Leer la cultura popular: desplazamientos desde los márgenes
Download PDFSilvia G. Kurlat Ares
Investigadora independiente
I. Introducción
Cuando este volumen estaba en preparación, en febrero del 2014, murió Stuart Hall. Su muerte a los ochenta y dos años, vino a reavivar en los obituarios y en los artículos en honor a su obra, toda una serie de preguntas en torno a la cultura: sobre cómo se la consume, sobre cuáles son sus relaciones con la política, y sobre cómo se concibe la estética y los valores que atribuye a diversos objetos dentro del campo cultural. Más que ningún otro interrogante, las reflexiones regresaron sobre cuáles son las prácticas que convierten a la cultura y a sus objetos en algo más que marcas de la estratificación social. Si el grupo de Hall y el New Times no necesariamente encontraron respuestas a todas estas preguntas en su momento, al menos contribuyeron a cementar el camino que ya se había forjado desde los años cincuenta en torno a los estudios culturales y a su relación con la cultura popular.
Pero esa relación, con haberse (en apariencia) naturalizado dentro de los estudios culturales, sigue siendo ripiosa y las preguntas que se planteaban en muchos de los trabajos iniciales producidos por los grupos teóricos más radicalizados desde la publicación de las primeras reflexiones de Raymond Williams, Richard Hoggart y el propio Hall, no sólo no parecen haberse resuelto, sino que se han vuelto mucho más complejas. Durante buena parte del siglo XX, y pese a las contribuciones de esos eminentes teóricos, el espacio de la cultura popular, en toda su indefinición, podía claramente imaginarse y concebirse como un territorio perteneciente a una otredad vasta a la cual era posible atribuirle una serie de valores generalmente negativos o, al menos, opuestos a aquellos que validaban la cultura alta como tal. Más aún, era posible atribuirle un sujeto productor tangible, imaginariamente identificado con sectores sociales específicos y con una memoria histórica y política rastreable fuera de los espacios de consagración académica y/o de los circuitos de consumo de los sectores medios o altos. La cultura popular era una zona foránea: eso indefinible, amplio, lejano, tierra de otros explorada casi siempre a medias o con gran desconfianza y que era, para la hegemonía del campo cultural, una suerte de estrato periférico, abigarrado, masivo, poblado de objetos excluidos de la cultura escolar y de los espacios de legitimidad social; una suerte de maquinaria que no producía sino reciclados, ecos de lo que alguna vez tuvo sentido de ser dicho o visto, y ahora, gastado por el uso y la costumbre, era apenas un bastardeado recuerdo de sí mismo. Resabio de la consolidación de una cultura de clase alta en la etapa de la modernización europea, esa definición de la cultura popular conformaba el otro del universo letrado; era su espectro o, quizás, una suerte de doble malogrado.
En esa descripción de lo popular (u otras, donde esa zona se ampliaba para incorporar otros espacios, como lo autóctono, lo nacional, o lo primigenio) entraban toda una serie de constelaciones ideológicas donde el desdén, la condescendencia, la nostalgia, la culpa y el deseo se confabulaban en una suerte de ceguera taxonómica que era capaz de ver y no ver al mismo tiempo. Desde mediados del siglo pasado, esa mirada era también producto de una doble herencia: en ella convivían el desensamblaje de las relaciones de poder que habían obsesionado a los estructuralistas y postestructuralistas franceses (sobre todo en la línea que unía a Claude Lévi-Strauss con Michel Foucault) con lo que habían sido las lecturas canónicas sobre la estética y la producción cultural hechas por el grupo de Frankfurt, particularmente en la versión de Adorno, cuya justificada desconfianza en la cultura de masas (dado lo que había sido la experiencia de la Alemania del nazismo), se filtró a la percepción toda de la cultura popular y no sólo opacó muchas de las experiencias democratizadoras de la Bauhauss, sino también impidió ver el complejo sistema de relaciones que unía la producción de los diferentes espacios de producción del campo cultural. En este sentido, coincido plenamente con Andreas Huyssen cuando decía, allá en los ochenta, que la separación artificial entre estudios literarios y artísticos, cultura de masas y cultura popular, así como el privilegiar a los primeros sobre las segundas, no contribuía a un debate productivo sobre el estado de la cultura o sobre cómo se constituyen las problemáticas y cuáles son las preocupaciones que atraviesan un campo cultural.
Tomando esa perspectiva como punto de partida, en las próximas páginas, quisiera reflexionar sobre algunas cuestiones que han marcado la reflexión en torno a la cultura popular en los últimos años. Quizás uno de los desarrollos más notables en el campo sea una suerte de giro hacia lo estético que responde en gran medida no sólo a que ha sido una de las preguntas menos exploradas en la reflexión académica en torno a lo popular, sino a que es capital para intentar zanjar la brecha que separa los diferentes espacios de producción cultural. No intento aquí ofrecer una respuesta definitiva, sino establecer los rudimentos para un marco teórico más flexible que nos permita realizar un análisis crítico de varios niveles sin tener que apelar a vocabularios dicotómicos ya inoperantes en la realidad de sistemas culturales complejos, heterogéneos e inestables.
