad. Entendemos que un abrazo puede ser como un baño tibio, dorado, el terror de estar solamente vivo, de la sangre, del temor, de pertenecer, de añorar, del amor, una ráfaga de luz, un agujero negro, una totalidad, una santidad, un anhelo, una comunión o un ahogamiento o aquello que salva una vida.

A lo largo de todos los años de mi enfermedad he llevado conmigo cuadernos donde escribía poemas, observaciones, conversaciones, frases extrañas, cuestiones existenciales, en los que he tratado de dar sentido al caos de mi cabeza. Muchos de los que tenemos enfermedades de largo plazo leemos libros sobre las experiencias de vida de padecimientos similares para saber que no estamos tan solos –y para aprender de los recorridos que hicieron otros hacia el bienestar–. Esta idea de conectividad fue el catalizador de mi libro, Madness: a memoir. ¿Podría yo expresar la precaria crudeza de mi experiencia, la intensidad, la euforia del momento y la confusión y la negra desolación, la angustia invalidante? ¿Podría el hecho de arrojar alguna luz directa sobre este tipo de experiencias, permitir a personas de todos los ámbitos de la sociedad verlas y, con suerte, entenderlas desde dentro? En su versión original, Madness era un libro de locura de la primera página hasta la última. Comenzó con un intento de cortarme mi propio brazo y terminó unas 70.000 palabras-corriente-del-pensamiento después en la cima de una montaña. Como obra literaria era esencialmente ilegible porque había una sola narradora y no era una fidedigna: contaba una historia de la locura con una mente afligida por la locura.

Construir una buena narrativa requiere de un examen de las diferencias entre experiencia y realidad, memoria y tiempo. Así aprendí que, para escribir sobre la locura, tengo que encontrar primero un punto de razón y estabilidad a una distancia suficiente de espacio y tiempo que me permita mirar hacia atrás y abordar mi experiencia con cierta objetividad. He aquí sin embargo la dificultad: nuestras memorias inevitablemente se transforman y desvanecen. Por eso como escritores tenemos que preguntarnos a nosotros mismos: ¿Cómo mantener integridad y veracidad en nuestro trabajo? ¿Cómo podemos escribir sobre nuestras vidas con autenticidad cuando dependemos de unos recuerdos poco fiables? ¿Cómo podemos convencer a nuestros lectores que nuestras historias se basan en la ‘verdad’? Y desde luego, ¿la verdad de quién narramos?

Las memorias se codifican y guardan gracias a la formación de nuevas conexiones neuronales entre diferentes partes del cerebro: la corteza visual, la corteza motriz, la corteza auditiva, la amígdala y el hipocampo (que gobierna las emociones) y las áreas del lenguaje. Así como memoria de corto y largo plazo, todos tenemos memorias puramente sensoriales, memorias inconscientes, memorias que se desatan ante un rastro de perfume o el más mínimo toque o una pieza musical, y memorias de memorias. Efectivamente, sólo nos conocemos a nosotros mismos, quienes somos y cómo han sido nuestras vidas porque podemos recordar.

Las memorias autobiográficas de eventos y experiencias de nuestras vidas están codificadas y almacenadas como una mezcla de hechos, emociones, lenguaje y creencia. Tanto la formación como la evocación de cada memoria están influidas por nuestro estado de ánimo, nuestros alrededores y el significado que elegimos dar a esa memoria. El recuerdo es por lo tanto una interpretación y una reconstrucción de eventos que tomaron lugar en un cierto momento.

Cuando se asocian emociones fuertes a una experiencia particular –miedo, conmoción o dolor– normalmente recordamos esa experiencia con viveza, detalle y certeza. Curiosamente, este tipo de memorias no son necesariamente más precisas que las otras. Su intensidad puede (a su vez) afectar la función de los centros cerebrales que regulan la emoción. Para resumir: la emoción modula la memoria, y la memoria modula la emoción.

La locura, como condición mental afecta la codificación y la consolidación de la memoria, así como nuestra habilidad de recordar. La psicosis y la depresión pueden afectar el contexto y los matices de una memoria. La sucesión de eventos que recordamos puede ser relativamente fiel a la realidad, pero la significatividad emocional que le adjudicamos y la forma en que la interpretamos están distorsionadas. Esto puede crear una distancia entre experiencia recordada y realidad, y puede tener un efecto profundo en la comprensión de nuestras historias personales. Quizás incluso de la historia de nuestra familia y nuestra comunidad.

Mi recuerdo de eventos y experiencias que ocurrieron cuando yo estaba mal no siempre es igual al de otras personas que estaban allí. Muchas de esas memorias parecían parte factual, parte angustia, parte miedo, parte sueño, pero hay tres cosas que me permiten enfocar mejor en ellas: leer la poesía y la prosa que yo había escrito durante aquellas épocas de locura, escuchar música que me gustaba y volver a visitar lugares en Melbourne que habían tenido una particular significatividad.

La recuperación de algunas de estas memorias está muy cerca de volver a traumatizar: son emocionalmente intensas, visualmente intensas y desgarradoras, aunque estas memorias de la locura recrean un trauma interno que se distingue del trauma externo que experimentan los sobrevivientes de guerras, violencia y encarcelamiento.

