Narrativas de la postmemoria en Argentina y Chile: la casa revisitada
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Bieke Willem, Universiteit Gent
Allá, a menudo, yo soñaba en voz alta con la casa en que hubiera querido vivir, una casa con tejas rojas, sí, y un jardín, una hamaca y un perro. Una casa como ésas que se ven en los libros para niños. Una casa como aquéllas, también, que yo me paso el día dibujando, con un enorme sol muy amarillo encima y un macizo de flores junto a la puerta de entrada.
(Laura Alcoba La casa de los conejos 13-14)
La literatura de los hijos
En los últimos años han ido surgiendo, tanto en Argentina como en Chile, narrativas autobiográficas sobre las respectivas dictaduras escritas por hijos de desaparecidos o implicados en la militancia política de los 70. Esos textos forman parte de un vasto corpus de elaboraciones estéticas1 aún en pleno desarrollo que, desde diversos ángulos, reflexionan sobre las secuelas de los gobiernos autoritarios, al tiempo que instalan una distancia crítica respecto al proyecto revolucionario de los años 70.
El término de “hijos”, que inicialmente refería sobre todo a los vínculos parentales, se ha ido ensanchando hasta incluir en creciente medida a los hijos simbólicos, o sea, a todas las personas de la segunda generación cuya infancia o adolescencia estuvo marcada de alguna manera por la experiencia dictatorial. Por ejemplo, en el ensayo “La literatura de los hijos” (No leer 30-31) y en la novela Formas de volver a casa, el escritor chileno Alejandro Zambra, considerado por la crítica como portavoz de su generación, ha planteado la necesidad de componer “una literatura de los hijos”, es decir, de que los hijos hablen de lo que fue haber crecido en los años de la dictadura militar, y que, de este modo, rompan el monopolio de la generación que vivió los hechos. Por su parte, en su ensayo Los prisioneros de la torre, la crítica literaria argentina Elsa Drucaroff (2011 35-36) también ha reivindicado el derecho de los nuevos narradores argentinos a posicionarse lúcidamente con respecto a la importante derrota política que sufrió la generación anterior. Para ilustrar el poder castrador ejercido por el pasado traumático, utiliza la conocida metáfora con la que Ortega y Gasset representa la superposición de las generaciones: la de la torre humana, cuya estructura, si bien les da un privilegio a los que están arriba, no deja de condenarlos porque permanecen prisioneros de los que soportan su peso. No debe sorprendernos, por tanto, que los que eran demasiado jóvenes para participar en esa voluntad de cambiar el mundo, asociada a la militancia y a cierta ética ascética del sacrificio que prevalecía en los 70, reclamen ahora la legitimidad de su propio lugar de enunciación. Desarticulan las formas unívocas del pasado escribiendo desde otra temporalidad, la del presente, al tiempo que formulan una respuesta matizada a la herencia de los 70, una respuesta que supone la construcción de nuevos sentidos, pero también el rechazo de otros. En su esclarecedor artículo “Experiencias de la herencia”, Mariela Peller echa mano de la figura paradójica del heredero, tal como la expone Jacques Derrida en diálogo con Elisabeth Roudinesco, para reflexionar sobre las relaciones que establecen las obras de los hijos con los discursos de los 70. Según la lógica de la herencia, ser heredero es algo ineluctable: el hijo contrae una deuda con sus antecesores, que en el caso que nos ocupa toma una forma espectral, lo que implica asumir una responsabilidad. Sin embargo, el heredero no recibe pasivamente su legado, sino que lo selecciona y reinterpreta, por lo que cabe hablar de una fidelidad en la infidelidad: “La mejor manera de ser fiel a una herencia es serle infiel, es decir, no recibirla literalmente, como una totalidad, sino más bien pescarla en falta, captar su ‘momento dogmático’” (Derrida & Roudinesco, citados en Peller, s.p.). En otras palabras, este regreso siempre supone, para el sujeto, el reconocimiento de una diferencia.
Ahora bien, en el contexto del Cono Sur, el contraste generacional tampoco debería plantearse como una diferencia absoluta. Es preciso observar que la infancia y la juventud de la generación de hijos transcurrieron en una situación específica a la que sólo parcialmente se puede aplicar el llamado “modelo del Holocausto”, que domina en los Memory Studies anglosajones. Esto explica por qué cabe rechazar un manejo acrítico del concepto de postmemoria tal como lo propone Marianne Hirsch (2012 5), es decir, como instrumento de transmisión para pensar la memoria de los hijos de sobrevivientes del Holocausto nacidos en la diáspora. Según Hirsch, en el caso de la Shoah, se trata de un vínculo mediado y predominantemente visual con la catástrofe, un acceso oblicuo a la fuente de la memoria a través de fotos, performances y, en menor medida, relatos. Pero como argumenta María Belén Ciancio (2013 3), la situación particular del Cono Sur no permite separar de modo tan tajante testigos directos e indirectos, porque sería hacer como si la generación de los hijos “hubiera vivido totalmente alejada de la experiencia política de sus padres” y hubiera heredado recuerdos a través de una mera lógica hipermediada. Y si bien es verdad que los lazos de filiación se interrumpieron siendo muchos de ellos pequeños, a menudo tienen recuerdos propios del episodio dictatorial, sea por haber presenciado el secuestro de sus padres, sea por haber sido víctimas potenciales ellos mismos cuando fueron llevados a centros de detención clandestinos. En este sentido, la dinámica intergeneracional alcanza aquí un mayor grado de complejidad que en la estructura de la transmisión diseñada por Hirsch. Debe tenerse en cuenta, por consiguiente, la división que se produjo en el interior de esta generación entre los sujetos sometidos a la postmemoria propiamente dicha ––los que “nacieron después” y no llegaron a conocer a sus padres–– y aquellos cuya experiencia se acerca más a la de la “generación 1.5.” propuesta por Susan Rubin Suleiman (2002 277) en el contexto de la Shoah, para referir a aquellos que vivieron de niños los hechos traumáticos en carne propia, aunque sin comprender, debido a la edad que tenían, el alcance verdadero de los acontecimientos, que sin embargo atraviesan la memoria almacenada en sus propios cuerpos.