II. Apuntes en torno al estado de la cuestión
Los estudios sobre cultura popular de los últimos veinte años, influenciados o no a sabiendas por la tradición creada por pensadores como Hall, han privilegiado el eje político-ideológico. Esa mirada se ha definido en torno a por lo menos dos elementos o ejes. Primero, en metodología bastante rígida que tiende a localizar lo popular en las clases bajas, las cuales sólo tendrían acceso a tales productos en tanto que objetos de consumo, puesto que carecerían de medios o saberes para acceder a otras cosas. Y segundo, un tipo de análisis que retorna con insistencia sobre la importancia dada a diversas prácticas en tanto que generadoras de nuevos sentidos sociales o políticos. Tal doble lectura explica que estudiosos como John Fiske en sus ya clásicos trabajos sobre la cultura popular, le atribuyeran a la misma un valor potencialmente progresista por su misma capacidad de desestabilizar el orden social (Fiske 21). Esta postura es, en el mejor de los casos, una ilusión no siempre realista. Su opuesto complementario, el imaginario rol liberador de la alta cultura, no deja de ser otro espejismo de signo contrario. Si alguna duda cupiera sobre esto bastan dos ejemplos: por una parte, el efecto demoledor que ha tenido para la cultura argentina misma (por no decir para la sociedad toda) el proyecto del revisionismo histórico fundado emblemáticamente por pensadores como los hermanos Irazusta (Rodolfo –1897-1967– y Julio –1899-1982–) que fueron figuras emblemáticas del nacionalismo integrista argentino y que fundaron esa corriente de pensamiento y de reivindicación cultural en los años treinta como forma de oposición ideológica a la creciente radicalización de los sectores populares cuyo influjo transformó la cultura argentina. Por otro, habría que preguntarse qué valores trascendentes dejaron las búsquedas del shock art, cuyas enseñanzas beneficiaron sobre todo a la industria cultural a través del refinamiento de los así llamados slasher films. Ni uno ni otro proyecto parecen adscribirse a las expectativas que despiertan las definiciones antes mencionadas, aún cuando exista una voluntad académica del panegírico que se explica más por un posicionamiento crítico en el campo intelectual que por la puesta en práctica de la observación metódica. La sociología de la cultura de los últimos años ha dado cuenta de este fenómeno al volcarse hacia la búsqueda de nuevos modelos de análisis que incluyen un giro no sólo hacia la estética en tanto reflexión de lo que se constituye en objeto cultural, sino también en la búsqueda de criterios que permitan analizar sus contenidos en relación a los objetos mismos. Haciendo referencia a los trabajos de Janet Wolff, Simon Stewart ha dicho:
This is therefore a “principled aesthetics”, one that takes epistemological uncertainty as its starting point: In the face of uncertainty, it is nevertheless possible to achieve consensus regarding questions of value if we are able to locate value in the communities, aware of communities, aware of the complex relation between our judgments and social structure. (117)
Al volver sobre la cultura popular puede observarse que, en su afán por señalar características resistentes a formas de producción cuyos mecanismos de codificación de lo social y de lo político no estaban necesariamente estudiados desde su interioridad, el análisis ha tendido a atrincherarse en un espacio análogo a la defensa incondicional de todo populismo. Como ejemplo de este tipo de posición puede pensarse en el análisis de la cultura que aparece en revistas como Pensamiento de los confines (Argentina, 1995-), donde se retoman y continúan buena parte de los debates abiertos sobre el tema en el período de la transición a la democracia (1981-1983) en revistas culturales y políticas como Controversia (1979-1981) o Unidos (1983). Los efectos contradictorios de este tipo de lecturas tienden a hacerse visibles frente a trabajos o bien minuciosamente documentados o con fuerte énfasis cuantitativo. Tal es el caso de los análisis en torno al consumo del rock en diversos países hechos a partir de los años ochenta. Los resultados de esos estudios muestran, contra toda hipótesis, que la relación entre el consumo y producción del rock (en sus diversas vertientes), participación social y militancia política, no se ha traducido siempre en prácticas radicalizadas, salvo en muy contados casos (Frith, 1981; Fornäs y otros, 1995; Patton, 2012). Más aún: en los casos donde esa militancia estaba presente, la resistencia podía adquirir signos de uno u otro lado del espectro político y no necesariamente identificarse en vertientes “progresivas”. Si bien en todos los casos, identidad y rebelión forjaban un lazo que hacía a la praxis social de muchos grupos musicales y sus públicos, no siempre proveían de anclaje a su estructura ideológica, aunque éste fenómeno sí sucediera con otros objetos de la cultura popular. La búsqueda de una relación de identidad política fuerte entre estéticas e ideología tiene más que ver con cierta memoria histórica vivida que con los resultados de las investigaciones: lo popular no siempre parece manifestarse en los términos esperados a la hora de las estadísticas.
