La búsqueda y la reconstrucción del pasado en una representación ficcional sobre el conflicto armado peruano

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Brenda Morales Muñoz
Escuela Nacional de Antropología e Historia

 

La hora azul (2005), de Alonso Cueto, es una obra representativa de un extenso corpus que ha ficcionalizado la guerra entre Sendero Luminoso y el ejército peruano. La novela aborda el conflicto armado una vez que ha terminado, por lo que da cuenta de un proceso de búsqueda de la memoria, así como de los intentos para reconstruir el pasado reciente marcado por la violencia. Esta obra sitúa su diégesis en la posguerra y el peso de la narración está focalizado en la perspectiva de una víctima directa, una indirecta que heredó el dolor de su madre y de un personaje que no fue víctima y que sólo actúa como detective de la memoria. A través del estudio de los tres personajes, se analizarán los mecanismos que La hora azul utiliza para abordar el pasado y la manera en la que está presente el concepto de posmemoria de Marianne Hirsch.

 

Historia y memoria
La búsqueda y la reconstrucción de la memoria es un tema recurrente en la literatura contemporánea, en especial en la de países cuya historia reciente ha estado caracterizada por sucesos violentos y cambios sociopolíticos profundos. Esto se debe a que la memoria es una actividad de búsqueda que permite reflexionar sobre las deudas y los traumas del pasado. Paul Ricoeur señala la existencia de un deber de memoria que consiste esencialmente en no olvidar, en rescatar una memoria vulnerada a través de traumatismos, heridas y cicatrices: “la memoria es un deber, recuperarla es una tarea que cumplir porque es el guardián del pasado. Además, es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo” (120). Este compromiso procura cultivar el recuerdo de los otros que ya no están, es una respuesta frente a una memoria manipulada, incompleta y amenazada por el olvido. Recuperar la memoria es necesario en contextos afectados por acontecimientos dolorosos en donde la sociedad se ha fragmentado profundamente. Un trauma colectivo, de acuerdo con Francisco Ortega Martínez, se presenta cuando un suceso afecta las estructuras sociales y desarticula las relaciones, instituciones y funciones de un grupo o una comunidad. Es una experiencia de devastación masiva que deja tras de sí el reconocimiento generalizado de que se ha sido víctima de una grave fractura social y de una violencia injustificada: “los miembros de una colectividad sienten que han sido sometidos a un acontecimiento espantoso que deja trazas indelebles en su conciencia colectiva, grabando sus recuerdos para siempre y cambiando su identidad cultural en formas fundamentales e irrevocables” (30).

Las cuentas con el pasado, pese a que son difíciles de resolver en situaciones de catástrofe social, deben saldarse para lograr superar ese trauma colectivo. La mejor manera de conseguir la reparación es evitar el olvido, el cual es percibido casi unánimemente como un atentado contra la memoria colectiva,1 es decir, como una amenaza, un golpe, una debilidad o una laguna. La memoria, a este respecto, se define, al menos en primera instancia, como una lucha contra él, de manera que, dice Ricoeur, nuestro conocido deber de memoria se enuncia como una exhortación a no olvidar (532).

Los recuerdos dolorosos sólo pueden narrarse si se ha realizado un trabajo de duelo. El crítico literario y cultural brasileño Idelber Avelar, en su libro Alegorías de la derrota, estudia el trabajo de duelo realizado desde la literatura. Aunque se centra en las posdictaduras latinoamericanas, también menciona a la literatura poscatástrofe (283), categoría en la que puede inscribirse la narrativa peruana sobre la memoria del conflicto armado interno de la que se abordará un ejemplo en este texto.

Avelar explica, con base en la clásica distinción freudiana2 entre el duelo y la melancolía, que:

El duelo designa el proceso de superación de la pérdida (que puede ser una persona o una abstracción como: la patria, la libertad, o un ideal) en el cual la separación entre el yo y el objeto perdido aún puede llevarse a cabo, mientras que en la melancolía la identificación con el objeto perdido llega a un extremo en el cual el mismo yo es envuelto y convertido en parte de la pérdida. (8)

El duelo es un trabajo liberador y necesario porque en el momento en el que se concluye es posible avanzar, el tiempo no se queda congelado, sigue su curso. De lo contrario, si hay un duelo irresuelto, la aceptación de la pérdida se obstaculiza y no se termina el proceso. De esta forma, y de acuerdo con Víctor Vich, debe aceptarse que en el duelo –como proceso de asimilación del trauma para salir del dolor– “siempre habrá algo que nunca podrá saldarse pero servirá para poder articular la pérdida de una manera productiva e intentar dotar al futuro de nuevos sentidos” (Poéticas del duelo 289).

Además de un duelo inacabado, Avelar señala el peligro del que califica como el oximorónico duelo “triunfante” en donde existe la ilusión, mantenida a través de una retórica festiva, de que uno sí se ha curado. Este duelo “triunfante” es el que puede resultar contraproducente hablando de un trauma colectivo porque en realidad es un duelo inacabado o falso. La retórica festiva puede verse en las narraciones que construye el Estado porque, al no poder funcionar sólo por pura coerción, se apoya en fuerzas ficticias para construir consenso.