Sea como sea, esta literatura de los hijos se distingue de la producción anterior por un cambio en el punto de vista y por abordar la violencia desde posturas enunciativas nuevas que cuestionan ciertos aspectos de la narrativa ya institucionalizada de los derechos humanos (al menos en la Argentina). Cuestiona sobre todo la economía del testimonio, de acuerdo a la cual tan sólo pueden contar aquéllos que vivieron los hechos y que estuvieron allí, para hacer hincapié en las tensiones experimentadas por aquéllos que no participaron de la violencia política, pero que sí sufrieron sus consecuencias. En trabajos anteriores (Logie 2015) hemos llamado la atención sobre la hibridez genérica de estos textos (que cruzan el formato del testimonio con la autoficción o con el registro fantástico y combinan la referencialidad con la autorreferencialidad) y sobre los dispositivos de distanciamiento que proliferan en ellos, como la perspectiva infantil, el humor negro o la ironía. En este artículo nos centraremos en un motivo recurrente que, a primera vista, podría parecer reñido con los mecanismos de distanciamiento (o, si se quiere, centrifugación) anteriormente mencionados: el del regreso a casa, eje centrípeto que vertebra muchas de estas producciones postmemoriales. Llama la atención en estas novelas “revisionistas” el resurgir de la política desde otro ángulo, el hecho de que reine en ellas un clima intimista y familiar, que privilegia el ámbito doméstico y que se plasma en un rescate de los detalles más cotidianos del pasado, como la evocación de juegos infantiles, rituales de comida casera o experiencias escolares. Esta evolución encaja en el llamado “giro subjetivo” que estudiosos como Beatriz Sarlo, Alberto Giordano o Leonor Arfuch han identificado como un rasgo prominente de la narrativa contemporánea conosureña, en sintonía con la tendencia mundial a la multiplicación de las “narraciones del yo” y al resurgimiento de la experiencia subjetiva como identidad singular en la modernidad tardía. La insistencia en el ámbito doméstico no debe leerse, sin embargo, como un gesto apolítico, porque constituye asimismo un comentario crítico al fenómeno de contaminación del territorio privado que se dio durante la dictadura, y a la sensación de que ni siquiera el espacio más íntimo quedó a salvo del impacto del discurso autoritario. En lo que sigue, intentaremos demostrar que este vaivén entre acercamiento afectivo y distanciamiento crítico, esta dialéctica de dinámicas aparentemente contrarias, este double bind indecidible que nunca se detiene y que excluye la clausura, es un rasgo definitorio del particular subcorpus de textos escritos por la generación 1.5.
En investigaciones anteriores (Willem 2013) hemos argumentado que los instrumentos analíticos disponibles pierden validez cuando se trata de interpretar estos textos recientes de los hijos. Desde su publicación, el modelo explicativo propuesto por Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo (2000) del brasileño Idelber Avelar se convirtió en referencia para la crítica en torno a la producción literaria postdictatorial del Cono Sur. Cabe decir que en este estudio llega a su punto máximo lo que Verónica Garibotto (2008 27-28) ha denominado el “paradigma de la memoria”: “un paradigma que gira en torno a […] la memoria, el duelo, el fracaso, la desestabilización del presente mediante la captura de las ruinas del pasado –y a la canonización de dos tipos específicos de narración: la alegoría y el testimonio […]”–. Ahora bien, si Avelar destacó, en las narrativas escritas bajo la dictadura, la proliferación de grandes maquinarias alegóricas que intentaban elaborar mecanismos de representación de una catástrofe irrepresentable, en los relatos de la postmemoria esta expresión estética de lo inenarrable parece haber cedido paso a un paradigma que tiende a reescribir la derrota a partir de una experiencia subjetiva del ámbito doméstico (cfr. supra); en otras palabras, de un deseo de volver a casa. El papel central desempeñado por este regreso a casa nos lleva a reconocer en la narrativa de los hijos características de la nostalgia.2 Sostenemos, por tanto, que mientras que las novelas estudiadas por Avelar se definen como melancólicas, en la narrativa de los hijos es la nostalgia la que se ha convertido en fuerza propulsora del relato, la que da paso a un nuevo proyecto vital y a una tímida apertura utópica. Es preciso puntualizar, sin embargo, que no se trata de una nostalgia que aspire a restaurar como sea el nostos (el regreso a casa), sino que simultáneamente se establece un distanciamiento con respecto a este nostos para soslayar sentimentalismos improductivos.
Para poner a prueba esta hipótesis, en la presente contribución nos proponemos estudiar la representación de la vuelta a casa en tres de estas narrativas filiales: El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), del argentino Patricio Pron, Soy el bravo piloto de la nueva China (2011) del también argentino Ernesto Semán y Formas de volver a casa (2011) del chileno Alejandro Zambra. Se trata de tres autores criados bajo gobiernos dictatoriales y para quienes la noción de postmemoria no es la más adecuada, ya que tienen recuerdos propios de la dictadura. Para destacar mejor la idiosincrasia particular de estos textos, contrastaremos la evocación de la casa en ellos con dos ejemplos canónicos de la literatura postdictatorial melancólica escrita por víctimas, donde la casa ocupa un rol igualmente protagónico: En estado de memoria (1990) de la argentina Tununa Mercado y Los vigilantes (1994) de la chilena Diamela Eltit. Por motivos de espacio y de coherencia argumentativa, tenemos que dejar fuera ejemplos de la producción postmemorial stricto sensu, como Diario de una princesa montonera –110% Verdad– (2012) de Mariana Eva Pérez, 76 (2007) de Félix Bruzzone, argentinos ambos, o Camanchaca (2009) del chileno Diego Zúñiga, aunque sería interesante ver cómo cambia en estos textos la representación de la casa familiar.
Por último, hay que puntualizar que la preponderancia de ejemplos argentinos en nuestro corpus no es casual, sino que confirma la tendencia constatada por Ana Ros (2011 118) en su estudio comparativo de las producciones culturales postmemoriales en Argentina, Chile y Uruguay. Por una serie de motivos en los que no podemos entrar aquí, pero que están relacionados con factores tales como una mayor distancia temporal en el caso argentino y unas políticas de la memoria diferentes en ambos países, los hijos argentinos se han manifestado mucho antes y con mayor intensidad que los chilenos, aunque éstos empiezan a cobrar más visibilidad ahora, mientras que en Uruguay apenas han empezado a surgir.