En su intento por generar una mirada balanceada que permitiese una suerte de democratización de los análisis de la cultura, la crítica cultural ha desarrollado nuevas herramientas que han abierto renovadas posibilidades de estudio. Pero esas posibilidades también han tenido sus costos teóricos. En los ochenta, en su clásico trabajo sobre la hibridez como una forma de lectura de la posmodernidad, García Canclini decía que
La modernización disminuye el papel de lo culto y lo popular tradicionales en el conjunto del mercado simbólico, pero no los suprime [...] Lo que se desvanece no son tanto los bienes antes conocidos como cultos o populares, sino la pretensión de unos y de otros de formar universos autosuficientes [...] Qué el arte no es sólo una cuestión estética [...] De modo semejante, lo popular no se define por una esencia a priori, sino por estrategias inestables... (18)
Esta perspectiva no abandonará el resto del texto de Canclini ni siquiera en los capítulos en los que específicamente intenta ahondar en una hibridez que se coloca fuera de los objetos mismos (sus territorios, su organización, cómo se los consume, etc.). Por eso, quisiera señalar el primer problema que emerge de esta cita y en el que nos enfocaremos en las páginas que siguen: la dificultad de una afirmación de esta naturaleza supone que lo popular no pertenece al universo del arte puesto que la estética se funda en “una esencia a priori”. Tal afirmación niega a la estética su fuerte componente de τέχνη (tékhnē) y su relación con la tecnología en un gesto por demás simplista que desconoce que el arte “culto” ha devenido no sólo como parte de un diálogo a su interior, sino de factores estrictamente tecnológicos (por ejemplo, la invención del tubo de pintura portátil, sin ir más lejos, o la transformación del dulcímero en clavicordio y, más tarde, en piano). Si la cuestión de la τέχνη ha sido central para la alta cultura, ha sido capital para la cultura popular, y el ignorarlo responde más que nada a cuestiones ideológicas. Como bien analizara Walter Benjamin en su momento, el siglo XX aceleró la velocidad de los cambios de la relación entre cultura y tecnología, y los hizo fácilmente tangibles para amplias capas de población. Pero esos procesos tenían ya larga data al momento de materializar objetos estéticos como objetos de consumo: pese a todo, los surrealistas celebraron ese proceso porque entendieron que lo que se estaba poniendo en marcha era un diálogo. Así, al negar la idea de trabajo como parte constitutiva de la producción cultural (Arendt 1998), toda dicotomía entre alta cultura y cultura popular supone un cierto esencialismo representativo, raigal, de algo que por alguna razón no aparecería en la alta cultura y que la cultura popular denota. Y al revés: supone una ontología de la trascendencia de la que es incapaz la cultura popular, olvidando que ese efecto está históricamente fechado en los objetos de la alta cultura y que, por ende, muchas veces desaparece: sólo el tozudo imaginario religioso permite que muchas obras mantengan su relación codificada con el espectador. Imaginar que la alta cultura tiene siempre una capacidad de trascendencia que ancla nuestra experiencia del mundo a través de la sacralización del acto estético como han querido los románticos de todas las épocas, en el mejor de los casos, evidencia una cierta actitud de melancólico misticismo. Sería, por cierto, hasta naif presuponer y dar a la totalidad de los objetos de la cultura popular (y, para el caso, de la cultura de masas con la que tantas veces se la confunde y se la une) una calidad estética y/o una capacidad ontológica de la que muchas veces carecen. Pero negarlas a priori no sólo revela una profunda miopía, sino que implica cercenar ab initio, partes importantes de la indagación al restringir el corpus de materiales de estudio a objetos delimitados, no por lo que ofrecen sino por una división dicotómica que está claramente marcada por razones históricas y sociales: es aceptar a ciegas una suerte de metadiscurso cultural sobre las múltiples localizaciones de la cultura sin poner en tela de juicio ni sus premisas ni sus consecuencias en el análisis.
La segunda cuestión que encuentro problemática en la cita de Canclini es que lo que la modernidad hace transparente es la calidad artificial de las formas consumo. Si encuentro problemática esta observación por las hipótesis que despliega (toda forma de arte está hecha para alguna forma de consumo y de comunicación, sería absurdo suponer lo contrario), también la encuentro incompleta por el sistema semántico que abre en cuanto a las lecturas ideológicas (así como a cuestiones también prácticas) del funcionamiento de la alta cultura: las estrategias de funcionamiento de la alta cultura son también, como toda estrategia, tan inestables como un oscilador. Toda estrategia es, por definición, inestable. Y su misma inestabilidad es lo que permite que la hegemonía del campo cultural, lenta pero claramente, se transforme. La capa de intelectuales hegemónicos en América Latina o lo que éstos consumen y legitiman como cultura no es lo mismo hoy en día que hace cien años: las problemáticas en vigor del campo cultural, como ya se ha discutido hasta el hartazgo, cambian cuando se agota la cuestión y esto es válido para cualquier lugar de producción del campo cultural. La diversificación de bienes culturales que son moneda corriente en la actualidad tanto como objeto de análisis o de placer estético hubieran sido impensables en las condiciones sociales y económicas del fin de siglo decimonónico. En este sentido, uno de los factores que más raramente se han introducido al estudiar la cultura popular es el del tiempo. En su afán de evitar el determinismo del historicismo o el dogmatismo de ciertas escuelas funcionalistas, el tiempo se convirtió en una ausencia. El tiempo es la materia misma de la historicidad de un sistema, como veremos luego, y ese eje hace a cuáles son los espacios y formas en las cuales emergen los elementos que constituyen lo que se percibe como popular. Por esa razón, lo que me resulta más problemático de la cita en lo que atañe a la cultura popular, es que apunta a legitimarla subrayando que su valor radica más en la reproducción crítica de las estructuras sociales en las que sus productos son creados que en los objetos mismos: es una mirada donde el eje diacrónico desaparece. Se podría hacer todo un contrargumento al respecto partiendo, por ejemplo, de la legitimación y deslegitimación de medios como la fotografía tan denostada como una moda pasajera que amenazaba a la pintura en el siglo XIX, o partiendo de la producción de los escritores neorealistas de mediados de siglo pasado, cuyas obras, hoy en día, no dejan de ser parte de un gabinete de curiosidades y que, en su momento, ocuparon el corazón de muchos debates ideológicos. Una discusión que sólo subraye en la cultura popular una suerte de mímesis distorsionada de lo político o de lo social en un momento puntual, con ser parcialmente necesaria no es muy productiva. Ciertamente, la mirada no puede posarse en todo, no puede analizarlo todo, sino sólo segmentos, pero lo que no pocos intelectuales y críticos han visto y siguen viendo al viajar al interior de “lo popular” poco ha tenido que ver con lo que se articulaba en esos objetos.
