El cuidado de la palabra en tiempos de violencia expresiva. Reflexiones sobre los filólogos populares de América Latina y sus prácticas de acción cultural

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Rafael Mondragón*
Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

 

El presente texto se apoya en las reflexiones de Paulo Freire, Reinaldo Laddaga, el colectivo Periodistas de a Pie y Ricardo Falla para pensar la aparición de una “cultura emergente de las artes” que se propone la restauración del tejido social a partir de un conjunto de prácticas que Freire caracterizó como “acciones culturales”. Nos interesan especialmente los proyectos de acción cultural que buscan la formación de “comunidades experimentales” a través de la circulación y construcción de lenguajes comunes, la escucha colectiva de experiencias, la elaboración de registros y la discusión, transcripción y re-figuración de narrativas. En el presente texto le damos el nombre de "filologías populares" a dichas prácticas de acción cultural que parten de recuerdos acerca de la violencia, pero se vinculan con el compromiso de transformarla y la forma de hablar de la misma.

 


Para Diana del Ángel, del colectivo El Rostro de Julio,
quien junto a sus compañeras ha recibido el encargo
de relatar la historia de Julio César Mondragón.

Así, tomo notas de lo que más duele; que es lo que más se quiere.
(Beristain, 2012)

En la presente investigación nos proponemos trazar una constelación intelectual que atraviesa disciplinas, regiones y espacios sociales dentro del ámbito latinoamericano. Desde hace algunas décadas, dicha constelación ha puesto en especial relación campos cuya cercanía parecería improbable: las discusiones sobre el problema de la organización y la construcción de “poder popular” emanadas de la pedagogía popular y la teología de la liberación, que son el sustrato de distintas formas de cultura participativa radical desarrollada a partir de los años 70; las prácticas testimoniales, de lucha por los derechos humanos y de cuidado de la palabra que emergieron en Guatemala en el intento de responder a la violencia genocida, para luego expandirse por México y Centroamérica; y algunas discusiones del arte contemporáneo latinoamericano que en épocas más recientes han decidido pensar la relación entre procesos estéticos y procesos comunitarios.

A través de un acercamiento que pregunta por la historia de algunas ideas estéticas, daremos cuenta de algunos planteamientos con los que ciertos procesos estéticos y comunitarios que pertenecen a una cultura emergente de las artes, abordada por Laddaga en Estética de la emergencia (Laddaga, 2006), han respondido a la violencia extrema vivida en México y América Latina en los últimos años, al tiempo que mostraremos la insólita contribución a dicha cultura de un conjunto de prácticas estéticas inventadas por colectivos de derechos humanos que no tienen interés en pertenecer al campo artístico consolidado. Nuestra reconstrucción tiene su eje en la caracterización de la “acción cultural”, una vieja categoría de Paulo Freire que nos parece de enorme pertinencia para pensar algunos de los procesos estéticos y sociales del presente más reciente. En este texto pondremos especial atención en un conjunto de acciones culturales que tienen por objeto el cuidado de la palabra: por ello, hablaremos de “filologías populares”, es decir, de prácticas de cuidado de la palabra inventadas por sujetos y colectivos que desarrollan sus labores en espacios de confluencia entre la academia, la acción social y la producción artística, y han decidido que para enfrentar la violencia es necesario colaborar en proyectos que permitan la circulación de la palabra, la escucha colectiva de experiencias, la elaboración de registros, la construcción de lenguajes, la formación de “comunidades experimentales”, así como la discusión, transcripción y re-figuración de narrativas.

Como ya hemos adelantado, la constelación intelectual que presentaremos tiene en común la pregunta por la transformación de la palabra en tiempos de “violencia expresiva”; la pregunta por cómo se hace para recuperar, narrar y transmitir las experiencias de dignidad, organización y resistencia que parecen volverse invisibles por la imposición del terror en las víctimas y los sobrevivientes; la búsqueda para la construcción de un lenguaje que dé acogida a dichas experiencias, y pueda enfrentar las estrategias aterrorizantes con que hoy distintos poderes quieren ganar la guerra en los corazones de las comunidades y de los sujetos que se resisten a la violencia.

Ante el lenguaje del terror: prácticas prefigurativas de la palabra y apuestas por la construcción de lo común
Como ocurre en todo trabajo de reconstrucción histórica, el presente artículo nació de un conjunto de interpelaciones del presente que han llevado a elaborar preguntas específicas sobre nuestro pasado. Como símbolo de dichas preocupaciones podríamos proponer el año 2012, cuando el colectivo Periodistas de a Pie publicó en la editorial oaxaqueña Sur+ el libro Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte.1 Dicho libro tuvo una importancia excepcional, pues visibilizó las reflexiones de un conjunto de periodistas que se habían dedicado en los años anteriores a contar la violencia desatada en México a partir de la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Como explican Marcela Turati y Daniela Rea en el prólogo con que se da inicio al libro, el experimento nació como reacción ante el horror que “se volvió condición del país”, lo mismo que ante lo que ellas llaman “el lenguaje ‘estilizado’ del asesinato”, que construyó un registro desde el que era natural hablar del horror y denunciar los excesos de la guerra (Turati y Rea, 2012: 7).