Casas irrecuperables
Nada más lejos de la realidad dictatorial que el cliché hogareño al que alude el epígrafe que encabeza el presente artículo, el de una casa con tejas rojas que parece salida de un cuento de hadas y que brinda amparo contra el mundo exterior. Los regímenes opresivos de Videla y Pinochet sacudieron el sentido simbólico original de la casa como espacio que nutre a quien lo habita y permite su desarrollo personal (Bachelard 2002 48), convirtiéndola en espacio traumático. En los textos “alegóricos” de la postdictadura (Avelar 2000), se pone de manifiesto el derrumbe de los significados tradicionalmente positivos asignados a la casa. Un ejemplo emblemático es En estado de memoria (1990) de Tununa Mercado, relato de las experiencias de una mujer argentina que se ve obligada a salir de su país para escapar de las sucesivas dictaduras militares. La narradora expone sus dificultades para reinsertarse en la sociedad argentina después de su regreso al cabo de 16 años de exilio, así como la sensación de desamparo que la acompaña en sus viajes de ex-patriación y repatriación. Este sentimiento de inadecuación se traslada a varios niveles de la existencia del personaje: una de las consecuencias de la desprotección es su incapacidad de apropiarse de una casa o de los muebles que la ocupan (77-80). Las casas que habita sólo pueden ser evocadas en términos de carencia y dislocación. Constituyen para la protagonista laberintos de habitaciones inexploradas donde se aloja el espanto, en lugar de ser espacios que protegen la intimidad de las memorias o los sueños. Su descripción distorsionada implica una subversión de las categorías de dentro y de fuera; el esfumarse de los límites espaciales, que provoca una inquietante cercanía entre la vida cotidiana y el horror, contribuye en gran medida al carácter siniestro de los espacios y da lugar a las pesadillas persecutorias recurrentes que asaltan a la protagonista. La casa que se torna siniestra expresa el estado melancólico en el que se encuentra la narradora y la dificultad de expresarse, aunque el acto mismo de la escritura señala el paso hacia una posible resolución de este peso traumático.
En Los vigilantes (1994) de Diamela Eltit, otra novela que Avelar ha analizado en Alegorías de la derrota, la escritura ocupa una posición ambigua. Por un lado, como en la novela de Mercado, cumple con la función casi triunfal de una escritura que posibilita representar la derrota. Por otro lado, sin embargo, la escritura implica también una forma de obediencia a las normas (discursivas) hegemónicas y, en particular, patriarcales. La mayor parte de la novela está conformada por cartas que una madre escribe a un padre ausente, pero omnipresente, en un lenguaje liso, claro y correcto. Esta letra firme es la misma de la autoridad dictatorial y se asocia también con la transparencia del lenguaje económico, del marketing, de las leyes y discursos políticos que durante los años noventa en Chile debían facilitar la Transición y promover la reconciliación y el consenso. El que el lenguaje del opresor irrumpa en un género tradicionalmente considerado como íntimo, el de la carta (de amor), encuentra una equivalencia en la imagen de la casa, en la que la madre y su hijo discapacitado tampoco quedan a salvo del poder opresivo. Como indica el título, los protagonistas están continuamente bajo la vigilancia de los vecinos y de una suegra invasora, y ni siquiera los muros los protegen de sus miradas. De esta manera, al igual que en la novela de Mercado, se borran las fronteras entre dentro y fuera. Tanto la casa como las calles de la ciudad se muestran monstruosas, deformadas y amenazantes; son puros reflejos de la interioridad melancólica de la madre.
Casas habitables
En la producción de los hijos, la casa de la infancia sigue concibiéndose, en cierta medida, como la antítesis del hogar, desprovista de sus connotaciones bachelardianas. Si no logra volver a ser un elemento de integración y de continuidad afectiva, se debe a que la casa constituyó, en muchos casos, la primera vía por la que irrumpió la violencia, funcionando así como sinécdoque de la fractura del entramado familiar. Cuando los narradores son hijos de desaparecidos, como en el caso de la novela de Semán, aparece el topos de la casa profanada: es allanada, los padres son secuestrados delante de los ojos de sus familiares y, a su vez, se expulsa muchas veces a los hijos del hogar. O la militancia de los padres impone incesantes traslados a casas operativas transitorias de la clandestinidad, fuertemente politizadas y carentes de privacidad, como ocurre en La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba, que pertenece al mismo subcorpus. Cuando falta esta dimensión dramática, no por más banal la casa se torna un lugar más inocente: se la considera entonces un espacio de complicidad (como en Formas de volver a casa de Alejandro Zambra), o un depósito de secretos, que sirve de detonante de un duro proceso de reminiscencia (como en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron).
Dicho esto, consideramos que las novelas postmemoriales pueden calificarse de nostálgicas por la presencia central que ocupa en ellas el motivo de la vuelta a la casa de la infancia. Aunque en estas narraciones intimistas y reflexivas no ha desaparecido la sensación de desamparo y si el verdadero regreso al hogar se presenta de antemano como una utopía inalcanzable, lo siniestro que dominaba en las novelas melancólicas ha perdido protagonismo ante un proyecto de resemantización vital. Se vislumbra la posibilidad de efectuar un retorno a un tiempo en que todo era mejor, a un pasado remoto situado antes de la herida, que se materializa espacialmente en el hogar. Las estrategias más importantes en el proceso de reapropiación de esas casas aún precarias son las prácticas del habitar y del escribir, de otorgarle sentido a la casa revisitándola o recreándola sobre el papel para recuperar atisbos de aquello que fue arrebatado. Cuando los narradores vuelven a explorar aquellas casas violentadas durante la dictadura, más que por un afán de descubrir la historia de sus padres, emprenden ese regreso con la intención de reconstruir su propia historia y de definir su propia identidad, de ahí que estas novelas sean frecuentemente autoficcionales, enunciadas desde un narrador en primera persona, que permite dar cuenta de la imposibilidad de la representación objetiva del pasado mediante un énfasis en su propio carácter construido. Para Elizabeth Ramírez, la nostalgia que se manifiesta en las obras de los hijos no consiste en una fetichización del pasado, sino que dirige la mirada con firmeza hacia el futuro (2010 59). Sin embargo, como ya hemos señalado, las vueltas a casa de estos personajes dejan ver una posición ambigua frente a la nostalgia. Se trata de una nostalgia atípica, porque incluye una crítica al mismo pasado que idealiza. Se puede relacionar esta coincidencia paradójica con la “nostalgia ironizada” definida por Linda Hutcheon (1997), un concepto en el que se atestigua la influencia sobre la nostalgia inicial de otro mecanismo de índole crítica, una suerte de segunda instancia, identificable con el momento postmemorial, que impide una llegada a casa efectiva y plena. Ironizar la nostalgia es una manera de relativizarla y reconocer sus riesgos, aun en el mismo acto de invocarla y de reconocer su productividad. En lo que sigue, examinaremos cómo se articula la vuelta a casa en las novelas de Pron, Semán y Zambra, y de qué manera se manifiesta ese segundo mecanismo crítico.