En América Latina, donde las influencias de las escuelas sociológicas francesas se cruzaron con las viejas lecturas sesentistas de Antonio Gramsci (en una vena que hubiese sorprendido al intelectual sardo), los análisis de la cultura popular la convirtieron en objeto de consumo exclusivo de las clases menos educadas de la sociedad, donde consumo y mercado pasaron a estar en el centro en la discusión. Si en el período anterior la dimensión estética había desaparecido de lo popular puesto que era considerada un elemento constituyente exclusivo de la alta cultura, ahora, estos enfoques tampoco tomaban en cuenta o parecían olvidar que los problemas de mercado y consumo también afectaban (y con gran violencia) la configuración de actores y objetos en circulación en el corazón del campo cultural: mal que le pese a quienes quisieran que no fuese así, la mano invisible del mercado tiene un rol a jugar en todos los rincones del quehacer social.
Así pues, la cuestión de la producción quedó relegada a problemáticas de mercado cultural o de medios masivos que raramente se preguntaban por la formación o recorridos intelectuales de los creadores de esos mismos objetos. Aunque podrían nombrarse otros casos, quizás por las paradojas que pone en escena, cabe preguntarse cómo leer desde una perspectiva que no intente ser pedagógica, la producción de un historietista como Héctor G. Oesterheld (1919-1978) o de una música como Leda Valladares (1919-2012), intelectuales ambos de sólidas formaciones académicas que dedicaron su labor a la producción de formas de la cultura popular desde su misma interioridad pero con un fuerte sesgo etnográfico que devolvía a sus consumidores (cultos y populares) una versión depurada (y con fuertes marcas político-ideológicas) de su propio imaginario. Y al revés, es necesario pensar con cautela la producción de escritores como Washington Cucurto (alias de Santiago Vega, 1973) que, al decir de Beatriz Sarlo, contradice la tradición bienpensante y pequeñoburguesa del realismo porque escribe para “lectores cultos que lo leen con la diversión con que las capas medias escuchan cumbia”, es decir, a partir del consumo exótico del otro (Sarlo 2007 478). Entiéndase bien que no se trata de una cuestión de biografismos novecentistas: la cuestión del emisor (su rol, su posicionamiento, su biblioteca) es, de algún modo, una de las temáticas ausentes. Así, perdido el lugar del emisor que opera en una suerte de mecanismo de reproducción invisible, los análisis igualaban cuestiones de gusto, mercado y consumo, y la cultura popular vino a convertirse en el capital cultural del “pueblo” o de las “clases trabajadoras”, reduciendo múltiples expresiones, saberes y prácticas a una ontología de la otredad (Bourdieu 1983 99-100), aún y a pesar de la obvia y frecuente circulación de materiales de muy distinto origen. Aunque el pasaje revelador de la mirada romántica desde el campo al universo urbano representó a lo largo del siglo XX una suerte de reconocimiento de la transformación social y económica de la región, las lecturas de esas producciones culturales-otras metamorfosearon lo folklórico en un kitsch de masas sin nunca explicar en qué consistían las operaciones estéticas ni de uno ni de otro y otorgándole un valor ontológico a lo político: el peso de la discusión extradiegética, parafraseando lo que dijo en algún momento Beatriz Sarlo, desplazó la discusión en torno a la producción misma de los objetos en cuestión.