En aquel tiempo, el diagnóstico de las Periodistas de a Pie sobre las consecuencias de la violencia en la construcción de ese lenguaje arrojó una clave inédita para pensar los vínculos entre lenguaje y terror. Por eso, Entre las cenizas fue leído por un conjunto amplísimo de personas más allá del ámbito propiamente periodístico. Unos y otros se dieron cuenta de que las Periodistas de a Pie estaban denunciando las formas de narrar la violencia que ayudaban a la producción de la parálisis y la desesperanza, fortaleciendo los procesos aterrorizantes que trataban de denunciar. Retomando una idea de Eugen Rosenstock-Huessy, Rabinovich señala que la palabra estaba enferma y era necesario curarla si las personas que se resistían a la violencia querían avanzar en la construcción de la justicia y la paz.2 Los códigos del relato usuales en el periodismo reproducían y ampliaban el efecto del terror que los perpetradores habían intentado construir en los testigos directos e indirectos de la violencia. Por ello, si se quería combatir el horror, era necesario aprender a contar los sucesos violentos de otra manera. Para decirlo en palabras de las autoras, era necesario “ensayar o tal vez […] construir un periodismo de esperanza, de exploración de lo posible, de construcción de paz […], que provoque la indignación y que invite a la acción. Que encuentre y cuente las historias de personas que, manejando su miedo, esbozan una respuesta a la pregunta que nos persigue: ¿qué podemos hacer?” (Turati y Rea, 2012: 7-8).

De esa manera, Turati y Rea entraron –quizá sin saberlo– en una amplia discusión que lleva varias décadas en nuestro continente y en cuyo marco se interroga por el funcionamiento del miedo y el terror en cuanto herramientas políticas de de-subjetivación de los grupos en lucha; discusión que se pregunta por la recuperación de la experiencia de esa lucha en cuanto condición de posibilidad ineludible para la creación de una cierta capacidad colectiva para actuar en la historia, así como por la organización de un arte de contar con compasión que logre enfrentar el terror por medio de la visibilización de lo que el terror ha invisibilizado. “No sólo nos arrebataron a nuestros hijos”, denunció algunos años más tarde la madre de uno de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, “también nos arrebataron la posibilidad de llorarlos”.3 Dicha posibilidad se relaciona con la construcción de un ámbito simbólico desde el cual se puede recordar y transmitir el sentido que tuvo la vida de esos hijos más allá de los registros revictimizantes de la víctima desaparecida o asesinada. O, como dicen Turati y Rea en el libro citado:

Nuestro punto de partida fue que esta guerra no merece ser contada sólo desde la sangre, desde la brutalidad, desde el sinsentido de los asesinos uniformados y no uniformados. Merece ser contada desde la dignidad de los sobrevivientes, desde las costuras invisibles del amor que se asoman entre las ruinas, desde las personas sanadoras de almas, desde quienes se hicieron escuchar cuando salieron a las calles a gritar su verdad en público, desde las que se organizan con la inquietud de hacer algo. (Turati y Rea, 2012: 9)

Las narraciones de las Periodistas de a Pie buscan convocar a una comunidad que se construye en el acto cotidiano de la escucha y la recreación de la palabra, y que fortalece su hacer en el momento cotidiano de contar. De esa manera, las narraciones intentan abrir un espacio para la organización y se proponen como propedéutica contra el terror. Como dijo Daniela Rea en una reunión reciente, lo fundamental del trabajo de las Periodistas de a Pie no consiste sólo en el texto que se produce, sino también en el tipo de dinámicas que se construyen cuando sus textos se comparten. La práctica de la escritura, que incluye la investigación periodística y la recopilación de testimonios, está orientada a la construcción de pequeños espacios de convivencia en donde la lectura solitaria o colectiva, y el acto de compartir y debatir, ayudará a construir lo que Reinaldo Laddaga llamaría “modos de vida social artificial”, en el sentido de que permitirá que gente que no siempre se reúne pueda encontrarse; para que sí se reúne pueda hablar de cosas de las que usualmente no hablan, o hacerlo en un registro distinto al que usualmente utilizan; para que, durante breves instantes, se entable un tipo de relaciones que serían improbables si los participantes no hubieran sido convocados a ese juego colectivo de la escucha, la palabra, la lectura y la escritura (Laddaga, 2006: 15).

En el espacio y el tiempo limitados en que acontecen esos juegos emerge lo que Laddaga llamaría una “comunidad experimental”, que se constituye en interrogación práctica sobre “la substancia y la significación de la comunidad”; una exploración sobre “qué cosa es la comunidad, qué cosa ha sido, qué cosa podría ser” (Laddaga, 2006: 9).4 En ese sentido, dichas prácticas colectivas de investigación, redacción y difusión intentan activar una magia parcial, que acontece en límites temporales y espaciales precisos. Una crónica periodística no cambia el mundo; sin embargo, los momentos de convivencia convocados por la crónica ayudan a vivir por breves instantes otro mundo adentro de nuestro mundo.5

Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte ilumina distintas formas de resistencia, en donde personas y colectividades aprenden a afrontar el dolor y construyen una cierta capacidad para sostener su vida. Como lo muestra “El pueblo que espantó al miedo”, crónica de Thelma Gómez Durán (2012) dedicada al proceso de organización en el pueblo de Cherán, un bosque no es sólo un bosque: es, él mismo, un conjunto de relaciones sociales; una historia compartida; un universo de símbolos y valores que dan sacralidad a la tierra, al tiempo que un espacio necesario para el sostenimiento material de la vida. Por eso, vale la pena defenderlo ante la acción conjunta de políticos y narcotraficantes. La narración del libro citado, que cuenta cómo la comunidad de Cherán venció el miedo y recuperó el sentido de ese bosque, permite que también los lectores construyan una pregunta por ese conjunto de relaciones sociales que ayudan al sostenimiento de la vida, cargan de valor el territorio y conforman lo que Mina Lorena Navarro (2015) llamaría el ámbito de “lo común”.