1. Patricio Pron: un desencuentro que se torna reencuentro
El narrador de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, un joven escritor argentino que vive en Alemania, regresa a su país natal cuando se entera de que su padre está gravemente enfermo. Este retorno no es deseado, sino que se hace a regañadientes. Cuando el escritor está en el avión rumbo a Argentina siente asco y tristeza, y se da cuenta de lo poco que recuerda de su infancia. Los padres del protagonista, periodistas ambos, integraron la organización peronista “Guardia de Hierro”, hasta que ésta se disolvió. Aunque nunca participaron en la lucha armada, todos los miembros de la familia sufrieron las consecuencias de esa etapa de militancia, ya que se vieron sometidos a códigos de conducta estrictos so pena de recibir amenazas de muerte. Los acontecimientos que vivió la familia son menos dramáticos que los que padecieron otros: todos sobrevivieron. Sin embargo, podemos hablar de una orfandad, en sentido figurado, por el ambiente de precariedad que le tocó vivir al niño que fue el protagonista durante la dictadura y que, inconscientemente, le pesara hasta el punto de hacerle preferir el destierro.
El narrador comienza su relato en un estado de desamparo emocional y físico. Si bien no se proporcionan muchos datos acerca de la naturaleza de su trauma, se informa al lector de los síntomas: la amnesia que sufre por el consumo excesivo de psicofármacos y la imposibilidad de crear un hogar propio o de desarrollar una vida normal. Comenta que durante su exilio en Alemania buscaba deliberadamente la errancia y solía dormir en los sofás de las personas que conocía: “No lo hacía porque no tuviera dinero sino por la irresponsabilidad que, suponía, traía consigo no tener casa ni obligaciones, dejarlo todo atrás de alguna forma” (14). Lo único que había podido llamar alguna vez su “casa” era la literatura: la biblioteca que fue armándose de adulto, la imaginaria república de las letras. Por eso se fue a vivir a Alemania, el país donde habían vivido los escritores que más le interesaban.
De las tres novelas del corpus, ésta es sin duda la que más cerca se halla del mutismo y el balbuceo melancólicos omnipresentes en las obras de Mercado y Eltit. La primera etapa del retorno, la que sucede al rechazo rotundo del exilio, se coloca bajo el signo del distanciamiento. El protagonista se presenta como un extraño en la casa familiar de Rosario, de apariencia inhóspita, una extrañeza emparentada con la noción freudiana de lo siniestro. Su perplejidad se manifiesta, por ejemplo, cuando observa los productos en la nevera sin reconocerlos, cuando sólo puede hacer listados inconexos o cuando deambula por la casa sin poder hacer nada más que ofrecer una descripción impersonal de las piezas:
Cuando llegué a la casa de mis padres, no había nadie. La casa estaba fría y húmeda como un pez cuyo vientre yo había rozado una vez antes de devolverlo al agua, cuando era niño. No sentí que aquélla fuera mi casa, esa vieja sensación de que un sitio determinado es tu hogar se había esfumado para siempre, y tuve miedo de que mi presencia allí fuera considerada por la casa como un insulto. Ni siquiera toqué una silla. (29)
El narrador advierte al lector de la imposibilidad de articular un relato verosímil y de la escasa fiabilidad de su voz narrativa. Esta despersonalización está claramente vinculada con la resistencia que opone al surgimiento del proceso de duelo. Basándose en las escenas iniciales, el lector se figura que el trauma del protagonista remite a una situación familiar no resuelta, el ser parte de una familia a la que faltó una figura paterna:
Una vez, cuando era niño, había pedido a mi madre que me comprara una caja de juguetes […]. La caja contenía una mujer adulta, un carro de la compra, dos niños, una niña y un perro, pero no contenía ningún hombre adulto y estaba, como representación de una familia – puesto que eso era, incompleta. […] Yo había cogido entonces un romano y lo había despojado de su armadura y lo había convertido en el padre de esa familia de juguete pero después no había sabido a qué jugar, no tenía idea de qué cosas hacían las familias […]. (16-17)
Esta impresión queda confirmada por la comparación recurrente de su trayectoria con las mutilaciones infligidas por un accidente automovilístico del que nada recuerda y que simboliza el horror de los años de plomo:
Alguna vez mis padres y yo habíamos tenido ese accidente: algo se había cruzado en nuestro camino y nuestro coche había dado un par de vueltas y se había salido de la carretera, y nosotros estábamos deambulando por los campos con la mente en blanco, y lo único que nos unía era ese antecedente común. (17-18)
Ese narrador y su lenguaje van sufriendo cambios a medida que el sujeto se va apropiando de la historia política de su padre y de los amigos de éste, que reflejan la dramática historia reciente de la Argentina. La pesquisa lo lleva a encontrar la carpeta donde el padre guarda los papeles de una búsqueda que aún continúa: la de su amiga Alicia Raquel Burdisso, secuestrada y asesinada por la dictadura militar en Tucumán en 1977, a la que él había introducido en la política. A partir de estas revelaciones, el narrador comprende el arrepentimiento y la culpabilidad que atormentan a su padre, y cae en la cuenta de que su interpretación del comportamiento de su padre había sido errónea, que él sí había sido una figura protectora, pero que sus tentativas de endurecer a sus hijos y de levantar desafíos habían servido para enseñarles a sobrevivir en situaciones difíciles, y que las consignas y prohibiciones que le habían parecido absurdas y producido un efecto de exclusión cuando era niño (no traer a otros niños a la casa; si andaba solo por la calle, debía hacerlo en dirección opuesta al tráfico y un largo etcétera (164)) tenían que ver con la situación opresiva del país y estaban destinadas a preservar a los hijos en una época de terror. Sólo entonces el desencuentro se transforma en verdadero retorno, en un proceso de anagnórisis que se plasma en una mayor estructuración del relato y en la capacidad de establecer lazos afectivos con el universo de la infancia. Se produce entonces un llamativo cambio de registro: la alienación da paso a un tono más íntimo y cálido. Este cambio se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando enferma y encuentra placentera la sensación de estar en compañía de su hermano (159) o de hacer juntos una cosa tan banal como ver la televisión. O cuando se emociona viendo preparar a su madre un simple plato casero (40), ritual que despierta en él las ganas de fijar ese momento entrañable apuntando la receta.