Por cierto, la “discusión extradiegética” fue necesaria y abrió las puertas de toda una serie de reflexiones en torno a la capacidad de los objetos y prácticas de la cultura popular para generar un sentido que no fuera la negación misma de su existencia, su reducción a cierto folklorismo nostálgico, o su rescate del espacio subordinado de sistemas dualistas sobre lo cultural. Irónicamente, tal devenir fue, en parte, consecuencia de la influencia de los incisivos trabajos de Pierre Bourdieu, sobre todo de La Distinción (1979) y de Las reglas del arte (1992). En un trabajo reciente, Mabel Moraña indica que esa influencia tuvo impacto fundamental para pensar
la función intelectual en el seno de la cultura dominante, para repensar la larga trayectoria que comienza con el letrado colonial y alcanza al intelectual público en el siglo XX, pasando por el mesianismo libertador y republicano, por la figura del intelectual orgánico y llegando hasta las modalidades de asesoramiento de intelectual-tecnocrático... (20)
Pensar la centralidad de la función intelectual en el marco de los programas políticos, sociales y culturales que organizan la vida pública de los siglos XIX y XX desplazó del centro de la reflexión una vasta constelación de problemas que, en las circunstancias particulares de América Latina, requerían de perspectivas más diversificadas que dieran cuenta de una realidad de múltiples capas. En parte las aproximaciones teóricas posestructuralistas primero y las posmodernas más tarde parecieron proveer ese marco, pero como hemos visto, también de manera incompleta, o más vale, atendiendo a lo que era el centro de sus propios interrogantes. En América Latina, allí donde se cruzó sociología de la cultura con literatura a partir de la década del setenta, el sustrato bourdiano se convirtió en una suerte de sendero invisible puesto que dejó su huella en las principales lecturas de la formación de una cultura de clase alta en la región. Fue, sin embargo, la interpretación rígida del modelo de cultura alta/pequeño-burguesa/popular que aparece en los trabajos de Bourdieu y que subraya los conflictos del campo cultural como un espacio donde se reproducen y replican los conflictos sociales, lo que no dejó ver que muchas de sus observaciones describían los momentos finales de un tipo de sociabilidad y de un grupo de formas culturales ya en vías de extinción en la Europa de mediados de los sesenta; ni tampoco permitía recordar que se criticaba una sociedad rígidamente estratificada por clases, como era el caso de la sociedad francesa donde, además, había una muy baja movilidad social. De hecho, esa crítica volvería con enorme fuerza en uno de sus últimos trabajos, La misère du monde (1993). El detalle de roles claramente demarcados y asignados en función, no sólo de una descripción economicista, sino también basada en la unidad de un imaginario sujeto social y de las restricciones de acceso al capital cultural a su disposición podría llevar a pensar en la imposibilidad (o en la gran dificultad) para que los sujetos operasen transformaciones, no sólo en los objetos que se legitiman sino en los instrumentos (sociales, críticos, etc.) que se utilizan para realizar tales operaciones. Aunque no coincido con las críticas de determinismo que se han hecho a la obra de Bourdieu, sí podría decir que esta primera visión un tanto rígida ha sido discutida en los últimos quince años, en parte porque presupone una valoración positiva absoluta de la alta cultura, por una parte, y por otra, porque no contempla las complejas operaciones de lo que Zygmunt Bauman llamó una cultura líquida y que el propio Bourdieu describió en un trabajo temprano como una cultura polimórfica (1983).
El concepto de capital cultural más divulgado en la crítica literaria latinoamericana proviene de la sociología de Bourdieu (1976, 1979, 1983, 1984, 1992) y es quizás uno de sus conceptos más exitosos y más difundidos, en parte, por su gran ubicuidad dentro de sus trabajos. Bourdieu lo define como tres estados, como tres momentos de existencia con crecientes grados de abstracción en el sistema social: un bien (libro, cuadro, instrumento, maquinaria, etc.), pero también como una disposición, un posicionamiento dentro del campo cultural y, finalmente, como un reconocimiento que puede venir o bien por un título, o bien por prestigio, o bien por otras formas de reconocimiento institucional. La plasticidad misma de esa definición ha dado lugar a múltiples comentarios críticos, pero aquí quiero centrarme en aquellos que indican que en sociedades con tradiciones más flexibles, distintas clases sociales, particularmente la clase media y la clase media alta, consumen cultura de manera más caótica y se reconocen con marcadores cambiantes, originados o bien desde la alta cultura o bien desde la cultura popular, generando catálogos culturales complejos donde la alta cultura es sólo un aspecto (y no siempre el central) del repertorio cultural de esos grupos (Gripsrud 1989; Lamont 1989, 1992; Fiske 1989). En consecuencia, teorías más actuales, tienden a reforzar el concepto de agencia elaborado por el propio Bourdieu, y a analizar el capital cultural como parte integral de redes flexibles de prácticas capaces de mutar. En este sentido, no se trata de un retorno sobre el concepto de “falsa conciencia” por el cual un sujeto traicionaría sus intereses de clase, ni tampoco una celebración de prácticas populistas que intentan subrayar la autenticidad esencial de ciertas formas de producción en favor de otras, sino de reflexionar sobre la complejidad de espacios, lenguajes y objetos de sistemas complejos. Esta reflexión ha atravesado buena parte de los debates estéticos en los últimos diez años, trayendo otra vez al centro de muchas discusiones las preguntas en torno a las formas en tanto que lenguajes que nombran multiplicidad de tradiciones, espacios, historias, memorias, experiencias, identidades, ideologías... La forma como un nuevo cosmos de sí mismo, o en palabras del propio Bourdieu, la búsqueda de una lógica práctica que evite el dualismo sujeto-objeto y la reducción fenomenológica. No por nada, a partir de los años ochenta, críticos como Beatriz Sarlo o incluso (y aunque parezca sorprendente) Carlos Monsiváis, aún y a pesar de su discreta desconfianza en lo popular, abandonarían lo que percibían como una visión dicotómica sin sentido de la cultura, en favor de modelos más fluidos. Aunque la importancia crítica del estudio de las prácticas que se generan en los espacios de lo popular nunca se convertiría en una arena separada, la reflexión en torno a las mismas ha comenzado a interrogarse sobre cuestiones formales que, hasta hace unos años, también parecían ausentes.