Usualmente los relatos de Entre las cenizas son exploraciones que recuperan el sentido de ciertas experiencias de transformación de un estado de cosas local: la invención de una asamblea popular (Cherán), la organización de una policía comunitaria (Guerrero), la reunión de un conjunto de mujeres que le llevan agua y alimento a los migrantes centroamericanos que viajan en La Bestia (las Patronas), etc. Detrás de esa transformación de estados de cosas locales se articula colectivamente una pregunta por cómo se construye lo común en cuanto espacio simbólico de descanso, resistencia y cuidado. Las exploraciones de las Periodistas de a Pie no sólo buscan documentar dichas experiencias: quieren provocar algo en los que las leen. En los participantes directos de las mismas, pero también en los que no las conocen. No sólo describen una acción, sino que son ellas mismas una acción que se inserta en el marco de otras acciones más allá de los textos. En ese sentido, las crónicas de las Periodistas de a Pie construyen un mecanismo que busca la articulación de lo que Laddaga llamaría “procesos de modificación de estados de cosas locales” y “de producción de ficciones, fabulaciones e imágenes”, de manera que ambos se refuerzan mutuamente (Laddaga, 2006: 8). Como ya habíamos adelantado, la intención es que contar ayude a luchar de mejor manera.

Al mismo tiempo, el libro no es sólo un libro. Va acompañado por un sitio en Internet que incluye una selección en video de las entrevistas que fueron necesarias para la redacción de cada texto, así como fotografías, textos nuevos, enlaces a sitios de organizaciones sociales, etc. Hay un intento de publicar el archivo construido por la comunidad que se convocó para la redacción del libro. La intención es que ese archivo poco a poco integre los materiales que va construyendo otra comunidad, que nace en los momentos de convivencia generados por el libro. Como ha señalado Laddaga, el objetivo es que dichas colaboraciones puedan “hacerse visibles para la colectividad que las originaba y constituirse en materiales de una interrogación sostenida, pero también circular en esa colectividad abierta que es la de los espectadores y lectores potenciales” (Laddaga, 2006: 8).6

Dijimos al principio de la presente sección que nos parece que las periodistas de Entre las cenizas estaban participando de un debate importante en la tradición latinoamericana. En las páginas que siguen presentaremos una genealogía de algunos momentos en que los investigadores latinoamericanos articulados con algunos movimientos sociales comenzaron a discutir estos asuntos y crearon estrategias en donde el luchar se alimenta del contar.

La filología popular como forma de acción cultural: herencias contemporáneas de Paulo Freire
En los últimos años de la década de 1960, el joven Paulo Freire escribió un conjunto de textos dedicados a lo que entonces llamó la problemática de la “acción cultural”. Con dicha categoría, Freire quería pensar juntas diversas manifestaciones que hoy veríamos de manera separada por pertenecer a los campos, presuntamente diferentes, de la educación, el arte y las manifestaciones simbólicas que se dan en el marco de los procesos de movilización y organización. Al mismo tiempo, con dicha categoría quería referirse a manifestaciones artísticas que hoy separaríamos por pertenecer a los campos, presuntamente diferenciados del “arte contemporáneo” y las actividades más humildes que se desarrollan en espacios como un taller de manualidades, un círculo de lectura en voz alta, una biblioteca popular o una radio comunitaria. En la perspectiva abierta por Freire, todos ellos tienen sentido porque están intentando algo parecido. La acción cultural trabaja sobre el “simbólico y ‘comprehensivo’ universo en que los hombres actúan como seres humanos” (Freire, 1969: 66). Todas ellas son actividades que refiguran el sentido común. Ayudan a transformar la manera en que los integrantes de un mundo de sentido se ven a sí mismos y ven dicho mundo, sus posibilidades y su presente, o, por el contrario, refuerzan las sensibilidades y percepciones del futuro, el pasado y el presente, así como de uno mismo, los otros y el mundo, pues “en el momento de problematizar el objeto, los actores (agentes) se problematizan a sí mismos y, de esta manera, inician un proceso de búsqueda que es un continuo desafío a su curiosidad crítica” (Freire, 1969: 66).

La manera en que Freire concibe la dimensión política de la acción cultural debe mucho a su lectura creativa del psicoanálisis y a la apropiación de algunos tópicos de la filosofía existencialista. En sus reflexiones también resuenan expresiones paradójicas del mundo religioso, como aquella de “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12: 10), que implica una revaloración de la fragilidad como espacio político que llevará en años sucesivos a una puesta en entredicho de los valores heroicos y masculinizantes de la cultura militante tradicional.

La posibilidad política abierta por la acción cultural tiene que ver con la posibilidad de recuperar el carácter problemático de la realidad. Cuando es genuinamente política, la acción cultural abre una posibilidad y permite que los seres humanos que participan de ella se descubran como seres inacabados. Ese descubrimiento sólo puede realizarse cuando el mundo, presuntamente estático, abre su sentido como mundo problemático en el marco de un proceso de reflexión dialogada y colectiva. Por ello, Freire califica a la acción cultural crítica como acción “dialógica”, y la caracteriza como una acción que abre la puerta a un conjunto de experimentos de convivencia en donde se elabora un lenguaje que permite nombrar la experiencia del mundo de manera inédita, visibilizando fragmentos de dicha experiencia que habían sido invisibilizados por la dinámica de la dominación, y elaborando una cierta capacidad práctica para hacerse cargo de la propia experiencia.