Hemos identificado como característica fundamental de las novelas de los hijos la paradójica coexistencia de dos actitudes ante el pasado. La primera es de índole nostálgica; la segunda se podría llamar “postmemorial” (en su sentido lato) porque es el desfase generacional el que crea la distancia suficiente para evaluar críticamente tanto el pasado de los padres como la propia tendencia a la idealización del pasado. En El espíritu de mis padres…, ambas fases están presentes, pero se desarrollan según una cronología estricta: la casa familiar sólo puede recuperarse y dejar de enfocarse como un objeto irremediablemente perdido cuando el protagonista admite el retorno de lo reprimido, cuando por fin se da la vuelta y mira a sus espaldas ese “coche volcado en la cuneta de un camino rural y manchas de sangre en los asientos y en los pastos” (17-18). El anhelo del hogar anterior al “accidente automovilístico” sólo puede surgir y resultar legítimo cuando el protagonista haya asumido el pasado de sus padres como una parte suya y haya conseguido abrirse a él con todas sus contradicciones. Entonces, retrospectivamente, puede comprender la batalla perdida por su padre, darle una segunda oportunidad y evolucionar hacia una solidaridad para la cual no es necesaria la completa comprensión. Es obvio que el mecanismo que desencadena esta nostalgia tardía arraiga en una época anterior a la ruptura con la patria, en esos remanentes de “un tiempo de procedimientos, de un tiempo de pasos precisos y puntuados, tan diferente de esos días de un dolor que nos embotaba a todos” (40); en la felicidad compartida de un plato preparado por su madre, o la confianza que le inspiraban los rompecabezas rústicos fabricados por su padre (129). Finalmente, el protagonista decide escribir esta historia y darle la forma que requiere, la de una novela breve, “hecha de fragmentos, con huecos allí donde mi padre no pudiera o no quisiera recordar algo” (136).
2. La recomposición de la genealogía familiar en Ernesto Semán
Acabamos de ver que, en la obra de Pron, la disposición nostálgica se abre paso muy tarde porque durante muchos años hubo ocultamiento de los mecanismos del duelo que actuaba como una forma melancólica de resistencia (según las premisas de Gundermann, 2007). En Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán, en cambio, la dialéctica entre nostalgia idealizadora y cuestionamiento crítico aflora mucho antes y, más que como una puesta en tensión, aparece como un movimiento equilibrado de ida y vuelta. Semán (Rubén Abdela en la novela) es hijo de Elías Semán, un militante del Partido Comunista de orientación maoísta, que desapareció en agosto de 1978. Rubén vivió el secuestro de su padre, posteriormente eliminado en un vuelo de la muerte, cuando tenía nueve años. Esta condición no propiciaba, ciertamente, la adopción de una mirada nostálgica, ya que se sabe que la figura del desaparecido, ese ser ni vivo ni muerto, dificulta considerablemente la elaboración del duelo.
Y, en efecto, desde la primera escena salta a la vista el impacto del trauma. La trama arranca cuando Rubén, un geólogo que vive en EEUU, vuelve a Buenos Aires para acompañar, junto con su hermano Agustín, a su madre Rosa Gornstein en la fase terminal de un cáncer. Esta despedida de la madre desencadena un proceso de rememoración en el que ocupa un lugar central el fantasma del padre. La alucinación recurrente del padre ahorcado en el departamento de Rubén en Buenos Aires permite visualizar un cuerpo que, por su ausencia física, ha cobrado una dimensión espectral en la vida del hijo. Pero a pesar de este acontecimiento inconcluso, Rubén ha logrado construir una existencia bastante serena al lado de su compañera Clara, ahora embarazada, y parece relativamente en paz consigo mismo.
La agonía de la madre, figura potente y vértice de toda la novela y de la vida de los dos hermanos, le permite a Rubén poner sus recuerdos en el contexto de otros dolores. Cuando llega a Buenos Aires, es capaz de comprender y de aceptar, de reconocer como lícitos puntos de vista encontrados sobre los 70: el de los militantes con su entrega total a la causa revolucionaria, pero también aquella lectura que, en retazos de recuerdos, buscan elaborar los hijos de esa generación, como él, y, con mucha mayor intransigencia, su hermano. La novela consta de cinco partes, cada una incluye capítulos articulados en tres ámbitos que corresponden a tres zonas bien delimitadas ––La Ciudad, El Campo (de detención) y La Isla–– y a tres perspectivas diferentes, incluida la de los represores. La combinación de estas tres perspectivas puede considerarse transgresora, ya que crea un verdadero espacio dialogado en el que se buscan constantemente la empatía y la humanización de todos los implicados, sin establecer ningún tipo de equivalencia moral sobre los lugares de cada uno y sin excluir el perdón.
