Una lectura materialista de la colonialidad (segunda parte)

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Abril Trigo
The Ohio State University


Segunda parte: para una crítica materialista de la colonialidad
En Bolivia, por razones históricas que no justifica reseñar aquí, el poscolonialismo encontró el campo ya roturado por una reflexión intelectual de cepa marxista y activamente involucrada en la política nacional proveniente de la historia, la antropología y las ciencias sociales, por lo cual la noción de colonialidad, rara vez utilizada en forma explícita, tiene una ubicuidad y una densidad histórica y material de las que carece el concepto de “colonialidad del poder”. En lo que sigue me concentraré en algunos nódulos conceptuales en la obra de Silvia Rivera Cusicanqui, Luis Tapia y Álvaro García Linera, nódulos que articulan una distinta manera de pensar la colonialidad y que tienen en común el construir una narrativa que va de abajo hacia arriba, de lo local a lo universal, de la experiencia cotidiana al armado de las instituciones, del acontecimiento social a los procesos históricos de los cuales emana la Bolivia actual. Munidos de un análisis materialista y dialéctico –que va del apego casi escolástico a los textos de Marx del García Linera en su etapa autonomista (si bien toma distancia del materialismo dialéctico) hasta el desapego travieso y desaprensivo de Rivera Cusicanqui–, todos ellos interpretan los hechos, dichos y acontecimientos bajo su lupa como gestados por y gestores de estructuras histórico-sociales. De este modo, y rindiendo tributo a la influencia magisterial de René Zavaleta Mercado, su rica elaboración teórica vuelve la teoría al piso, haciendo, por decirlo de alguna manera, teoría encarnada.1

Son varias las ideas de Zavaleta Mercado que marcan el pensamiento de estos críticos, además de trasmitir una postura intelectual, un compromiso político, una pasión por la cuestión nacional. En primer lugar, el concepto de formación social abigarrada, que guarda notable coincidencia con los de heterogeneidad histórico-estructural y sociedad de transición de Quijano, y que así define en “Las masas en noviembre”:

Si se dice que Bolivia es una formación abigarrada es porque en ella se han superpuesto las épocas económicas (…) como si (…) ocurrieran sin embargo en el mismo escenario (…) Tenemos, por ejemplo, un estrato, el neurálgico, que proviene de la construcción de la agricultura andina, o sea de la formación del espacio; tenemos por otra parte (…) el que resulta del epicentro potosino, que es el mayor caso de descampesinización colonial; verdaderas densidades temporales mezcladas, no obstante, no sólo entre sí del modo más variado, sino también con el particularismo de cada región, porque aquí cada valle es una patria, en un compuesto en el que cada pueblo viste, canta, come y produce de un modo particular y todos hablan lenguas y acentos diferentes sin que unos ni otros puedan llamarse por un instante la lengua universal de todos. En medio de tal cosa, ¿quién podría atreverse a sostener que esa agregación tan heterogénea pudiera concluir en el ejercicio de una cuantificación uniforme del poder? (Zavaleta 1983, 214)

Se trata de un concepto que intenta aprehender, simultáneamente, la heterogeneidad social generada por el desarrollo económico desigual y combinado y la inevitable inadecuación de la institucionalidad jurídica y política. Como él mismo dice –una vez más coincidiendo con Quijano– toda formación social está siempre en transición, pues en su presente se combinan el pasado y el futuro (Zavaleta 1974, 70). Luis Antezana, en una influyente síntesis del pensamiento de Zavaleta, destaca tres ideas matrices que convergen en el concepto de “formación social abigarrada”: su propuesta del concepto de “masa” para representar los procesos históricos locales (“La clase es… lo que ha sido su historia”), en lugar de "clase obrera", al que considera una categoría universal y abstracta; la importancia que otorga a la acumulación de conocimientos en el seno de la clase, proceso en el cual se configura una nueva subjetividad en la articulación de una memoria colectiva, una praxis social y el reconocimiento cultural y lingüístico en un campo general intersubjetivo; y finalmente el concepto de la crisis como método y momento de conocimiento (Antezana 1983, 85). La masa, entonces, plasmaría un sujeto social articulado intersubjetivamente en sociedades heterogéneas: “La masa es la sociedad civil en acción” que irrumpe en las sociedades abigarradas en ciertos momentos constitutivos, de ahí que "la historia de las masas es siempre una historia que se hace contra el Estado, de suerte que aquí hablamos de estructuras de rebelión y no de formas de pertenencia" (Zavaleta 1983, 110-111).