Para fines de la década del noventa, cuando los estudios culturales parecían haber sentado sus lecturas hegemónicas de la cultura a través de una visión crítica de los efectos de mercados y tecnologías sobre la producción cultural misma y sobre las identidades locales, la cultura popular se convirtió en objeto de estudio interdisciplinario por excelencia, porque proveía de entradas y ejemplos a esos debates al mismo tiempo que generaba una interesante discusión sobre la relación entre lo global y lo local. Aún cuando las lecturas de lo popular subrayaran una circulación cuasi-universal de bienes y saberes culturales, la crítica entendió tempranamente que existía una tensión en qué y cómo se consumía cuando, bajo una mirada atenta, se hacía evidente que existía un cierto proceso de selección en los cortes y elecciones de la masa de materiales disponibles. Una primera selección está hecha por la circulación de bienes culturales de toda traza en el mercado global y la capacidad de los agentes de acceder a esos bienes. Puede estudiarse en detalle el por qué y cómo se accede a esos bienes, pero eso sería tema de otro trabajo. Aquí, lo que me interesa, es que la circulación no es enteramente libre ni tampoco lo es la selección. Si la primera marca de esa selección es el mercado, el segundo determinante y, quizás de una importancia equivalente o mayor, sea la historia local, lo que llevó a que se acuñara el neologismo “glocal”: la relación similar/diferente que vive en el término conlleva un universo de elecciones donde conviven elementos dispares con resultados no siempre predecibles. La densidad de relaciones así como de las reflexiones a su alrededor, generaron una acumulación de materiales y casos de tal magnitud que llevaron a que críticos como Simon During dijera en su momento que, pese a todo, las precondiciones de la conversión de la cultura popular en objeto de estudio académico legítimo todavía permanecían indiscutidas (808). Críticos como Jean Franco, preocupados por esas mismas cuestiones en el contexto latinoamericano, hablaban de la confusión crítica que esa acumulación empezaba a generar:
... las preguntas se relacionan con dos problemas aparentemente diferentes: la cuestión de la fragmentación y la hibridez, y el problema de la creciente homogeneidad de lugares desprovistos de cualquier particularidad local o nacional, como por ejemplo los centros urbanos, los aeropuertos y los centros comerciales. Tanto la homogeneidad como la hibridez desafían las definiciones más viejas de identidad nacional y comunidad. (63)
Diez años después, esta situación no parecía haber cambiado demasiado, excepto que la distinción entre cultura de masas y cultura popular parecía ser ya inoperante aún cuando los números de consumo de diversas formas culturales fueran fluctuantes (por ejemplo, el cine no tiene los mismos números de consumo que las historietas), o cuando las formas de consumo no respondieran a los mismos patrones (por ejemplo, no es lo mismo el problema de la reproductibilidad en los países desarrollados que en países del Tercer Mundo), o aún cuando dentro de una forma cultural dada fuese discutible si realmente ciertos objetos podían ser definidos como parte de la cultura popular a pesar del medio en que aparecían (cabe preguntarse, por ejemplo, cómo y desde qué espacio cultural consumir la producción de un artista como el chileno Alejandro Jodorowsky, por sólo traer a la luz un ejemplo muy complejo). Lo que en el ascenso de los programas de la alta modernidad latinoamericana había sido un marcador de la diferencia identitaria o del lugar periférico de América Latina según el cariz ideológico con se la leyera, ahora se había convertido en parte constitutiva de la iconología del populismo en ascenso. En un artículo relativamente reciente, el ganador del premio Isabel Polanco 2009, Rafael Rojas, señalaba que la lenta desaparición de la figura del intelectual público no sólo era un síntoma del giro conservador que se da desde mediados de los noventa con el auge de los discursos mediáticos, sino que la ideología misma se convierte en una suerte de ícono de ese discurso gracias a un notable empobrecimiento práctico y discursivo de la noción de crítica (Rojas 2013): en ese espacio, lo popular emerge como síntoma de la plebeyización de la alta cultura que ahora habría desparecido con un discreto mutis por el foro. La cultura popular, en su masiva y liviana presencia, en su misma ubicuidad y aparente desmemoria, se habría convertido en la condición base de la cultura misma y se la estudiaría porque no habría ya otra cosa o las otras cosas no parecerían tener la misma contundente presencia... Y esa pregunta también pasó a estar desatendida en el debate más allá de la fácil respuesta de una crisis que, a estas alturas, era ya perenne.