La reflexión freireana sobre la palabra se enmarca en una concepción más general sobre los procesos de organización popular y la relación de estos procesos con la historia de la especie humana. Para Freire, la “humanización” es un proceso colectivo de amplio calado relacionado con el descubrimiento de la dignidad de la vida. Dicho descubrimiento acontece a través del diálogo: encontrándose en el diálogo, los seres humanos se producen a sí mismos. En ese encuentro van construyendo una cierta capacidad de pensar y transformar la realidad. Las situaciones de dominación construyen una relación inauténtica con la palabra, en el sentido de que se puede hablar del mundo sin que ello necesariamente implique la construcción de una capacidad de hacernos cargo de aquello que hablamos. El objetivo de la acción cultural dialógica es colaborar en la construcción de condiciones para la emergencia de un sujeto histórico. Por esta razón, para el pensador brasileño la acción cultural dialógica tiene como objetivo el intento de construcción de una capacidad colectiva para hacer preguntas cada vez más ricas, creativas y profundas. En los espacios de acción cultural se elabora una cierta capacidad para decir lo que a partir de Pedagogía del oprimido (Freire, 1970) será llamado “palabra verdadera”, es decir, una palabra capaz de decir lo que sentimos y pensamos del mundo y de iluminar nuestras posibles acciones.

Por esa razón, en el pensamiento de Freire hay una relación estrecha entre hablar y hacer, que –como ya adelantamos– es tematizada a partir de la noción de “palabra verdadera”. Según el autor, “no hay palabra verdadera que no sea unión inquebrantable entre acción y reflexión y, por ende, que no sea praxis” (Freire, 1970: 103). Sin embargo, lo más común en situaciones de violencia es que exista una cierta manera de hablar de lo que nos pasa que no tiene relación necesaria con las acciones que tomamos en nuestra vida. Freire construye la noción de “palabra inauténtica” para nombrar las situaciones en donde el vínculo entre hablar y hacer ha sido destruido. En las situaciones de palabra inauténtica la relación entre pensar, hablar y hacer ha sido quebrada por la dinámica social de la dominación, de manera que la palabra se transforma “en palabrería, en mero verbalismo”, y se vuelve “una palabra hueca de la cual no se puede esperar la denuncia del mundo, dado que no hay denuncia verdadera sin compromiso de transformación, ni compromiso sin acción” (Freire, 1970: 104). Esta es la palabra enferma de la que hablábamos al inicio de nuestro texto.

Nos parece que la reflexión de las Periodistas de a Pie sobre el lenguaje estilizado del asesinato tiene muchos puntos de contacto con lo que Freire llamaba “palabra inauténtica”: ambos ayudan a entender que hay maneras de hablar de la violencia que no necesariamente ayudan a enfrentar aquello de lo que se habla; maneras que, por esa razón, terminan enfermando a quienes hablan.

En un diálogo con integrantes del Programa de Investigación sobre el Cambio Social [P.I.Ca.So.], transcrito en el libro publicado por este grupo (1995), Silvia Bleichmar habló de cómo el terror tiene una forma particular de ocultar mostrando. En los textos de Freire, ese tema está caracterizado en términos de la “cultura del silencio” que sostiene las realidades sociales de opresión. Para que la violencia pueda reproducirse, es necesario que la gente no hable de lo que le ocurre, o que hable de ello de tal manera que las palabras que nombran la propia situación participen de ese carácter alienado y alienante que define a la palabra inauténtica. Hay formas de nombrar el dolor que inmovilizan e impiden pensar. Probablemente a eso se refería la madre de uno de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, antes citada. Ello quiere decir que la construcción de espacios para la escucha problematizadora es una tarea política. Para responder a la violencia de forma organizada, firme y constante es necesario recuperar la capacidad de escuchar las experiencias propias y ajenas. Dentro del movimiento popular emanado de la pedagogía del oprimido y las comunidades eclesiales de base, la reflexión del pensador brasileño llevará en los años sucesivos al desarrollo de un conjunto de técnicas de escucha, recopilación de historias y trabajo sobre los lenguajes que se asumen a sí mismas como ayudantes indispensables en procesos de organización popular.7 También ayudará a politizar los planteamientos de psicólogos sociales que en la época de las dictaduras latinoamericanas reflexionaron sobre aspectos como la construcción de procesos de duelo alterados o la transmisión del trauma producido por la violencia de Estado.

Por esa razón, la reflexión sobre cómo construir un arte para el cuidado de la palabra ocupa un lugar importante en la parte final de la Pedagogía del oprimido que está dedicada, justamente, al problema de la organización popular (cf. Freire, 1970: cap. IV). Dicha reflexión sobre el cuidado de la palabra se aboca principalmente a una práctica de transmisión de experiencias de lucha que Freire bautiza con el nombre de “testimonio”.8 Para Freire lo que importa es explicar cómo y en qué medida el acto social de contar nuestras experiencias en el marco de un proceso de lucha puede ayudar a construir una fuerza colectiva que se mantiene en el tiempo. Por ello es fundamental fomentar su estudio, impulsar su recopilación, crear espacios colectivos en donde la gente ofrece y recibe su palabra. De hecho, para Freire no hay posibilidad de organización dialógica sin prácticas de testimonio. El rescate de la experiencia por medio de la narración es para el pensador brasileño “un elemento constitutivo de la acción revolucionaria” (Freire, 1970: 162). Y es que el acto de contar y discutir lo que se cuenta es fundamental en el proceso de descubrimiento de lo que Freire llamaba “temas generadores”, por medio de los cuales el grupo que lucha logra visibilizar sus experiencias, saberes y problemas comunes, elabora un lenguaje que le permite hablar de esos problemas y avanza en la construcción de una identidad propia que no reproduzca pasivamente los estereotipos impuestos por la cultura del opresor. Cuando Laddaga habla de proyectos que articulan modificaciones de estados locales con construcciones de narrativas, en realidad está describiendo una cultura con décadas de existencia en nuestro continente. Algo similar podríamos decir respecto de la cultura del archivo mencionada por Laddaga, que en el ámbito de la pedagogía del oprimido atañe a la sistematización de ese vocabulario generador que visibiliza experiencias, saberes e inquietudes comunes. En este sentido, podríamos señalar que en los proyectos de acción cultural nacidos de esta problemática hay también una cierta filología popular, que inventa una metodología para propiciar los espacios donde la palabra se comparte y para sistematizar el saber enunciado en dichas narraciones por medio de una labor de edición que vuelve visible lo que allí ha sido invisibilizado.