A pesar de la naturaleza del evento original, recientes investigaciones en psicología y neurobiología demuestran que el recuerdo de una experiencia emotiva o estresante provoca una actividad cerebral similar a aquella que se produjo durante el evento original. Los procesos neuronales vinculados a reconocer y sentir las emociones también están asociados a la recuperación de memorias de experiencias sensitivas. Esto incluye la activación de una respuesta hormonal al estrés tanto en personas con buena salud mental como particularmente en personas que sufren de trastornos del estado anímico como depresión o manía.

La palabra ‘memoir’ [memorias] en inglés deriva del francés mémoire (memoria o reminiscencia) y del latín memoria. Ninguna de nuestras memorias permanece inmovilizada en el tiempo. Nueva información e indicios se incorporan a las viejas memorias a lo largo de nuestras vidas. Con respecto a escribir memorias, esto significa que debemos admitir la inevitable borrosidad entre imaginación y realidad –la diferencia entre verdad poética o artística y hecho–. Y, que recordar es en verdad un acto creativo de re-imaginación.

Siempre y cuando este reconocimiento quede en claro para los lectores, nosotros, como escritores, podemos seguir adelante en nuestra cruzada por hacer que el pasado reviva en el presente, adoptando una suerte de libertad de movimientos entre diferentes perspectivas y sensibilidades –algunas líricas, otras analíticas–. Podemos reconstruir eventos y experiencias para maximizar el poder narrativo desde una combinación de reportaje, poesía, análisis, confesión y retórica. Encontrar el equilibrio justo entre todas estas formas es parte del desafío artístico.

En mi propio trabajo, esto significa restablecer el balance entre locura y razón, y así desarrollé dos voces narrativas distintas. Mi editor llamó a una de estas voces: la ‘Kate racional’ y a la otra: la ‘Kate demente’. La ‘Kate racional’ es la voz de la razón, una escritora con formación médica capaz de reflexionar sobre la enfermedad (la locura) y darle sentido dentro del contexto de su propia vida y de las vidas de sus seres queridos. Esta narradora establece un puente entre el mundo exterior y el interior porque los lectores realmente necesitan comprender el por qué: algo más allá de la mera descripción de lo que pasó; algún tipo de análisis objetivo de los episodios de la enfermedad y de sus consecuencias, y una discusión médica más amplia de la locura.

A veces yo estaba demasiado metida en el trabajo para ver lo que faltaba. A veces estaba tan cerca que no podía ver que estaba escribiendo junto a mi falibilidad y mis fracasos y mi falta de perspectiva sin haberlos enfrentado cara cara. En otras palabras, tuve que buscar la verdad dentro de la locura –un proceso doloroso pero esencial para cualquier escritor que intente proveer de significado al trabajo creativo–.

La ‘Kate demente’ es la voz contrastante de la sinrazón. Una narradora cuya conciencia es en parte delirio y en parte sueño, cuya sensibilidad es ilimitada, un fuego de llama viva y ardiente, una agitación del fluido cerebral, el aire a su alrededor lleno de magia, música y color, los límites de todo desplazándose constantemente, incluso aquellos de espacio y tiempo.

Esta narradora cree que puede absorber el sonido en sus tres dimensiones y procesar cada una independientemente. Dedica horas a escribir columnas de palabras que saltan de la página en frases de un extraño espíritu que luego la devoran. Le parece que cada persona, y el cielo, el aire, un árbol en el jardín, una hoja de ese árbol, las nervaduras de la hoja de ese árbol –cada uno de ellos es la entidad más significativa, la pieza más vital de la existencia en la tierra–.

Después de un episodio como éste, requiere cerca de tres meses encontrar y recobrar a la ‘Kate racional’. El tiempo se reafirma a sí mismo en segundos y minutos y horas, los árboles ya no son seres animados, mi expresión retoma ritmo y fluidez normales. Más importante aún, el caos maníaco del pensamiento es filtrado por el lóbulo frontal de mi cerebro –comienzo a reconocer que esta fuga de ideas (como lo llaman en psiquiatría) es representativa del trastorno mental–.

A lo largo de la playa de la ciudad por donde camino, la marea llega justo hasta el borde del muro de piedra y salpica el agua del invierno temprano y mis zapatos dejan una impresión momentánea en la arena. Las gaviotas gritan. El viento es vigoroso, ahora hay arena en mi boca y mi pelo y arena pegada en los dobladillos húmedos de mis jeans. Mantengo mi boca cerrada y respiro y sonrío ante su crudeza –mar y cielo–. La luz está cambiando de un blanco definido a un marfil pensativo y aunque el mar y el viento se mueven constantemente, hay una cierta quietud en la repetición de las olas.

Las representaciones literarias de la locura en memorias y la autobiografía comparten algunas similitudes con aquellas que aparecen en la ficción contemporánea. La misteriosa naturaleza de la locura y su asociación con los extremos del pensamiento y el comportamiento le han provisto de poder narrativo –simbólico y retórico en la ficción, experiencia vital del escritor en las memorias–.