Masa, subjetividad, intersubjetividad, crisis, estructuras de rebelión y formación social abigarrada, son todos conceptos anclados en el análisis de la especificidad histórica y social boliviana que seguirán resonando en el pensamiento boliviano contemporáneo, notablemente marcado por la irrupción protagónica en la escena política de nuevos movimientos sociales y étnicos y el gran tema que funciona como una clave de bóveda: la colonialidad. Dos modelos hermenéuticos, a mi entender complementarios, me interesa destacar aquí: la interpretación de índole económico-social propuesta por Tapia y García Linera, por un lado; y la interpretación más volcada a lo antropológico, lo histórico y lo cultural propuesta por Rivera Cusicanqui, por el otro.

Si bien estos intelectuales se inspiran en los trabajos seminales de Zavaleta Mercado, sobre todo en su concepto de formación social abigarrada que, como sostiene Tapia, “sirve para pensar la coexistencia y sobreposición desarticulada de varios tiempos históricos, modos de producción, concepciones del mundo, lenguas, culturas y diferentes estructuras de autoridad” (Tapia 2010, 101), es principalmente este último quien se ocupa en desarrollarlo teóricamente. Y así, agrega que a diferencia del concepto sociológico clásico de “formación económico-social”, el de formación social abigarrada pone énfasis en la idea de “sobreposición desarticulada”, lo que significa que permite pensar “el margen que no llegó a transformar y rearticular el desarrollo e implantación del capitalismo” o, dicho de otra manera, “el resultado histórico de los procesos de colonización, en los que efectivamente se sobrepone parte de las instituciones de la sociedad dominante conquistadora sobre los pueblos, así, subalternizados” (Tapia 2010, 101). En otras palabras, en la subsistencia, por debajo de las estructuras neocoloniales y coloniales internas, de estructuras productivas, de comunidad y de autoridad correspondientes a pueblos sometidos que responden a otras lógicas y preservan otras culturas, trabando así la conformación de un estado plenamente moderno. En momentos de crisis, es de estas estructuras colonizadas de donde irrumpe el cuestionamiento y desborde del sistema, como el rechazo al neoliberalismo y la propuesta del estado plurinacional (Tapia 2010, 102-4).

Esto lleva a Tapia a caracterizar a Bolivia como un país “abigarrado, multisocietal y pluriverso”, donde se yuxtaponen en el ámbito territorial formas diversas de hacer política y estructuras de poder antagónicas: comunitarias, patrimonialistas, sindicalistas, neoliberales, etc. Tapia procura con la noción de lo “multisocietal” señalar la existencia al interior del territorio jurídicamente asignado al estado boliviano de distintas y confrontadas formaciones sociales:

El carácter abigarrado de las estructuras sociales hace que en realidad no exista algo así como la sociedad boliviana. Bolivia es un país levantado sobre poblaciones y territorios organizados en diferentes sistemas de relaciones sociales o sociedades. Bolivia es un país multisocietal pero tiene un estado monocultural y monosocietal. Es un estado que corresponde a sólo un tipo de relaciones sociales y dentro de las relaciones sociales modernas corresponde de manera monopólica a la clase dominante y cada vez más a estructuras metanacionales y la presencia de la soberanía de otros está en la política boliviana. (Tapia 2002, 14)

No se trata de una sociedad multicultural, caracterizada por la coexistencia de diversas lenguas, creencias y tradiciones, sino de un cuerpo social des-membrado donde coexisten, yuxtapuestos y opuestos, diversos tipos de sociedad, con sus modos de sociabilidad y sus instituciones, sus modos de producción social y de reproducción de la vida. La noción de lo multisocietal –que alude, indudablemente, al multiculturalismo desde el cual se propagó la idea del estado multinacional– cala mucho más hondo en las estructuras histórico-sociales que otras propuestas teóricas provenientes de la región y con el mismo propósito de describir y explicar los efectos socio-culturales de la colonialidad. Démosle la palabra a Tapia:

El grado de diversidad más gruesa y compleja es aquello que he propuesto nombrar a través de la noción de lo multisocietal, esto implica que en un mismo territorio –país en los términos políticos de hoy– existen varios tipos de sociedad, no sólo varias lenguas y conjuntos de creencias y tradiciones. Una sociedad implica un tipo de articulación de relaciones sociales que producen estructuras y conjuntos institucionales, que producen un tipo de continuidad cualitativa entre las formas de producción y transformación de la naturaleza como condición de posibilidad de la reproducción del orden social y las formas de gobierno que éste va adquiriendo, lo cual se acompaña de una concepción del mundo, que contiene un tipo de conocimientos, valores, fines, lengua. La sociedad es un tipo de unidad de estos subconjuntos de relaciones e instituciones sociales, articuladas por un mismo tipo de civilización. (Tapia 2006, 30)