III. Otras direcciones
El principio del nuevo siglo ha encontrado gran parte de la reflexión teórica en torno a la cultura popular en una suerte de estancamiento productivo (si se me permite el oxímoron). Después de la ebullición de debates teóricos que marcaran la década del noventa, estos años se han caracterizado por una suerte de catalogación e identificación de tendencias y problemas en el siempre creciente mercado de bienes culturales. Sin embargo, más recientemente, una serie de textos ha vuelto su mirada sobre la producción del arte y la cultura a partir de interrogantes que para los estudios culturales no dejaban de ser paradojas irresolubles, ya que a pesar de las loas a la multitud, ésta no se ha convertido en el agente de cambios radicales al que apostaron teóricos como Hardt y Negri, ni las identidades nacionales se han desbrozado en subunidades autónomas ante las pérdidas políticas e ideológicas que sugería la nueva modelización del estado en un contexto global, ni tampoco las formas de lo popular pasaron a ocupar espacios hegemónicos de representación (o de autorepresentación) a partir de actos volitivos o políticos simplemente porque adquirieron una visibilidad plena en el espacio de la cultura y, muchas veces, de la política. Esas mismas cuestiones ya habían aparecido como problemas sin respuesta en la obra de Bourdieu justamente como cortes o ausencias. Precisamente, algunos de los temas que hemos enumerado en las páginas precedentes señalan que en el océano de la cultura, las singularidades y las temporalidades operan sobre la forma misma de un mapa que no es tan infinito como parece. De allí que sea necesario retornar sobre las preguntas más básicas de la cultura para poder reformular respuestas: ¿Cuáles son las nuevas formas y lenguajes de los objetos de arte? ¿Cómo definir múltiples formas de arte en un mundo globalizado y en permanente estado de cambio? ¿Cuál es el rol de las instituciones en relación a esas producciones? Si las preguntas no son particularmente novedosas, las respuestas han comenzado a englobar objetos y prácticas cada vez más heterogéneas que ponen en tela de juicio no sólo el concepto de capital cultural, tal y como había sido entendido en los últimos años, sino también el concepto mismo de cultura, al borrar los límites entre culturas alta y popular, y al enfocarse en las redes de relaciones que se establecen entre los distintos modos de producción y entre los distintos objetos que emergen en ese renovado diálogo para poder incorporar en la observación cuestiones vinculadas con la transformación misma no sólo de los objetos observados sino del espacio que habitan. Es necesario, pues, pensar la cuestión desde otra perspectiva.
Como se desprende de todo lo expuesto, algunas de las cuestiones cuya ausencia ha pasado ahora a estar en el centro de muchos debates tiene que ver con el modo en que lo estético despliega tramas no sólo semánticas, sino políticas y éticas, ya que son constituyentes de toda actividad cultural más allá de cómo y dónde emerja. Lo que en otros períodos se percibía como diferencias culturales, muchas veces, se ha naturalizado como parte de la experiencia de la complejidad de la vida cotidiana, aunque en ese proceso se haya adelgazado la permanencia de disparidades económicas y sociales que transforman los significados de muchos de esos objetos. Quizás, una primera aproximación sería regresar sobre aquella vieja idea bourdiana del polimorfismo cultural: si Bourdieu desconfiaba del concepto, los tiempos que corren parecen haberla abrazado, y críticos de arte como Nicolás Bourriaud lo han re-definido en el imaginario de los radicantes de la altermodernidad: una cultura en permanente estado de metamorfosis, adaptándose y cambiando según el contexto y el espacio que se le ofrezca. Para Bourriaud, el imaginario cultural contemporáneo es ya espacio de cruces de todos los lenguajes, códigos y formas porque es una expresión del desarraigo. Pero no todos los sujetos viven la experiencia del desarraigo ni siquiera a través de procesos migratorios, y los artefactos a los que se refiere Bourriaud se producen en el espacio más exquisito de los salones y de los museos, aún y a pesar de su voluntad universalista. Es claro que no todos participan de este nuevo lenguaje. Pero ante la creciente diversidad de materiales que tienen sus raíces en múltiples espacios, lenguajes y tradiciones, la cultura aparece como un ágora realizada en toda su potencialidad, aunque en esa perspectiva también resuena en el pensamiento algo pesimista de Bauman que ve la cultura como un mecanismo siempre insatisfecho de seducción (Bauman 18-19).