La promesa del lenguaje y el derecho a la palabra
En la presentación del segundo informe del Grupo Interamericano de Expertos Independientes sobre la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Carlos Martín Beristain dijo que “hay que cambiar la narrativa de lo que pasó porque ésta también impacta. La narrativa de lo que pasó también tiene que ver con el derecho a la palabra” (véase el posicionamiento de Beristain en Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, 2016). Con esa expresión, “derecho a la palabra”, Beristain aludía a un debate intelectual iniciado en los grupos que se dedicaron a recuperar la memoria de los sobrevivientes del genocidio guatemalteco. Ella lleva la problemática del testimonio en cuanto forma de acción cultural a un contexto específico: la acción que trata de deconstruir el sentido común del terror e iluminar la capacidad concreta que cada sujeto tiene para afrontar y consolarse, así como el saber de consolación en que los sujetos han construido dicha capacidad. Por ello, antes de entrar en materia quizá valga la pena reflexionar con mayor profundidad sobre el problema del terror, que ya ha sido tocado de manera marginal en otras secciones del presente trabajo.

En sus investigaciones sobre la violencia feminicida en Ciudad Juárez, Rita Laura Segato (2013) acuñó el concepto de “violencia expresiva” para explicar el tipo de efecto que parecía perseguir la exposición pública de los cuerpos de las mujeres asesinadas. La autora ha seguido trabajando dicho concepto en un conjunto de textos que quieren caracterizar las nuevas formas de guerra que hoy operan en América Latina y otras partes del mundo. De hecho, las reflexiones de Segato siguen una línea inaugurada por los pensadores chilenos en la época de la dictadura de Augusto Pinochet, que elaboraron reflexiones pioneras sobre el carácter pedagógico de la tortura. A decir de Segato, en la escenificación pública de la muerte y la tortura, el cuerpo de las mujeres es convertido en un bastidor en el que se inscribe un discurso ejemplificante: se advierte a otros lo que les pasará si no rinden su voluntad ante el poder, y se construye un efecto aterrorizante que impedirá responder de manera organizada y colectiva. En términos de Segato, la violencia expresiva busca infligir una derrota moral que quiebra la identidad del grupo social que recibe el daño; ayuda a educar a la sociedad en el ejercicio de la anomia y en el debilitamiento de la capacidad de empatía respecto de otros cuerpos sufrientes, es decir, a instalar el principio de la crueldad que es fundamental para que la gente aguante formas de vivir, trabajar y reproducir su existencia que son cada vez más indignas y precarias (cf. Segato, 2013 y 2014).

En este sentido, Segato (2015) ha afirmado que, en el ejercicio de dicha violencia expresiva, la sociedad entera es educada en una suerte de “pedagogía de la crueldad”.9 Para combatir el horror es, por ello, necesario, recuperar la capacidad de compasión en cuanto lugar sensible de encuentro con la vida de los otros. En dicho encuentro se construye lo que los pensadores que vienen de la lucha por los derechos humanos han llamado, siguiendo a Gandhi, “fuerza moral”: esos encuentros demuestran que es posible que la gente haga algo con el miedo.10

El informe Guatemala Nunca Más, elaborado por el Grupo de Recuperación de la Memoria Histórica de Guatemala [REMHI], en el que Beristain tuvo una participación destacada, se concibió a sí mismo, justamente, como un ejercicio de acción cultural que tenía como objeto ayudar en la reconstrucción del derecho a la palabra. La iniciativa, dicen los redactores al inicio del informe, “estaba sustentada en la convicción de que además de su impacto individual y colectivo, la violencia política le había quitado a la gente el derecho a la palabra. Durante muchos años los familiares y sobrevivientes no pudieron compartir su experiencia, dar a conocer lo sucedido ni denunciar a los responsables” (ODHAG, 1998: tomo 1, xix). Como recordó oportunamente Beristain en la presentación del informe del GIEI, ello no sólo implicaba denunciar lo que pasó, sino también contribuir a una transformación de las formas en que se cuenta lo que pasó.

La reflexión sobre el sentido de la palabra está desperdigada a lo largo de los cuatro tomos del informe REMHI. Aparece desde antes de iniciar la exposición, en el pequeño epígrafe de John Berger con que inicia el primer tomo: “La promesa es que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo, a la experiencia que lo necesitaba, que lo pedía a gritos” (ODHAG, 1998: I, xvii). Estas palabras provienen de un librito traducido en una editorial independiente española en 1986. A continuación transcribimos el texto completo de donde fueron tomadas las palabras, pues él hace explícita la posición ética desde la cual trabajaron los investigadores guatemaltecos:

Los poemas no se parecen a los cuentos, ni siquiera cuando son narrativos. Todos los cuentos tratan de batallas, de un tipo o de otro, que terminan en victoria y derrota. Todo avanza hasta el final, cuando habremos de enterarnos del desenlace.