A través de la historia humana, la locura ha sido utilizada como un símbolo de la emoción extrema y de la experiencia traumática, un medio para expresar memorias traumáticas o un modo de recrear y explicar lo intolerable y lo insoportable: terror, dolor, violencia, abuso, pena y pérdida, culpa, ira, desolación, shock, tortura, encarcelamiento, aislamiento; muerte –y nuestra huida de ella–.

Para algunas personas: la locura, o insania, es su única forma de dar sentido a lo irracional, lo inexplicable y lo incomprensible de la naturaleza humana. Esta particular representación narrativa de la locura puede tener implicaciones éticas y políticas, particularmente cuando se establecen relaciones sin fundamento: por ejemplo, entre la enfermedad mental y una propensión al comportamiento desviado y violento. De hecho, según investigación australiana, las personas con un trastorno de este tipo son dos veces más proclives a ser víctimas de violencia que la población general. El riesgo de que alguien con esquizofrenia lastime o mate a otra persona es el mismo comparado con el resto de la población. Una en diez personas con esquizofrenia, sin embargo, cometerá suicidio: este es un riesgo diez veces mayor que el de la población general.

En memorias y autobiografía, la locura tiene un lenguaje particular. Hay un sentido de motivación en la obra, una urgencia personal y una ferocidad basada en la determinación de recrear, de desanudar y de purificar esas experiencias –tanto en la mente como en el sentimiento– quizás incluso de capturarlas firmemente en la página. Allí, después de todo, reside una forma de control por parte del autor. Por supuesto, una escritura tal supone un enorme riesgo porque requiere dar voz a una porción considerable del corazón, la mente y el alma del escritor, su confusión y dolor más privado y definidor, que entonces se convierte en una cosa pública. Como escritor, anhelas fuertemente que la obra logre repercusión en sus lectores y, aun así, sabes que es imposible que llegue de la misma forma a todo el mundo.

El poeta inglés Lord Byron escribió de sí mismo:

‘It is an awful chaos - light and darkness
And mind and dust and passions and pure thoughts
Mixed, and contending without end or order,
All dormant or destructive.’

[‘Es un horrible caos - luz, tinieblas,
Espíritu y arcilla, con pasiones
Y pensamientos puros, confundidos,
Sin orden y sin término luchando;
Ora dormidos, ora destructores.’]

El análisis genético, la obtención de neuroimágenes y la observación nos muestran que la productividad cultural en las artes y la locura tienden a ocurrir en las mismas familias. En la época de Platón y Sócrates, se pensaba que la comunicación e inspiración divinas se lograban sólo durante estados de la mente particulares como la pérdida de la conciencia, la afección de la fiebre, la locura o al ser poseído por las musas. Aristóteles preguntó, ‘¿por qué todos los hombres que sobresalen en filosofía, poesía o las artes, son melancólicos?’

La escritora inglesa Virginia Woolf sufrió de melancolía, y de su opuesto, manía, a lo largo de toda su vida. Su amigo y colega escritor Nigel Nicolson dijo, ‘Virginia’s imagination was furnished with an accelerator and no brakes. It flew rapidly ahead, parting company with reality. She had a way of magnifying simple words and experiences. If you gave her a dull piece of factual information, she would hand it back to you glittering with diamonds.’ [‘la imaginación de Virginia estaba dotada de un acelerador y de ningún freno. Volaba rápidamente alejándose de la compañía de la realidad. Ella tenía una forma de magnificar palabras y experiencias simples. Si le dabas una insípida pieza de información fáctica, ella te la devolvía brillante de diamantes.’]

Quizás entonces la profundidad y el alcance de la percepción y el pensamiento asociados a la locura puedan actuar como un catalizador para los artistas: para confrontar y examinar tanto la memoria como la realidad de los extremos de la experiencia y las emociones, y para buscar sentido dentro de ellos. Esa búsqueda es difícil y dolorosa porque desafía a los artistas a mirar profundamente dentro de ellos mismos y a sentarse por largo tiempo con sus propios miedos, fracasos y frustraciones: las memorias de los tiempos de caos y desesperación. Pero es exactamente estas memorias, estos fragmentos de pensamientos y experiencias y estas impresiones sensoriales que –cuando se establecen conexiones entre ellas– pueden transformarse en obras de arte que nos otorgan una nueva unidad de conocimiento.

El artista puede necesitar vivir a través de la experiencia una y otra vez, desmontándola y rearmándola con cada acto de recordación, a veces consciente y otras inconscientemente. El proceso creativo también requiere coraje para enfrentar la intolerable y penosa naturaleza humana, para confrontar la injusticia, para considerar las cuestiones filosóficas de la era y para debatirse con el sentido de la vida.

Muchas de las obras literarias resultantes –también en poesía y teatro, música, artes visuales y cine– demuestran no sólo una particular originalidad de ideas sino también una original combinación de ideas, una percepción o expresión única, una transformación del sufrimiento más personal en una meditación que es universalmente entendida, que fomenta la conectividad y de ese modo nos da el consuelo y la seguridad de que no estamos solos.

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