Pero el concepto de polimorfismo se acerca tanto al concepto de la cultura como un hacer, un trabajo, como decía Hannah Arendt, como a la concepción luhmaniana de la cultura como proceso. Precisamente esta tendencia es la que ha empezado a tener cierta centralidad en los renovados debates teóricos de los últimos años: el trazo de las relaciones epistemológicas que unen los trabajos de Bourdieu y Luhmann ha venido a ofrecer una renovada perspectiva sobre cómo aproximarse a la realidad de la compleja producción de la cultura popular tomando en cuenta que lo que está en juego es la multiplicidad de elecciones para poder operar con múltiples y simultáneas funciones que, en el centro del campo cultural, aparecen como restringidas (Farías y Ossandón 2006; Pfeilstetter 2012; Cadenas 2012). La emergencia de lo que se percibe como popular resulta de patrones y tradiciones, de relaciones de mediación y de comunicación sobre y con el mundo... Lo que aparece en la formación identitaria no es tanto la capacidad de resistencia (o no) a la siempre móvil hegemonía de los sectores que se hacen con el poder puesto que no existe a priori ni en tal voluntad ni en tal resultado. Más bien, al decir de Niklas Luhmann, es la puesta en escena de una paradoja irresoluble: la cultura popular es aquello que no entra en la observación y la descripción de un sistema cuando éste habla de sí mismo y que, sin embargo, dialoga con éste y produce sentido. De allí esa cualidad de lo no-descripto, lo no-visto, lo no-compartido que se convierte en lo excluido y lo no-observable. Y sin embargo, no existe una sin la otra, no porque se subordinen, no porque compitan, sino porque la cultura tiene en toda su complejidad una lógica comunicacional que la define y la distingue de su entorno. Tanto Bourdieu como Luhmann estaban preocupados por pensar cómo evolucionan las relaciones y el orden de sistemas cuya complejidad organizaba la percepción de lo social. Si para Bourdieu la respuesta vendría de la emergencia de lógicas diferenciadas, para Luhmann la diferencia misma constituía el punto central de la articulación de los sistemas. En la cultura popular esas observaciones convergen porque el sentido de lo popular es a la vez su sistema de articulación. Si pertenece a la esfera de la cultura es, en parte, porque en palabras del propio Luhmann
...that we have to live with a society without a top and without a center is due to the fact that the structure of modern society is determined by functional differentiation and no longer by a coherent hierarchical stratification nor by a center/periphery differentiation. Functional differentiation requires polycontextual, hypercomplex –complexity descriptions without a unifying perspective [...] The integration of the system can no longer be thought as a process of applying principles, but rather as reciprocal reductions of degrees of freedom on its subsystems. (Luhmann 1995a 48)
Así, podríamos referirnos a las operaciones de la cultura como de evolución y de interpenetración de los distintos sistemas que ponen en evidencia las paradojas con las cuales esos sistemas comunican sentido. En cierta forma, estas descripciones retornan sobre la periodización de la primera cultura popular europea, pero desde otra perspectiva: las culturas altas y bajas se mezclan, espejando aquel momento inicial de identificación carnavalezca que había descripto Bajtín. Un buen ejemplo de estas lecturas puede hacerse al trazar una línea entre la estética de un pintor como Pablo Suárez (1937-2006) y un caricaturista y dibujante como Gustavo Sala (1974) cuyos vocabularios visuales están construidos desde troncos claramente comunes: en ambos casos, sus estéticas despojadas de erudición y herederas de cierto expresionismo en su descripción de la cotidianeidad, hacen un comentario mordaz y sardónico sobre lo real, con un lenguaje tan cercano al humor negro que sus personajes y sus espacios aparecen casi desnudos de empatía en su visión crítica de lo social. También, en ambos casos, la clave de lo popular constituye el universo visual de referencias, pero el despliegue de recursos materiales que soportan la circulación de uno y otro artista los hacen operar en circuitos muy diferentes. Y sin embargo, sería hasta arriesgado no estudiar sus vocabularios visuales como cara y cruz de un mismo sistema semántico porque el universo político e ideológico que despliegan pertenece al mismo estrato, a la misma forma de percibir y de narrar visualmente lo real. Son formas visuales que dialogan entre sí y que solo en el diálogo operan una observación completa sobre lo social. Dejadas a solas, las imágenes hablan, pero no lo dicen todo. Las formas de legitimidad cultural que surgen de estas operaciones sólo pueden entenderse al desarrollarse las competencias para analizar todos los códigos que están en juego en el objeto estético como objeto en un sistema de relaciones estéticas. Claramente, esta es apenas una entrada muy incompleta, pero apunta a señalar esa suerte de puerta giratoria en donde parece estar operando la cultura in totum.
IV. Conclusiones
Las relaciones entre cultura alta y cultura popular siempre han tenido instancias de crisis o de diálogo donde una parece fundirse o confundirse en la otra y, como resultado, nuevas formas se ven empujadas o bien al centro o bien a los márgenes del campo cultural, en una suerte de marea transformadora en la que, a veces, emergen formas enteramente novedosas o donde viejas formas adquieren nuevos sentidos o los pierden por completo. La emergencia de la novela a partir del siglo XVIII da cuenta de los primeros procesos, mientras que el surgimiento del teatro o la caída de la ópera como espectáculo popular dan cuenta de los segundos. Y, desde otra perspectiva, el segunda caso lo ilustra cómo los tapices, alfombras y bordados que alguna vez fueron sólo objetos de uso, se convirtieron en objetos de museos, y hoy tejedores de renombre cuelgan sus obras en galerías de arte convirtiendo lo que alguna vez fue sólo una artesanía anónima en un medio estético. Nadie debería asombrarse ya de esos procesos ni escandalizarse cuando suceden. Pero lo que interesa, lo que a nuestros ojos resulta de particular interés es cómo se establece ese diálogo. Si, en efecto la cultura no abarca sólo aquellos materiales y prácticas valorizados por algunos sectores del sistema social, sino que es la memoria de todas esas formas de producción, independientemente de donde emerjan o de cómo se las describa cabe preguntarse qué mecanismos permiten el trazado de relaciones semánticas, de aspectos formales y de lecturas coincidentes a través de espacios de producción que no siempre parecen dialogar entre sí. Sería un error pensar que la cultura no es una construcción de la mirada social sobre su propio quehacer. Y al mismo tiempo, debemos recordar que, en la puesta en escena de los objetos mencionados, se cruzan múltiples saberes para decodificar no sólo los objetos mismos sino sus relaciones: la crítica, debiera recordar que lo etiqueta de popular es aquello cuyo sentido no puede ser cooptado o que se construye a partir de un excedente sentido, generando nuevos patrones de diferenciación.
Obras citadas
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