Sin embargo, los acontecimientos traumáticos deben examinarse a fondo porque si las operaciones de la memoria son llevadas al extremo, por ejemplo conmemorando fechas, lugares y personas sin sentido, se pierde la capacidad de abstraer y de inferir consecuencias para el futuro. Es decir, la intención no es sólo repetir y acumular información, sino que el pasado debe ser revisado para aprender de él. Como afirma Todorov, sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril, para evitarlo la pregunta deberá ser para qué puede servir (56).

Hablar del pasado, narrar algo doloroso o violento puede ser productivo si tanto las víctimas como los oyentes o lectores pueden resignificarlo y reinterpretarlo, si no se deja al pasado como algo fijo y clausurado; cuando se considera como algo que está presente y llama a reflexionar. Dictaduras, gobiernos autoritarios o gobiernos posteriores a un evento sumamente violento intentan hacer desaparecer los recuerdos, por lo tanto, en muchas de sus narraciones se encuentra una negación e incluso una destrucción de huellas. Estos relatos oficiales se construyen con manipulaciones y distorsiones para legitimar cierto poder, autoridad, ideología o una supuesta paz, una paz desmemoriada.

Con el fin de lograr la redemocratización y la reconciliación entre ciudadanos que hasta hace poco se consideraban enemigos, cuando una guerra concluye las tragedias derivadas de ella se convierten en un pasado que no conviene recordar. De ahí que los textos posdictatoriales latinoamericanos, y la literatura poscatástrofe en general, sean un espacio para enfrentar el desafío de desmontar los relatos oficiales que fomentan el silencio.

Un trauma es intransferible pero comunicable, alguien externo, que no haya sufrido directamente la experiencia violenta puede ser capaz de dar cuenta de ella, de la misma forma que un escritor que no presenció algún conflicto puede, desde las particularidades de la ficción, abordarlo y participar en el proceso histórico de construcción de una memoria colectiva. Incluso sin haber sido testigos, Todorov les otorga una tarea:

Aquellos que, por una u otra razón, conocen el horror del pasado tienen el deber de alzar su voz contra otro horror, muy presente, que se desarrolla a unos cientos de kilómetros, incluso a unas pocas decenas de metros de sus hogares. Lejos de seguir siendo prisioneros del pasado, lo habremos puesto al servicio del presente, como la memoria ˗y el olvido˗ se han de poner al servicio de la justicia. (105)

Parecería que cuando se llega a un punto extremo, como si el lenguaje tuviera un borde y fuera un territorio tras cuya frontera no hubiera más que silencio, se vuelven pertinentes dos preguntas: ¿cómo narrar el horror? y ¿cómo transmitir lo indecible?

Esta crisis de representación muestra la dificultad o la imposibilidad de narrar a través del testimonio o del discurso histórico, por lo que obliga a usar diversas estrategias retóricas, a recurrir a otras formas de contar, como la ficción. Los sucesos violentos se han vuelto objeto de reflexión en la literatura porque ésta da cuenta de lo que los sobrevivientes no pueden o no desean. Aunque no los hayan vivido, los escritores pueden narrarlos y contribuir a la reconstrucción de la memoria colectiva, la cual, como sostiene Karl Kohut “se manifiesta en la totalidad de las tradiciones orales y escritas, en las expresiones artísticas y culturales, así como en los objetos de uso diario” (27). La literatura constituye sólo una parte de la memoria colectiva pero es esencial para su reconstrucción, es un medio de representación tanto como un medio para hacer accesibles otras memorias que desafían a la dominante. Por su forma de aproximarse a los problemas de la memoria, la ficción promueve un tipo distinto de acercamiento al trauma colectivo ya que, en palabras de Friedhelm Schmidt-Welle, tiene un potencial representacional subversivo y “podría desempeñar un papel importante en la construcción de la memoria colectiva alternativa con respecto a los discursos dominantes” (8).

A pesar de que la literatura nunca se refiere directa o fielmente a la realidad y el mundo que presenta es necesariamente un mundo modificado, estimula la reflexión y es una forma válida de resguardo de la memoria porque permite vislumbrar nuevos significados de las experiencias dolorosas por la vía de la imaginación. Los relatos se convierten en una forma de acceder a las memorias de aquellos que han sufrido pues quien ha sido víctima de desapariciones forzadas, secuestros o masacres está ausente. Entonces, la labor del escritor sería decir lo que no se había dicho, hablar en virtud y en nombre de quien no pudo hacerlo. Puede hacer esto porque, ante acontecimientos que son muy difíciles de transmitir, desarrolla una nueva relación con los límites del lenguaje, cuando se enfrenta a la aporía de narrar lo inenarrable se ve obligado a trasgredir esos límites, a ampliar sus márgenes y espacios.