La inminente muerte de la madre pone en marcha un proceso de añoranza que encuentra varios puntos de anclaje concretos en el texto. Estos se configuran en base a objetos vinculados con la infancia del protagonista y con la historia familiar. El más remoto se remonta a 1981, cuando Rubén tenía 12 años y la madre decidió que había llegado el momento de cambiar de casa y de irse a vivir a un departamento más amplio situado en el mismo barrio de Buenos Aires. La mudanza se presenta como un proyecto de futuro, un acto fundacional que corona la vida íntima de Rosa y sus dos hijos. Se desarrolla en un ambiente casi festivo de complicidad y alegría:
Antes de señarlo [=el departamento], [Rosa] nos llevó a Agustín y a mí, de la mano y en un estado de gracia que quizás nos diera la imagen más cercana que hayamos tenido hasta ese momento de lo que es una familia feliz, de lo que íbamos a hacer. (167)
En este momento, el padre ya ha sido secuestrado. Para Rosa, que ha comprendido la situación desde el principio y sabe que deberá hacerse cargo sola de sus dos hijos, la mudanza se plantea como un mecanismo de supervivencia, pero Rubén todavía mantiene intactas las expectativas de que su padre volverá, de que el hogar será uno e indivisible. Es muy significativa al respecto la escena en que los tres tienen que llenar las cajas que contienen sus escasas pertenencias: los libros que siempre pesan tanto, la platería de la abuela, los manteles y los souvenirs que el padre ha traído de China. Las últimas cajas que aparecen están repletas de papeles: resultan ser los recortes del diario Clarín que el hijo y la madre le guardan al padre y esposo desaparecido para que, cuando vuelva, pueda enterarse de las noticias en su ausencia. Era una solución terapéutica que se le había ocurrido a Rosa, porque Rubén encontraba intolerable la idea de que su papá iba a perderse tantas noticias. Archivar artículos de prensa le parecía un gesto a tono con el perfil militante de su padre, puesto que la única cotidianidad que había podido tener con él era verlo “sentado en su sillón, con el diario desplegado delante suyo y el plato con queso y dulce sobre el apoyabrazo” (169). Rubén se aferra a este ritual, que preserva y hace tangible la esperanza cándida de un regreso del padre. Los recortes le tranquilizaban, al ofrecer “la certeza de que había una forma de unir el tiempo previo con el que viniese, cuando reapareciera, suturando el interregno sin dejar ninguna secuela” (169). Sin embargo, la mudanza de alguna manera marca también el principio del fin y el colapso definitivo de la idea de armonía del hogar en su antigua constitución. Porque, abriendo las cajas, Rubén descubre que la cobertura de la actualidad política termina con la entrada triunfal de los sandinistas en Nicaragua, en 1979, y que después poco a poco la familia ha ido abandonando la disciplina diaria de seleccionar los recortes. Imperceptiblemente, ha empezado a darse “el salto al otro lado” (173), es decir, la rendición a la ausencia definitiva de su padre. Es el gran mérito de Rosa, a cuyas cualidades humanas la novela entera constituye un cálido homenaje, haber sido capaz de restablecer el tejido familiar a pesar de la falta del padre, de modo que los hijos “sabían que siempre estaba ahí el hogar para regresar” (180), y que el duelo no les ha impedido ser “hombres enteros capaces de vivir en esta tierra, fruto del cuidado recibido” (180).
La función catártica que cumple el recurso de la nostalgia como manifestación retrospectiva de una narrativa familiar aparece en diversas ocasiones. En una de ellas, el hijo, como parte de la ceremonia de los adioses, se dispone a preparar un plato que su madre le ha enseñado: el chipá. La madre no puede resistir la tentación de levantarse y de vestirse una última vez, agotando todas sus fuerzas, para reunirse en una actividad tan primaria y reconfortante como la de cocinar juntos una receta de la infancia (175-177).
En la víspera de su muerte, Rosa entrega su legado simbólico que, como en la escena de la mudanza, gira en torno a un puñado de objetos, a modo de expresión metonímica de una trayectoria existencial. Es una caja marrón que sobrevivió tres décadas (185) y que contiene el archivo familiar. Se compone de dos manojos de dólares, una nota del abuelo Samuel, una foto que reviste un estatuto excepcional porque es la única imagen existente de la familia en pleno, un juguete y una carta del padre. El juguete que se encuentra en la caja es el avioncito llamado “Chinastro”, al que hace alusión el título de la obra. “Soy un bravo piloto de la nueva China” es la consigna que aparece en este recuerdo que el padre de Rubén le trajo como regalo de un entrenamiento en China. Un tercer objeto que forma parte del legado dejado por la madre es una carta de amor, muy sui géneris, que el “camarada Abdela” escribió a su mujer Rosa antes de viajar clandestinamente a la China de Mao. Verdadera pieza maestra, la carta del padre revela su sistema de prioridades, que consiste en una subordinación de todos los resquicios de la vida personal a los intereses del Partido Comunista y una entrega total a la causa revolucionaria. Leída con los ojos de la generación siguiente, expresa la ceguera ideológica del padre. En la discusión que se da entre los hermanos después de la apertura de la caja, Rubén muestra la generosidad de su pensamiento. Según Agustín, parece la carta de un psicópata: “Decime quién mierda escribe una carta de amor que menciona a todos y cada uno de los genocidios de la humanidad. Hasta de los incas se acordó” (194). La doctrina del padre es sectaria hasta el punto de oponerse a la “tentación capitalista” de tener hijos. Leyendo la carta, Rubén, el hijo menor, se entera de que su nacimiento fue debatido en el partido porque tener un segundo hijo era considerado un privilegio burgués inapropiado para quienes luchaban. Si finalmente nació, lo debe a la terquedad de su madre que, aunque solidaria con las decisiones políticas de su marido, siempre ha mantenido una actitud de distancia y de disputa. Contrariamente a su hermano, Rubén no se indigna por la carta, sino que hay en él una intención de explicar al padre, no de justificarlo, sino de entenderlo. Si bien no falta en él el discernimiento crítico con respecto a la militancia, ni frente a sus propias tentativas tercas de resistirse a la fragmentación de la armonía familiar, como cuando ironiza acerca de su “Archivo Monumental de Recortes para Luis Abdela” (178-179), su regreso a casa va acompañado de una auténtica sensación de ternura, evocada por tantos talismanes de la infancia.
Cabe concluir que el reencuentro de Rubén con su pasado argentino recompone la genealogía familiar y le ayuda a superar su dolor: una vez que su hermano y él se han convertido en los guardianes de los archivos paternos, el padre puede empezar a morir. La vuelta a casa desemboca aquí en un proceso mental complejo y ambivalente, que oscila entre la articulación de una memoria personal y otra colectiva, entre la posibilidad de construir un proyecto de vida propio y la fijación en el pasado, entre la restitución de una imagen respetuosa de un padre heroico y un ajuste de cuentas con ese mismo padre, cuya pérdida también se percibía como un abandono.
3. Las dos vueltas a casa diferentes de Alejandro Zambra
Formas de volver a casa, la tercera novela de Alejandro Zambra, difiere de las novelas de Pron y de Semán en que el protagonista, que aparece bajo cuatro formas diferentes (niño-adulto, ficcional-“real”) en cada parte de la novela, no es hijo de víctimas de la dictadura, sino de padres supuestamente apolíticos. Tampoco vuelve desde el extranjero a Chile. Aunque él también tiene dificultades para sentirse en casa, el verdadero desarraigo le es ajeno. La historia de Claudia, una amiga del protagonista “ficticio”, se corresponde en cambio más con las que se cuentan en las novelas argentinas arriba analizadas. En la primera parte de la novela, ella le encarga al protagonista-niño espiar a su supuesto tío Raúl. En realidad, se trata de su padre, que esconde a militantes de la izquierda. En la tercera parte, que se sitúa en un Chile postdicatorial actual, Claudia vuelve de Estados Unidos para el funeral de su padre y trata de instalarse en lo que antes era su pieza. Pero su hermana Ximena se lo impide:
Después del funeral desarmó sus maletas en la que alguna vez fue su pieza. Pensó que llegaba a su casa, al fin y al cabo; que el único espacio en que realmente se había sentido cómoda era esa habitación pequeña en la casa de La Reina […].