Indiferentes al desenlace, los poemas cruzan el campo de batalla, socorriendo a los heridos, escuchando los monólogos delirantes del triunfo y del espanto. Procuran un tipo de paz. No por la hipnosis o la confianza fácil, sino por el reconocimiento y la promesa de que lo que se ha experimentado no puede desaparecer como si nunca hubiera existido. Y sin embargo, la promesa no es la de un monumento (¿quién quiere monumentos en el campo de batalla?). La promesa está en que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo, a la experiencia que lo necesitaba, que lo pedía a gritos. (Berger, 1986: 21)

La poesía, para Berger, no tiene que ver con la capacidad de hacer versos, sino con la capacidad de trabajar con una promesa que está inscrita en la naturaleza del lenguaje humano. Ella tiene que ver con su carácter compasivo. Es la promesa de atravesar el campo de batalla y socorrer a los heridos; de escuchar “los monólogos delirantes del triunfo y el espanto”, poniendo en suspenso por un instante la pregunta de la política propiamente dicha (¿quién ganó y quién perdió la guerra?) y permitiendo el reconocimiento de una experiencia de dolor vivida silenciosamente. Por ello, dicho reconocimiento tiene una dimensión reparadora y adquiere, en el informe REMHI, el carácter de un derecho.

Berger llama “poema” a dicha palabra, que invoca la promesa compasiva inscrita en la naturaleza del lenguaje mismo, reformulando los límites de lo decible en un estado dado de la sociedad y la lengua, abriéndolas así al futuro. La poesía es una palabra de paz, no porque anestesie (“por la hipnosis o la confianza fácil”), sino porque marca el inicio indispensable que podría llevar a que una sociedad dada preguntase por la justicia, es decir, por el futuro, esa dimensión de la otra política tan difícil de pensar desde el horizonte de la política propiamente dicha.

La transmisión como deber: una cadena del anuncio
¿Por qué escribimos un libro sobre masacres? Parece un esfuerzo denigrativo y negativo. ¿Para qué recordar esas crudezas y crueldades sin cuento? El testigo nos da la clave. El testimonio, salido del fondo de su memoria emocionada –“nunca lo olvidaré”–, anuncia una realidad existencialmente positiva para él: estoy vivo. Su testimonio es una buena noticia. Mientras más terrible es la narración de lo que presenció, más maravillosa es la realidad que anuncia: estoy vivo. […].

Nosotros somos sólo intermediarios del anuncio. No somos testigos inmediatos de lo que vamos a narrar. Pero hemos tenido el encargo de la suerte o de la historia, como quiera llamársele, de transmitir lo que los testigos inmediatos han visto, olido, tocado, oído, sentido, interpretado, pensado, peleado… No podemos callarlo porque ellos lo han narrado como historia maravillosa. (Falla, 1992: ii)

Las palabras que acabamos de citar fueron escritas por el antropólogo y sacerdote jesuita Ricardo Falla en un libro pionero publicado por vez primera en 1992, después de trabajar durante casi diez años en él. Las importantes investigaciones de Falla están entre las primeras en elaborar la documentación y sistematización de los procesos sociales genocidas llevados a cabo en Guatemala, y la perspectiva metodológica que emergió de sus escritos fue heredada por el informe REMHI. Asimismo, en estas investigaciones hay una importante reflexión sobre esa forma de acción cultural que es el cuidado de la palabra.11

Los testimonios recopilados por Falla no sólo tratan –de manera admirable– de establecer un hecho condenado al olvido por una situación estructural de impunidad: también quieren “transmitir lo que los testigos inmediatos han visto, olido, tocado, oído, sentido, interpretado, pensado, peleado” (Falla, 1992: ii). Por ello podríamos decir que su objeto fundamental es la vivencia. En Masacres de la selva, la reconstrucción del genocidio es enmarcada en una pregunta por la construcción del sentido. En dicha vivencia, según nos explica Falla, hay un contenido existencial que se ha vivido por sus testigos de manera positiva, dándole a la tragedia el rango sorpresivo de “historia maravillosa”. Ello quiere decir que la experiencia del dolor tiene una densidad sorprendente que la vuelve difícil de interpretar: en ella hay algo más que el daño presupuesto por el observador en el momento de entrar en contacto con la presunta “víctima”. La aclaración de este tema lleva a Falla a invertir las prácticas de escritura usuales en las ciencias sociales: todos los inicios de sección en su libro comienzan otorgando la voz a las personas que dieron testimonio al autor; a ellos le siguen la reflexión teórica, la reconstrucción historiográfica y el análisis crítico; todos esos acercamientos tienen como objetivo volver explícito el saber que los sobrevivientes elaboraron como una manera de resistir al dolor. La función autoral se transforma: el autor se vuelve catalizador y espejo refractante que “devuelve” lo escuchado; dialoga con sus testimoniantes en lugar de utilizar sus relatos como materia de estudio; hace un ejercicio de lectura cuidadosa que recupera su vocabulario, acentúa expresiones, interpreta frases, con un cuidado parecido al que otros académicos pondrían en el momento de leer un poema.