Así, la literatura podría esclarecer aquello no nombrado, llenar los vacíos y los silencios para ayudar a reconstruir las sociedades devastadas por la violencia y el dolor. A través de ella conseguirían articularse otras historias, las que no le convienen al proyecto de reconciliación cuya apuesta es por el consenso, es decir, por olvidar el pasado para ver sólo al futuro. Contra esto los escritores, mediante sus obras, pueden aportar luz que ayude a desentrañar los episodios trágicos y a defender el derecho a la recuperación de la memoria.3

Es así que buena parte de la literatura latinoamericana busca escribir después de las dictaduras o de los acontecimientos violentos como el conflicto peruano. Específicamente hablando de la literatura posdictatorial o poscatástrofe, afirma Avelar:

Atestigua una voluntad de reminiscencia, llamando la atención del presente a todo lo que no se logró en el pasado, recordando al presente su condición de producto de una catástrofe anterior, del pasado entendido como catástrofe [...] Mira hacia el pasado, a la pila de escombros, ruinas y derrotas, en un esfuerzo por redimirlos […] el duelo siempre incluye un momento de apego al pasado, de esperanza de salvarlo en tanto pasado e imaginar que el futuro no lo repetirá. (286-7)

Conflicto armado peruano
En Perú el conflicto armado interno entre Sendero Luminoso y fuerzas estatales marcó las últimas dos décadas del siglo XX y dejó un saldo de más de 69 mil muertos, más de 40 mil desaparecidos, 600 mil desplazados y 40 mil niños huérfanos, entre otras consecuencias.4 La reconstrucción de la sociedad era un camino arduo porque ambos bandos ejercieron la violencia a escala masiva y cometieron graves violaciones a los derechos humanos, había víctimas y victimarios en todos los sectores y las marcas del dolor eran muchas y muy profundas.

Después de semejante periodo de terror, la idea de llevar a cabo una reconciliación se vislumbraba lejana y sumamente complicada. La labor de recuperación de la memoria y de búsqueda de la verdad se hacía necesaria para llegar a ella y lograr reintegrar el país que se había hecho pedazos. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación [CVR] era la principal encargada de dicha labor.

Un primer paso era reconocer ese pasado, hablar sobre él, no esconderlo y evitar los prejuicios sobre los involucrados. Aunque el proyecto estatal era opuesto: una vez que había terminado la contienda era mejor voltear la página y mirar hacia adelante, callar y olvidar. Esta idea quedó materializada con la ley de Amnistía de 1995.5 Carlos Iván Degregori se refiere a esta época como “un tiempo largo de olvido” en el que se buscó reprimir a las memorias subalternas para imponer una narrativa sobre los años de violencia política, en la que:

Los protagonistas centrales de la gesta pacificadora eran Alberto Fujimori y Montesinos. Las fuerzas armadas y policiales aparecían como actores secundarios y las instituciones civiles y ciudadanos de a pie como meros espectadores pasivos de ese drama en blanco y negro en el cual la encarnación del mal no eran sólo Sendero Luminoso y el MRTA, sino todos aquellos que discrepaban con la versión oficial sobre lo ocurrido en esos años. (276)

A pesar de esto siempre existieron narrativas que cuestionaban esa historia oficial y que circulaban en ámbitos locales o familiares. Esos relatos defienden un discurso capaz de reconocer el lado traumático de la violencia en el Perú, de forzar reparaciones y responsabilidades y de darle un lugar a los muertos y desaparecidos. Ellos evidenciaron los peligros del olvido y contribuyeron a reflexionar sobre la pertinencia de mantener viva la memoria.

La producción literaria sobre el conflicto interno en Perú es constante, abundante y heterogénea en sus argumentos, características e impacto. Hay una gran multiplicidad de matices y puntos de vista, lo que muestra la diversidad ideológica de los escritores, la cual está influenciada por diversos factores, tales como la cercanía con los hechos, la clase social de procedencia, el origen étnico y los intereses, entre otros.

En cuanto a la época de publicación, la producción literaria puede dividirse en dos grandes etapas. La primera es la escrita durante la lucha armada y la segunda es la publicada después del Informe final de la CVR. La narrativa “post CVR” ha sido escrita por autores en su mayoría limeños que publicaron en prestigiosas casas editoriales novelas en las que no se detienen tanto en la guerra sino en sus consecuencias. La preocupación es la memoria, esto se debe a que tras los veinte años de terror se regresó a una relativa paz y estabilidad que permitió que desde la literatura y otras artes se reflexionara sobre ese pasado inmediato. Se escribe cuando ya se han señalado culpables y se han imputado responsabilidades. Podría decirse que está dentro del camino del perdón y la reconciliación y que lleva a cabo un trabajo de duelo y de recuperación de la memoria de los sobrevivientes. En las líneas siguientes se analizará un ejemplo de esta literatura “post CVR”6.

La hora azul
La hora azul escrita por Alonso Cueto y publicada en 2005 es una obra representativa de un extenso corpus que ha ficcionalizado desde distintas disciplinas la guerra entre Sendero Luminoso y el ejército peruano que devastó a aquel país en las últimas dos décadas del siglo pasado. Esta novela aborda el conflicto armado una vez que ha terminado, sitúa su historia en la posguerra y el peso de la narración está focalizado en la perspectiva de una víctima directa (Miriam), una indirecta que heredó el dolor de su madre pero que no vivió la violencia en carne propia (Miguel) y de un personaje que no fue víctima y que actúa como detective (Adrián).