Como si adivinara cruelmente esos pensamientos, como si llevara mucho tiempo esperando pronunciar estas frases, Ximena entró de repente y le dijo: esta no es más tu casa. (101)
Rechazada de la casa de su infancia, Claudia se instala en casa del protagonista, donde intenta hacer suyo un espacio. Ella “ocupa el espacio como reconociéndolo. Cambia frecuentemente de silla, se pone de pie, de pronto se sienta en el suelo y se queda un rato con las manos en los tobillos” (111). La inquietud con la que se apropia del espacio contrasta con la serenidad con la que habla de su infancia y de la difícil relación con su hermana. En las historias que cuenta, el dolor ocupa un lugar central. Intuitivamente, siente que la casa que su hermana se niega a vender condensa de alguna manera este dolor:
En el fondo entiende que Ximena se aferre a la casa. Cree que es mejor venderla y repartirse el dinero, cree que a nadie le hace bien tanta proximidad con el pasado. Que el pasado nunca deja de doler, pero podemos ayudarlo a encontrar un lugar distinto. (113)
Claudia transmite su historia al protagonista con cuentagotas. Ciertos objetos o costumbres cotidianas ––la comida o la ropa que le da el padre al protagonista–– dan lugar a evocaciones de conversaciones e imágenes de su pasado. En esta reconstrucción se encuentran rasgos indudables de la postmemoria. En el siguiente fragmento, por ejemplo, vuelve la idea de la apropiación de los recuerdos de los padres:
Luego vino el tiempo de las preguntas. La década de los noventa fue el tiempo de las preguntas, piensa Claudia […]. Me sentaba durante horas a hablar con mis padres, les preguntaba detalles, los obligaba a recordar, y repetía luego esos recuerdos como si fueran propios; de una forma terrible y secreta buscaba su lugar en esa historia.
No preguntábamos para saber, me dice Claudia mientras juntamos los platos y recogemos la mesa: preguntábamos para llenar un vacío. (115; lo subrayado es nuestro)
Es significativo que Claudia cambie en el segundo párrafo de la primera persona singular a la plural, como si el hecho de hacer preguntas, y el vacío, caracterizaran no solo su situación personal, sino también la de toda su generación. De esta manera, implica también al protagonista en su historia. La identificación entre ambos personajes se hace mediante lo que Hirsch llama la trasmisión “afinitiva”: la identificación entre miembros de la misma generación de la cual el uno es hijo de víctimas directas y el otro no. Comparten la incomprensión que sentían cuando eran niños mientras vivían en una época agitada política y socialmente. A pesar de la identificación generacional, ambos personajes miran su infancia de una manera diferente. En la narración fragmentada de Claudia, no hay huellas de nostalgia. Ha vuelto a Chile y a la infancia con la intención, quizás, de reconquistar un espacio propio: “Buscaba un paisaje propio, un parque nuevo. Una vida en que ya no fuera la hija o la hermana de nadie” (114). Este viaje tal vez haya sido inevitable únicamente para revelar la imposibilidad de reencontrar el lugar añorado y la necesidad de liberarse de los lazos familiares y de su pasado.
En el caso del protagonista, aunque mira críticamente hacia atrás y hacia la relación con sus padres, la necesidad de romper con el pasado no es tan urgente. Al contrario, el narrador habla incluso con cariño y humor de las imágenes, los juegos, los paisajes y los personajes de su infancia durante los años ochenta en Chile. El hecho de que en su narración sí haya cierta nostalgia se explica en gran parte por la ausencia de muertos en su familia, algo a lo que el protagonista vuelve con frecuencia. La lejanía del trauma de la dictadura se convierte incluso en una problemática central en la novela. Pero, al igual que se avergüenza un poco por no poder compartir el verdadero dolor de la dictadura, siente vergüenza por su nostalgia. “Estoy contra la nostalgia” (62) afirma con rotundidad. Inmediatamente después, sin embargo, añade:
No, no es cierto. Me gustaría estar contra la nostalgia. Dondequiera que mire hay alguien renovando votos con el pasado. Recordamos canciones que en realidad nunca nos gustaron, volvemos a ver a las primeras novias, a compañeros de curso que no nos simpatizaban, saludamos con los brazos abiertos a gente que repudiábamos.
Me asombra la facilidad con que olvidamos lo que sentíamos, lo que queríamos. La rapidez con que asumimos que ahora deseamos o sentimos algo distinto. (62)
En este fragmento parece criticar, sobre todo, el olvido selectivo que a veces acompaña a la nostalgia y su supuesto aspecto amoral. Volver a los años ochenta de Chile movido por la nostalgia podría ser interpretado no sólo como una preferencia por el kitsch sobre el noble trabajo de la memoria, sino también como una evasión de la responsabilidad personal y un embellecimiento de ese pasado reciente en que se torturaba y se hacía desaparecer a gente. En una entrevista con la revista Qué pasa, sin embargo, Alejandro Zambra explica que su intención ha sido revisar la nostalgia ochentera que actualmente está de moda en Chile. El autor afirma: “Me gustaría reconstruir ese mundo con una mirada que no cayera en los alardes de culpa y de inocencia” (Díaz Oliva 2011 s.p.).