En su trabajo con los sobrevivientes del genocidio guatemalteco que lograron llegar a los campamentos de refugiados de México, Falla descubrió que había una gran necesidad de contar, y que ese contar tenía que ver con una manera de salvarse a uno mismo, al tiempo que salvaba a aquel que escuchaba: es necesario decir que, en medio de las cosas más terribles, ha sido posible sobrevivir. Recuperar esa dimensión positiva es fundamental en el proceso de des-victimización del testigo, pues ella ayuda a entender como dicho testigo logró salir del lugar en que la violencia genocida trató de ponerlo, y descubrió una fuerza que, al ser socializada, comienza a elaborarse.12

El trabajo de investigación de Ricardo Falla es descrito en los párrafos citados como si el investigador estuviera cumpliendo un “encargo”. Asimismo, la transmisión es descrita como un deber. Para cumplir dicho deber será necesario construir una metodología que permita enfrentar el problema de la transmisión de una experiencia que no fue vivida en primer lugar por el investigador. Ello exige reelaborarla. En la nota al pie número 2 de dicho texto preliminar, Falla explica ese deber en términos de una suerte de trabajo artístico, que es descrito a partir del lenguaje de los métodos histórico-críticos de análisis de la Biblia: hay que recoger fuentes y ordenarlas en un texto que propone una estructura interpretativa:

Nos parecemos al evangelista Marcos, que narró la buena nueva sin ser testigo inmediato. Como él, hemos intentado recoger cientos de testimonios y darles una estructura interpretativa. La buena noticia que proclama Marcos es, como la que estamos proclamando, “la narración inconclusa de una práctica violentamente truncada”, la historia de un judío fracasado que –sin embargo– vive en la fe de las comunidades perseguidas que creen en él. (Falla, 1992: ii-iii, n. 2)

En el texto hay una curiosa reapropiación de los métodos histórico-críticos de lectura de la Biblia. Si dichos métodos habían sido utilizados para “remontar” la tradición, accediendo de dicha manera a una imagen históricamente viable de lo que Jesús habría dicho, aquí ellos son utilizados como clave de escritura de un texto plural, polifónico, en donde el acto de la mediación queda simbolizado a partir de un conjunto de procedimientos estructurales de ordenación, clasificación y confrontación que ponen en escena el lugar desde donde el testigo interpreta. Así se conforma una suerte de ética de la ficción en cuanto reelaboración mediadora que no anula la pretensión de verdad, sino que la complejiza, al tiempo que construye una alternativa a la unidireccionalidad de la mentira, impuesta por la violencia de Estado.13

En Masacres de la selva, Falla describe en términos teológicos el efecto al que apunta su libro. Se trata de la necesidad de “conversión”, que es pensada por el autor en una perspectiva existencial. En la nota al pie número 4 de ese texto preliminar, Falla remite a la parábola del sembrador en Mateo 13: 4-23 para explicar el tipo de efecto que debería causar la lectura de un libro como el suyo:

Muchas personas, al sólo ver el título del libro, lo excluirán visceralmente, porque dirán que es bazofia ideológica pasada de moda. Otras con la primera página se sentirán repelidas y golpeadas. Otras se adentrarán en su lectura, pero los pájaros de las distracciones se llevarán la palabra. Otras se conmoverán, tal vez se convertirán y preguntarán “qué podemos hacer”. (Falla, 1992: iv)

En su descripción de dicho objeto, Falla enumera tres momentos sucesivos: conmoverse, convertirse y preguntar qué se puede hacer. El primero de dichos momentos remite a una experiencia ampliamente teorizada en la estética filosófica: en efecto, los poemas conmueven. Dicha experiencia ha sido descrita en términos básicamente pasivos. El segundo de ellos, sin embargo, puede ser sorpresivo: como ya habíamos adelantado, remite a la teología. Ese enunciado se refiere a la probabilidad: “tal vez se convertirán”. Yves Congar definía sintéticamente dicha experiencia como un “cambio del principio o principios que dirigen la orientación de nuestra vida” (Congar, 1964: 21). A decir de Congar, dicho cambio de principios va más allá del mero conocimiento intelectual o de la convicción especulativa: adquiere la forma de una experiencia profunda que hace que la propia existencia se vuelva problemática. Por ello, la conversión ha sido descrita tradicionalmente en términos de un segundo nacimiento. Lo que se recibe en dicha experiencia tiene un carácter tal que no es posible seguir viviendo como se había hecho hasta ese momento.14 De esa manera, en la reflexión metodológica preliminar de su libro, Falla va delineando una suerte de teoría literaria del testimonio con fuertes implicaciones teológicas.

Así se constituye lo que Falla llama “cadena del anuncio”, en donde el que escucha adquiere el deber de contar lo que otros dijeron, transmitiendo a su vez ese deber a aquellos que reciben la palabra. De esa manera, la comunidad experimental construida por las prácticas testimoniales ayuda a refundar la capacidad de encontrarse de humanidad a humanidad que parecía haber sido clausurada por los efectos del terror en las subjetividades y los lenguajes. La buena noticia de que es posible sobrevivir al dolor estructura una fe que transforma al testigo mismo y toca a aquellos que se ven interpelados por dicho testimonio. El testimonio tiene, por ello, el deber de denunciar lo terrible, pero también de anunciar lo que parece imposible: que la vida puede cuidarse; que la gente puede reconstruir su dignidad y los grupos pueden construir fuerza social que permita enfrentar el terror y construir sueños de otros mundos posibles. La dialéctica entre “denuncia y anuncio”, teorizada por Paulo Freire y recuperada por Gustavo Gutiérrez, lleva en Falla a una suerte de escatología de la experiencia de los sobrevivientes, que señala los momentos de “eternidad” que atraviesan el “tiempo” de la vida individual y colectiva, y pueden reorientar la lógica de la muerte hacia la posibilidad de la vida: las pequeñas prácticas individuales y colectivas que llevan a la recuperación del sentido en medio del dolor y conforman un abanico de las diversas formas de resistencia construidas para afrontar las diversas formas de guerra cuya lógica describe el libro.15


Obras citadas
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Notas
* Agradezco a la DGAPA-UNAM el apoyo que brindó al proyecto PAPIIT IN 402615, “Memorial cultural y culturas de rememoración”, en cuyo marco realicé la investigación para el presente trabajo.