En La hora azul se lleva a cabo un proceso de búsqueda de la memoria así como un intento por reconstruir el pasado reciente marcado por la violencia. Es importante señalar quién y desde dónde se hace esta búsqueda. El personaje que la lleva a cabo es Adrián Ormache, un prestigioso abogado de clase alta. Es decir, La hora azul utiliza un narrador homodiegético que participa en el debate sobre las marcas del conflicto interno peruano cuando ya ha pasado y lo hace desde la perspectiva de la clase alta limeña. Adrián es un personaje prototípico de la tradición literaria criolla sobre el conflicto. En la novela de Cueto,7 el acercamiento al pasado se hace desde un hombre blanco que viene de fuera, que no sólo no vivió la guerra sino que desconoce el mundo andino.

Adrián es el detective que debe investigar el pasado de su padre. En este sentido, la novela comparte varios de los rasgos del género policial.8 La diégesis se orienta a resolver un misterio que, si bien en primera instancia está relacionado con el padre, va a desembocar mucho más lejos: en las cicatrices que la contienda dejó en otra familia. El rasgo que más se acerca al policial es la estructura. Se narra de manera cronológicamente lineal, pero en ocasiones se recurre a la analepsis para abordar momentos clave en la vida de los personajes, así como a fragmentos de testimonios sobre los años de la violencia. La novela sigue el modelo clásico, comienza por el descubrimiento de un enigma y, como ya se conoce la identidad del criminal, la investigación consiste en la búsqueda de pruebas para verificar la verdad. Además de situarse dentro del marco narrativo de lo policial, la obra emplea cliffhangers,9 es decir, frases o interrogaciones que son presentadas al final de los capítulos como presagios de lo que va a suceder o cuestiones que buscan una respuesta.10 A través de esta estrategia narrativa el autor controla el ritmo de la narración y poco a poco incrementa el suspenso para terminar cada capítulo con un indicio que determina la siguiente acción y fomenta la curiosidad en el lector.

En un reencuentro con su hermano Rubén comienza la cadena de revelaciones para el personaje principal: Rubén le confiesa parte del pasado de su padre que él desconocía:

El viejo tenía que matar a los terrucos a veces. Pero no los mataba así nomás. A los hombres los mandaba trabajar… para que hablaran pues…, y a las mujeres, ya pues, a las mujeres a veces se las tiraba y ya después a veces se las daba a la tropa para que se las tiraran y después les metieran bala, esas cosas hacía. (Cueto 37)

Antes de saber esto, Adrián pensaba que su padre había sido un héroe, un hombre valiente que se había enfrentado a los senderistas, a quienes calificaba como: “un grupo organizado de homicidas” (Cueto 26). Esta postura es sintomática de las clases altas que, con prejuicios y desinformación, opinaban sobre los actores del conflicto. En particular sobre los senderistas, quienes desde su punto de vista ejercían violencia sin ningún escrúpulo. Consideraban que los soldados, por su parte, cumplían un deber; por lo tanto, se justificaban sus acciones.

En este mismo reencuentro, el protagonista se entera de algo definitivo, lo que constituye la verdadera revelación de la novela. Su hermano le dice que una mujer que había hecho prisionera su padre, se le había escapado. La confesión de Rubén se convierte en el detonador de la investigación, hace actuar a Adrián y convertirse en un detective. A partir de ese momento, se dedica a seguir pistas para saber quién era esa mujer, de nombre Miriam, y cuál era su paradero.

En la novela toda la trama está perfectamente articulada y el ritmo narrativo está marcado por las tribulaciones de Adrián en la búsqueda de la mujer violada por su padre. Para llegar a su historia, Adrián tuvo que pasar por un tortuoso recorrido a través de los crímenes cometidos contra las mujeres de la zona, en su mayoría indígenas quechua parlantes. A la serie de revelaciones que se le estaban presentando a Adrián llegó una más: cuando Miriam escapó, estaba embarazada, lo que significaba que quizá tenía un hermano. Esa posibilidad hizo que el abogado se obsesionara con encontrarla porque le aterraba un escándalo social. El lector lo acompaña en cada paso que da para averiguar dónde estaba aquella mujer y celebra cada nuevo dato concreto que lo acerca a ella. Uno de los rastros lo lleva a Huanta, donde había estado el cuartel de su padre. Esa sería la primera vez que visitara Ayacucho, lo cual resulta asombroso.

Por su desconocimiento de la lucha armada, antes de emprender el viaje busca libros sobre el tema. El hecho de que el personaje conozca el conflicto a través de un libro puede tomarse como una crítica que La hora azul hace a la ignorancia de la clase privilegiada en relación con el difícil pasado reciente. Ese sector de la sociedad, representado por Adrián, había vivido de espaldas a la realidad de su propio país que había sido arrasado por una terrible ola de violencia. Tan remoto es ese pasado que el narrador ve la necesidad de estudiarlo en libros de historia y de testimonios escritos. Hasta este momento es la única manera en la que se relaciona con él.