La revisión de la nostalgia en Formas de volver a casa se lleva a cabo mediante diversas elecciones estratégicas que conciernen a la estructura de la novela, el tipo de lugar al que desea volver el protagonista y el lenguaje con el que narra la(s) vuelta(s). Primero, en cuanto a este último aspecto, cabe señalar la aspiración de Zambra a acercar la lengua escrita a la lengua que se habla a diario. Esto da como resultado un lenguaje “podado”, al igual que el bonsái que da el título a su primera novela. El realismo minimalista, término al que la crítica recurre con frecuencia para definir la escritura de Zambra, está en las antípodas del kitsch sobrecargado con el que se suele asociar la nostalgia. Segundo, la división de la novela en partes que se presentan como “reales” y partes que llevan explícitamente la etiqueta de la ficción, retoma dos elementos básicos de la nostalgia, a saber: la memoria y la imaginación.3 A esta división entre realidad y ficción se añade otra, la existente entre las partes que tratan la infancia y la edad adulta del protagonista. Las partes en las que los protagonistas son adultos sirven para relativizar las cosas y mirar críticamente hacia el pasado. De esta manera, tienen un efecto de enmendación sobre la nostalgia con la que se cuentan los episodios de la infancia. Así, la propia estructura de la novela de Zambra revela el mecanismo de una nostalgia sobre la que opera una segunda mirada crítica o, en palabras de Hutcheon, irónica. Finalmente, Maipú, el centro geográfico alrededor del cual gira Formas de volver a casa, determina asimismo en gran parte la revisión de la nostalgia que Zambra realiza en esta novela. La opción por un lugar periférico como escenario en vez del centro de Santiago implica una ruptura con la literatura más tradicional, “nostálgica”, sobre la capital chilena.[4] Además, la opción por Maipú significa también que Zambra renueva la literatura “de la dictadura”, que suele enfocar las partes céntricas de la ciudad, allí donde se sentían mejor la represión y la resistencia. Pero esta opción no puede interpretarse como un intento de desviar la mirada de la cruda realidad, sino, entre otras cosas, como una manera de llamar la atención sobre un gran grupo de actores con el que no se suele contar en la literatura de la dictadura chilena, a saber: la clase media supuestamente apolítica.
Conclusión
Una comparación entre las novelas de Pron, Semán y Zambra ha permitido constatar que la postmemoria no es una categoría monolítica, sino que existen “postmemorias” en plural. Aun centrándonos en ejemplos representativos del subcorpus escrito por la generación 1.5, hemos observado divergencias importantes en el interior de este conjunto: no es lo mismo ser hijo de un padre desaparecido que de un padre apolítico de la clase media baja. Pero pese a esta diversidad, se pueden recalcar algunas constantes.
Primero, cuando estos textos se comparan con los textos emblemáticos de la generación de las víctimas, se observa que, para describirlos de manera acertada, se impone un ajuste de los instrumentos conceptuales. Si bien la labor mnemónica sigue siendo una tarea importante, ha perdido su carácter exclusivo, y queda complementada por una mirada dirigida hacia el futuro. La idea de la herencia, además, aparece aquí entendida no como mandato o deber que determina, sino como mero dato con el que se debe vivir. Como indica también el sociólogo uruguayo Gatti, quien se ha centrado en la figura del detenido-desaparecido, “el reto” [de la generación de los hijos] “más que reivindicativo, es administrativo: ¿Cómo gobernar una vida que se desarrolla dentro de un imposible?” (2008 25). O sea que las novelas dan cuenta de este intento de hacer habitable el vacío dejado por las dictaduras, lo que explica por qué varias de las características del subcorpus se conglomeran en el motivo temático de la vuelta a casa, una casa que se revela como espacio dialéctico que concentra a un tiempo lo que se desea y lo que se rechaza. Esta renovada atracción ejercida por el hogar forma parte de un nuevo tipo de acercamiento al pasado dictatorial, un acercamiento en el que la melancolía, marca característica de las narraciones alegóricas escritas por la generación de las víctimas directas, ha quedado eclipsada por la nostalgia. La transición de la narrativa melancólica a la nostálgica se manifiesta en el desplazamiento que se produce desde la desaparición de la noción de la casa como hogar (en autores como Mercado y Eltit) hacia un gesto de reapropiación de esa casa perdida y la búsqueda de una pertenencia en los textos de los hijos. Además de estructurarse alrededor de la vuelta a casa, las novelas estudiadas muestran un llamativo apego a los objetos y las prácticas de la vida cotidiana, tendencia que confirma lo pertinente de la categoría de la nostalgia para un análisis.
Como se ha desprendido de lo que precede, se trata, sin embargo, de una nostalgia atípica. No consiste en una vuelta improductiva y meramente idealizadora al pasado, sino que permite ir más allá de la paralización provocada por la melancolía y el duelo desgarrador. En lugar de constituir una reivindicación acrítica del legado, permite conjurar algunas manifestaciones caducas de la memoria colectiva ya institucionalizada porque lleva incorporada, aunque en diferentes gradaciones, una dimensión de distanciamiento irónico que desemboca en su propia deconstrucción. Y, aunque la sabe inalcanzable, deja entrever una posibilidad de reencuentro con ciertos aspectos placenteros de la infancia. Así, las novelas estudiadas demuestran la renovada productividad del acto de “revisitar” la casa, de recordarla, pese a todo, como un lugar estable desde el cual se tuviera acceso al mundo de afuera.
Obras citadas
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Notas
1 Se trata de una constelación de películas (Los rubios de Albertina Carri, Infancia clandestina de Benjamín Ávila, Mi vida con Carlos de Germán Berger o El edificio de los chilenos de Macarena Aguiló), obras de teatro (Mi vida después de Lola Arias), proyectos fotográficos (Arqueología de la ausencia de Lucila Quieto) y textos literarios como Los topos de Félix Bruzzone, La casa de los conejos de Laura Alcoba, Soy el bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán, El diario de la princesa montonera de Mariana Eva Pérez, Formas de volver a casa de Alejandro Zambra o Camanchaca de Diego Zúñiga.
2 Nostalgia es un neologismo que consta de dos palabras griegas: nostos, que significa “volver a casa”, y algia, “anhelo”.
3 En los estudios sobre el fenómeno de la nostalgia, cuya historia comienza con la invención del neologismo por el médico Hofer en 1688, este ha sido considerado alternativamente como un trastorno de la memoria o una imaginatio laesa (Starobinski 97). Cabe señalar que la memoria y la imaginación constituyen los ingredientes de base de la postmemoria, tal como la ha descrito Hirsch.
[1] Según Jaime Lizama, la mayoría de los relatos nostálgicos radicados en Santiago (se refiere en particular a Santiago de memoria de Roberto Merino, La mala memoria de Marco Antonio de la Parra, El Santiago que se fue; Santiago lugares con historia de Miguel Laborde, y Memorial del viejo Santiago de Alfonso Calderón) se centran en la ciudad “oficial”, es decir, céntrica, que va desde los años 40 hasta los 60.