1 Aunque el colectivo Periodistas de a Pie está integrado por hombres y mujeres, en este texto utilizamos preferentemente el feminino "las Periodistas de a Pie" para hacer evidente una cierta mirada que, desde la feministización de la política, pone en entredicho los valores heroicos y masculinizantes propios de la cultura militante tradicional. Ello significa una cierta manera de acercarse al problema del dolor social que parte de la vulnerabilidad compartida como espacio para la construcción de una fuerza política desde la cual enfrentar al poder.

2Sobre este tema, véase Rabinovich (2012).

3 El posicionamiento puede escucharse en la rueda de prensa del 6 de septiembre de 2015 en el Centro Miguel Agustín Pro Juárez en donde los padres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa se posicionaron ante el primer informe del GIEI (véase Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, 2015).

4 Las últimas dos frases de nuestra cita fueron tomadas por Laddaga de la obra de Raymond Williams.

5 Podríamos decir, siguiendo a Inclán, Millán y Linsalata (2012: 31), que el espacio abierto por este tipo de prácticas y juegos tiene un valor prefigurativo: anuncia la posibilidad de un conjunto de relaciones sociales diferentes a las de nuestro mundo. En ellas emerge el mundo de la vida cualitativo y concreto que la teoría crítica ha descrito con el nombre de “valor de uso”. Se trata de un espacio en donde emerge la posibilidad de encontrarse cara a cara, cuerpo a cuerpo e historia a historia, y en donde se puede construir una pregunta respecto de la propia humanidad y la humanidad de los otros, sobre lo que es legítimo hacerle a un ser humano y lo que no es legítimo.

6 El sitio del libro es <http://entrelascenizas.periodistasdeapie.org.mx>. El grupo involucrado en este libro ya había explorado antes este formato en el libro-altar construido en memoria de los 72 migrantes de San Fernando. Véase Guillermoprieto (coord.), 2011, y el sitio <http://72migrantes.com/>.

7 Entre los muchos teóricos que escribieron al respecto cabría mencionar la obra pionera de Mario Kaplún y los trabajos de comunicación popular emprendidos por Daniel Prieto Castillo, Arturo Andrés Roig y un largo etcétera de investigadores agrupados en el Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina en Ecuador (CIESPAL).

8 En los estudios literarios latinoamericanos, dicha problemática adquirió legitimidad en 1992, cuando John Beverley editó un importante dossier en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana llamado “La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad”, que recoge los textos más importantes en torno del debate sobre el testimonio iniciado por Beverley en su libro de 1987, Del “Lazarillo” al sandinismo (una excelente revisión sobre este debate puede leerse en Gema Palazón, Memoria y escrituras de Nicaragua. Cultura y discurso testimonial en la revolución sandinista). Sin embargo, los planteamientos de Beverley se nutrían de una rica reflexión colectiva iniciada en el movimiento sandinista e inspirada en los planteamientos de Freire y otros continuadores suyos como Orlando Fals Borda y Augusto Boal. El olvido de dicho sustrato ha llevado a la mayoría de los filólogos que aún se preocupan por el fenómeno del testimonio a privilegiar una visión excesivamente formalista del mismo, como si lo más importante fuera señalar con precisión cuántas instancias autorales intervienen en el proceso de elaboración de textos que a primera vista parecen auténticos, llevando algunas veces a una cierta reificación del papel del editor como conciencia autoral de un texto, desactivando así la fuerza ética que dio vida desde los años 70 a esta práctica de producción textual.

9 Segato acuñó el concepto “pedagogía de la crueldad” en su libro La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013: 15), cuya primera edición es de 2006.

10 Sobre la categoría de “fuerza moral”, véase Ameglio (2002: cap. V).

11 Ricardo Falla fue pionero en elaborar investigaciones sobre la naturaleza del genocidio guatemalteco. Su amplia ponencia “Genocidio en Guatemala”, de 1983, fue básica para que el Tribunal Permanente de los Pueblos calificara como genocidio lo que en aquel entonces estaba sucediendo. Asimismo, su acompañamiento pastoral de las Comunidades de Población en Resistencia desde 1982 le permitió documentar los hechos acontecidos en el Ixcán a un grado poco común entre los investigadores de la violencia de Estado.

12 En el párrafo que citamos arriba hay delicadas resonancias teológicas: el testimonio es portador de una “buena noticia” y la palabra que cuenta es una luz que brilla en las tinieblas más oscuras, una luz que las tinieblas no logran apagar, de manera parecida a como ocurre en el prólogo al Evangelio de Juan.

13 Sobre este tema me parece indispensable el breve texto de Rabinovich (2007).

14 En su análisis de dicha situación existencial, Congar resalta la relación entre conversión y testimonio: “el testigo tiene el sentimiento de ser requerido por la verdad de tal manera que llegaría a comprometerse, aunque le cueste, para mantener una afirmación, en la cual el hecho es para él, a la vez, un valor. Para que haya verdaderamente conversión, es también preciso que el valor, por el cual hemos sido atraídos, sea capaz de orientar nuestra vida de una manera que dé un sentido a nuestro destino” (Congar, 1964: 22).

15 Sobre la dialéctica entre “tiempo” y “eternidad” en el pensamiento escatológico, véase Taubes (2010); sobre la relación entre denuncia y anuncio, véase Freire (1970: n. 46) y Gutiérrez (2014: cap. 12, secc. II.1).