A pesar de que permanece poco tiempo en la otrora zona de enfrentamientos y habla apenas con un puñado de gente, el viaje es definitivo para que abra los ojos. La experiencia le sirve para conocer una realidad que había permanecido invisible para él hasta ese momento. Toma consciencia de que la distancia que lo separa de las víctimas es enorme. Sin embargo, no puede obviarse que a pesar de que su paso por Ayacucho ayuda al protagonista, su mirada al mundo andino es superflua, se nota un exceso de descripciones en lo que ve pero, al mismo tiempo, hay una simplificación del conflicto.

Una vez en Lima, y gracias a que obtiene pistas más sólidas, consigue, finalmente, localizar a Miriam en una peluquería de Huanta Dos, un barrio de inmigrantes ayacuchanos en San Juan de Lurigancho, en la periferia capitalina. Este barrio es la prueba de dos de las mayores consecuencias de la guerra: los desplazados y la migración forzada, cuyos efectos cambiaron el espacio y paisaje limeño.11 Adrián resulta ser un buen detective porque, sin olvidar que contaba con los medios, los contactos y el personal necesario para facilitarle el camino de la investigación, tiene un interés genuino en descifrar este enigma de manera personal, desea resolver un vacío en el pasado y situarse en él.

Miriam y Adrián se reúnen varias veces, él intenta obtener información sobre el pasado de su padre y de su país, es decir se posiciona frente a la victima casi obligándola a hablar. Defiende la idea de que hacerlo le servirá también para sanar sus heridas. Esta actitud recuerda a la propuesta de Paul Ricoeur sobre la existencia de un deber de memoria. Sin embargo, Miriam no desea hacerlo, no comprende por qué debe recordar un pasado que le hace daño. Aunque sabe que tiene derecho a que su historia se conozca también sabe que puede optar por no hablar, por eso da respuestas lacónicas. Adrián escucha con atención la voz de una mujer que había sido secuestrada, violada y a quien le habían asesinado a toda su familia, una sobreviviente que cuenta su historia, su lamentable pasado y los rastros de la guerra que se habían quedado en ella.

El abogado cree que hablar le hará bien a Miriam, piensa que quizá los recuerdos puedan reconfortar, pero él no sabe, y no va a saber nunca, lo que es vivir un evento doloroso y violento. El único duelo que hasta el momento había vivido era el derivado de la muerte de su madre y los recuerdos que guardaba de ella sólo podían ser dulces, por eso le daban consuelo. Durante ese duelo él mismo había dicho que: “sabía que estaba escalando aún la pendiente del dolor. Bordear una serie de acantilados, esperar llegar a la cima y sólo entonces iniciar el alivio de la bajada, recuperar la tranquilidad del llano, yo lo veía así, la metáfora geográfica me ayudaba, era cuestión de seguir escalando hasta que llegara el descenso” (Cueto 56). Es decir, él sabe que el descenso llegaría en algún momento y que eso significaría el fin del suplicio. Por este motivo la metáfora sólo sirve para su duelo personal, a las víctimas del conflicto no les funciona. Ellos, como Miriam, siguen escalando esa pendiente porque la tristeza por sus muertos y desaparecidos no los deja llegar a la cima y mucho menos iniciar el descenso. Su proceso de duelo es inacabado, el ciclo no puede cerrarse. Miriam no puede superar el pasado porque, si bien, como afirma Víctor Vich, en un proceso de duelo –como asimilación del trauma para salir del dolor– “siempre habrá algo que nunca podrá saldarse” también “servirá para poder articular la pérdida de una manera productiva e intentar dotar al futuro de nuevos sentidos” (Poéticas del duelo 289). Por eso recordar le causa tanto dolor y en ella no hay lugar para el olvido.

El sinuoso camino que Miriam, de apenas diecisiete años, recorrió no acabó cuando se fugó del cuartel, debía seguir huyendo de los militares, dejó su pueblo y se fue a Lima a intentar seguir con su vida. Las marcas más dolorosas que le quedaron eran sus vacíos, sus muertos y desaparecidos, porque tenía otra visible pero grata, su hijo Miguel, quien fue su más grande asidero para seguir viviendo.

Miriam es un personaje poco diáfano, no se sabe con certeza qué piensa ni los secretos que oculta. A pesar de que puede rescatarse la tenacidad en el intento de descifrarla y conectar con ella, el protagonista es sincero y acepta que no va a haber una comprensión absoluta. Miriam representa un mundo totalmente diferente al suyo y ayuda al protagonista a conocer el pasado reciente tanto de su padre como del país. Para ella lo más importante es su hijo Miguel, después de una experiencia como la que había vivido, lo único que pide es que él pueda vivir sin tristezas, y que no tenga esos silencios largos como ella (Cueto 251).

Miriam, que había permanecido tanto tiempo en silencio, sabe que eso no le haría bien a Miguel y que no le correspondía; el dolor era de ella y tenía que cargarlo sola. Miriam está llena de miedo por el futuro de su hijo, ya no teme al pasado porque no puede cambiarlo, como tampoco su propio futuro. Le preocupa que Miguel no hable con nadie. Parece culparse, como si las cicatrices que la guerra había dejado en ella le hubieran impedido ser feliz y, por lo tanto, le hubieran imposibilitado enseñarle a su hijo a serlo. En ese sentido, piensa que para el niño el olvido sería lo mejor, si hubiera sido posible borrarle todos los recuerdos de la cabeza lo habría hecho:

Yo quisiera que no se acuerde de mí, que yo no esté allí para contarle todo lo que pasó con sus abuelos. Ya él no debe pensar en eso. Él no debe pensar que a sus tíos y abuelos los mataron, que yo estuve en Huanta con la guerra y todo lo que pasó con mis papás. Tiene que estar en otro sitio. Él tiene que sentir que puede vivir, ¿no crees que eso es lo que le puede dar una madre a su hijo, no es lo único, o sea no es eso, convencerlo de que vale la pena seguir vivo, pensar que le van a pasar cosas buenas, que él piense que le pueden pasar cosas buenas? (Cueto 252)

Miriam desea algo imposible. Se sabe incapaz de transmitir optimismo a su hijo, porque no cree en un futuro de tranquilidad y paz para ella misma; no puede ser un modelo para Miguel, quien siempre había visto triste a su madre, aceptando y repitiendo que es difícil tener esperanza cuando se tienen tantas pérdidas. Después del tiempo transcurrido –aproximadamente catorce años– Miriam acepta que no siente rencor, incluso acepta que ya ha perdonado a su captor, pero siente cansancio de extrañar a su familia, de no saber dónde estaban. Su manera de expresarse, enfatizando y repitiendo palabras refleja que estaba destrozada, que el sufrimiento era muy intenso y el peso del pasado era demasiado para ella. La ausencia de su familia la había ido consumiendo.

Se ha dicho que la novela reconstruye la memoria desde un mundo blanco. No obstante, La hora azul, aunque narrada desde la óptica de Adrián, sí procura incluir el punto de vista de las víctimas mestizas. En una época en la que la guerra ha pasado las hace visibles porque para muchos no existían.12 Este carácter es coherente con todo el planteamiento de la obra, su intención es ver el conflicto desde la perspectiva de un hombre de clase alta que había pasado su vida ignorándolo.

La novela propone la posibilidad de la superación del trauma del pasado reciente; el leitmotiv propuesto en La hora azul es la reconciliación. Como ejemplo está la aseveración de Miriam de que, si bien había llegado a odiar al señor Ormache, el hombre que le había hecho tanto daño, ya no sentía rencor. El hecho de que la víctima pueda perdonar a su verdugo es el más claro ejemplo de que una reconciliación es posible y de que en La hora azul se realiza un esfuerzo: “para producir una representación donde las heridas puedan sanarse y donde el lugar para construir la reconciliación nacional quede por fin instaurado” (Vich, “Violencia, culpa y repetición” 241).

La novela de Cueto plantea la reconciliación como algo positivo, no asociada con el silencio y el olvido. Es más, sugiere que quienes callan y buscan a toda costa el olvido sufren mucho. A lo largo del relato se percibe el deseo de olvidar por parte de varios personajes, entre ellos Miriam. Ella es una sobreviviente que no entiende cuál es el objetivo de volver constantemente a un recuerdo que hace daño.13 Pese a que en apariencia perdona a su agresor, no puede deshacerse del dolor que le causó. En cambio Miguel sí puede dejar el pasado atrás. Entonces La hora azul propone que la reconciliación es viable pero no entre los actores directos (Miriam y Ormache), sino entre las generaciones siguientes (Adrián y Miguel) como un acto simbólico. Además no plantea que la reconciliación será fácil o completa, sino un proceso complejo.

En cuanto al manejo de la memoria que propone la novela se acerca a lo que se conoce como posmemoria. Para Marianne Hirsch la posmemoria14 se refiere al vínculo que guarda una generación con un hecho traumático del pasado, del cual no fue víctima ni cómplice porque precedió a su nacimiento. Sin embargo, el hecho se transmite a ella de manera profunda a través de otros. De este modo, el pasado violento no se sufre pero sí moldea el presente, el carácter, la vida de la persona. Hay una mediación necesaria entre el hecho histórico en sí mismo y la representación de éste que lleva a cabo el descendiente porque no la ha vivido de manera directa y sólo lo conoce por las historias, los recuerdos y los comportamientos de los familiares o personas con las que ha crecido. Es una memoria afectiva porque el evento suele conocerse a través de alguien con quien hay un lazo de aprecio, aunque Hirsch precisa que no se circunscribe a lazos familiares ni a víctimas. Puede haber transmisión de una memoria traumática de un victimario o agresor a un escucha que no esté vinculado familiarmente con él:

Descendants of survivors (of victims as well as of perpetrators) of massive traumatic events connect so deeply to the previous generation’s remembrances of the past that they need to call that connection memory and thus that, in certain extreme circumstances, memory can be transmitted to those who were not actually there to live an event. (“The Generation of Postmemory” 105-6)

Las huellas de ese pasado doloroso permanecen vigentes y se perpetúan gracias a lo que Hirsch llama transmisión transgeneracional del trauma, en la que los testimonios, la museología, los monumentos, la historia oral, la literatura, la fotografía y el cine desempeñan un papel fundamental. Comento aquí, aunque sólo someramente, el concepto de posmemoria, porque a pesar de que la autora se refiere en particular a la forma en que los hijos del holocausto recibieron y transmitieron el trauma, ese “dolor de los demás” como lo llama Susan Sontag, puede entenderse en relación con otras experiencias, como por ejemplo en el presente caso de estudio, la generación que creció en la posguerra peruana. En este sentido, La hora azul comparte elementos que merecen ser señalados. En la novela los representantes de la segunda generación no pueden ser más distintos entre sí, están separados por un abismo de edad y de clase: Adrián es hijo de un verdugo y Miguel de una víctima.

Hirsch habla de memorias que preceden el nacimiento o la conciencia (“The Generation of Postmemory” 107). Tal es el caso de Adrián Ormache, quien vivió durante la guerra siendo apenas un niño en Lima y no tuvo conciencia de ella sino años después. En ese momento no podía informarse acerca del conflicto armado y sus padres, que eran los encargados de hacerlo, simplemente lo ignoraron, como tantos otros representantes de las clases altas a quienes el conflicto no les afectaba y, por lo tanto, lo ocultaban.

El personaje en el que se ve más claramente la posmemoria es Miguel, su vida está totalmente influida por el trauma sufrido por su madre. La guerra sucedió antes de que él naciera pero él mismo es una consecuencia que tuvo esa guerra para Miriam. Pese a que no la experimentó, sí moldeó el carácter de Miguel y su forma de vida; el niño siente los efectos del conflicto bélico a través del comportamiento de su madre, más que por lo que ella le cuenta.

Conclusiones
La hora azul muestra que el conflicto armado marcó a casi todos los sectores de la sociedad, directa o indirectamente, incluso a quienes, como Adrián, nunca se lo habían imaginado. Por esa razón ofrece la oportunidad de que todos participen en la reevaluación del pasado peruano reciente. Asimismo, evidencia la crueldad de una guerra, las heridas que permanecen abiertas y que las agresiones cometidas por uno y otro bando son imborrables, por lo que sus marcas quedaron tanto en víctimas como en victimarios. La novela pone de manifiesto que la guerra no es un evento del pasado, pues sigue teniendo consecuencias para los personajes.

No es lo mismo ser una víctima como Miriam que alguien que no tuvo el menor contacto con la guerra, como Adrián. En estos dos casos tan distintos ¿cómo se relacionan los personajes con el pasado violento? Miriam, aunque desea olvidarlo, debe afrontar sus recuerdos dolorosos. Hablar al respecto podría ayudarla a procesar mejor lo acontecido, pero no sabe cómo lograrlo. Adrián es quien la impulsa y por medio de esa narración se lleva a cabo un proceso de desahogo, si bien no se logra una restauración simbólica del daño sufrido. Por su parte, el protagonista se enfrenta al pasado y toma conciencia de la sociedad en la que había vivido sin reconocer su pasado violento.

La hora azul es un ejemplo de literatura peruana post CVR que no oculta su apuesta por la reconciliación a pesar de que la sociedad esté profundamente fragmentada. Es una novela en la que se lleva a cabo una búsqueda y reconstrucción de un pasado marcado por la violencia.

Obras citadas
Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2000.

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Notas
1 Maurice Halbwachs acuña el concepto de memoria colectiva en 1925 (véase Los marcos sociales de la memoria) para designar los modos en que la memoria es compartida y reproducida socialmente. No se trata de una simple suma de las memorias individuales, sino de un proceso de representación, apropiación y resignificación de ellas. Esta memoria está alimentada en buena medida por relatos que elaboran y tematizan de manera creativa no sólo lo que realmente ocurrió, sino el contexto y las preocupaciones de los recordantes y sus entornos en el presente.

2 El terrible escenario de devastación y sufrimiento masivo durante la Primera Guerra Mundial conduce al psicoanálisis a reexaminar la neurosis traumática a la luz de la experiencia de los soldados. Es la época en que Freud publica Duelo y melancolía (1917). El médico austriaco concibe el trabajo de duelo en tres etapas: recordar, repetir, elaborar, que conducen a una integración de lo perdido en la propia vida de una manera positiva y liberadora. El caso contrario ˗es decir el de una experiencia de pérdida que no se elabora a través de un trabajo de duelo˗ conduce a la melancolía: el sujeto se identifica con el objeto perdido, lo introyecta y se niega a reconocer y aceptar la pérdida.

3 Karl Kohut señala que “en tanto que cada memoria individual forma parte de la memoria colectiva, cada hombre influye en ella, aunque sea de manera mínima. El influjo de los escritores y poetas, por el contrario, es mucho más grande y visible según el impacto de sus obras. En este sentido podríamos decir que son trabajadores de la memoria” (12).

4 Las cifras son extraídas del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Anexo 2: Estimación del total de víctimas. Está disponible en línea en el siguiente enlace: www.cverdad.org.pe

5 El artículo primero otorgaba una amnistía general al personal militar, policial o civil, cualquiera que fuera su situación, que se encontrara denunciado, investigado, encausado, procesado, o condenado por delitos comunes y militares, en los fueros común o privado, respectivamente, por todos los hechos derivados u originados con ocasión o como consecuencia de la lucha contra el terrorismo y que pudieran haber sido cometidos en forma individual o en grupo entre mayo de 1980 y el 15 de junio de 1995. Esta ley quería borrarlo todo, olvidar sin castigar a los culpables.

6 Cabe destacar que el campo literario peruano está profundamente divido entre los escritores limeños o cosmopolitas (aquellos que viven fuera del país) y los andinos. La llamada literatura post CVR que aborda el conflicto armado una vez que se publicó el Informe en 2003 está escrita en su mayoría por autores del primer grupo. Como se ha mencionado, son escritores que publican en grandes casas editoriales y que han recibido premios internacionales; por ejemplo Alonso Cueto ganó el Herralde en 2005 por La hora azul; Santiago Roncagliolo ganó el Alfaguara en 2006 por Abril Rojo; Iván Thays fue finalista del Herralde en 2008 por Un lugar llamado Oreja de perro y años antes, en 1993, Mario Vargas Llosa ganó el Planeta por Lituma en los Andes. La característica común que comparten estas novelas es que abordan el conflicto desde una perspectiva de fuera, es decir, los personajes que dan cuenta de él no son de la zona andina, por lo que no logran comprenderlo y hay una tendencia a simplificarlo como un problema exclusivo de la comunidad indígena. El hecho de que se hayan concedido tres de los premios literarios más importantes en lengua española a obras que abordan la guerra peruana, puede interpretarse como una necesidad de reconocer que la reconciliación es posible y que el pasado está superado. En ese sentido hay un uso político y, sobre todo, mercantil de la memoria, como si al aceptarse dentro del campo cultural, el conflicto ya no necesitara más reflexión y simplemente se tomara como un tema recurrente en el panorama editorial. En cambio, en la literatura andina, que se publica en pequeñas editoriales y no suele circular fuera de Perú, la forma de abordar el conflicto es muy distinta, es más crítica. En ella se plantean los motivos históricos, políticos, económicos y sociales que posibilitaron que se desatara la guerra senderista. Además insinúan que dichas condiciones no han cambiado y todavía hay muchas víctimas que no han encontrado justicia, por lo que el conflicto no puede darse por terminado.

7 Al igual que en obras como Lituma en los Andes, Abril Rojo o Un lugar llamado Oreja de Perro. Ormache, el cabo Lituma, Félix Chacaltana y el periodista limeño de Thays comparten estas características.

8 El mismo Cueto ha señalado la afinidad de su novela con la narrativa detectivesca: “A mí me interesaba eso porque creo que la novela policial lo que hace, de una u otra manera, es plantear la historia como una búsqueda de la verdad. Es decir, vamos a ver la verdad que se encuentra en los datos que hay. Y en los datos hay una serie de pistas, de señales. Hay que interpretar esas señales para llegar a la verdad. En el fondo es un ejercicio intelectual” (“Lo fundamental”).

9 Los cliffhangers se usan en cine y televisión, son escenas al final de cada capítulo que crean suspenso con el fin de mantener interesada a la audiencia.

10 Algunos ejemplos: “Y esa imagen creo que marcó el inicio de todo lo que iba a ocurrir desde ese día”; “¿Tenía yo un hermanito creciendo con ella en ese chiquero donde la había visto?” y “En ese momento sonó el teléfono” (Cueto 56, 110 y 151).

11 Al inicio del conflicto la población Limeña era de 4.8 millones de habitantes, para 1993 había llegado a 6.4 millones. Otras ciudades en las que los pobladores de la zona de conflicto buscaron refugio fueron Huancayo, Ica y Cusco.

12 Adrián señala que: “Todos ellos habían existido, habían respirado bajo el cielo que me cubría, habían estado tan cerca. Y ahora ya casi nadie sabía de ellos. No existían. No eran nada. Su recuerdo era un enorme silencio en un camino de montañas. Iban a ser recordados un tiempo por una poca gente de su lado. Del otro lado, la gente del otro lado” (Cueto 273).

13 Esta idea nos remite a la propuesta de Todorov sobre el abuso de la memoria.

14 Marianne Hirsch (hija de judíos rumanos emigrados a Estados Unidos a principios de la década de 1960) buscó un término para explicar otro tipo de memoria, la heredada. En su texto Family Frames: Photography, Narrative, and Postmemory, de 1997, define a la posmemoria de la siguiente manera: “Postmemory characterizes the experience of those who grow up dominated by narratives that preceded their birth, whose own belated stories are evacuated by the stories of the previous generation shaped by traumatic events that can be neither understood nor recreated” (22).