La heterogeneidad supersocietal subsume la multicultural y determina el sentido y el alcance de lo multinacional, y de ahí su crítica al modelo de estado plurinacional finalmente adoptado:

La reforma del estado ha reconocido esta diversidad cultural en la modificación del artículo primero de la Constitución, y sobre todo en la Ley de Participación Popular, pero en ninguno de estos casos reconoce ni instituye la igualdad entre las culturas y pueblos porque no reconoce que son sociedades, es decir, totalidades, y no sólo lenguas y creencias diferentes. Se puede reconocer la diversidad cultural sin reconocer su igualdad. Reconocer que Bolivia es multicultural y plurilingüe es reconocer tardíamente algo que siempre ha existido en los hechos. No contiene de por sí nada democrático mientras no hable de la igualdad. (Tapia 2008, 36)

También Rivera Cusicanqui opina que “el discurso del multiculturalismo” constituye “una suerte de ‘pongueaje cultural’ al servicio del espectáculo pluri-multi del estado y de los medios de comunicación masiva” (2010c, 62). Pero la igualdad intercultural, según Tapia, sólo es posible con el reconocimiento de las formas políticas de autogobierno de las sociedades (o comunidades) involucradas o, visto desde el otro lado, desde el lado del estado, como una lucha por el establecimiento de la nación, la determinación de la soberanía y la extensión y reformulación de la ciudadanía. Esto último implica, evidentemente, el cuestionamiento no solo del principio individualista de la ciudadanía liberal, sobre el cual se formuló tanto la ciudadanía patriarcal, patrimonialista y excluyente del estado oligárquico, como la ciudadanía competitiva, meritocrática y consumista promovida luego por el estado neoliberal globalizado, sino también la premisa igualmente individualista y liberal de los derechos humanos, con los cuales se pretende resolver las aporías de aquella.

De acuerdo a la clásica definición de T.H. Marshall, la ciudadanía se desarrolla en las democracias liberales occidentales en tres fases, en las cuales se realiza una sucesiva ampliación de derechos y la extensión de los mismos a nuevos segmentos de la población. Lo que comenzara en el siglo XVIII garantizando a una minoría los derechos civiles necesarios para la libertad individual en una economía de mercado (a la persona y a la propiedad, principalmente), se expandiría durante el XIX hasta incluir los derechos políticos bajo la democracia representativa, y hasta llegar ya en el XX a los derechos sociales que alcanzan a amplias mayorías (Marshall 2009), a los cuales deberíamos agregar hoy, ya sobre el nuevo milenio, los derechos culturales. Esta historia de expansión y ampliación progresiva de los derechos ciudadanos en las democracias occidentales, que es producto, sin duda, de las demandas sociales y luchas populares, resulta no obstante frenada y redirigida hacia un nuevo individualismo bajo la ideología neoliberal. En cualquier caso, el núcleo duro de la ciudadanía sigue siendo su servidumbre al imaginario individualista liberal y, como dice Rivera Cusicanqui coincidiendo con Tapia,

Si el ideal de igualdad va a continuar basándose en el modelo occidental del ciudadano: moderno, “racional”, propietario, capaz de efectuar transacciones en el mercado y de ingresar en la lógica fetichista de la mercancía, entonces ha de continuar, asimismo, prolongando y reproduciendo este proceso que en última instancia, conforma la matriz del hecho colonial. (2010b, 176; mis subrayados)

Rivera Cusicanqui pone aquí el dedo en la llaga: la matriz de la colonialidad está en las lógicas del capital y la racionalidad instrumental liberal que moldean la subjetividad y la vida social. Todo lo demás se subordina a ellas, como los más recientes procesos en las sociedades andinas parecen demostrar, a pesar de la rumbosa retórica oficial en apoyo del estado plurinacional y las políticas del sumak kawsay.

Por su lado, García Linera afirma que la ciudadanía materializa la existencia de una nación, por lo que todo proceso de formación ciudadana es también de construcción nacional, de lo cual se infiere que el ciudadano no es un sujeto con derechos, sino un sujeto que se asume como un sujeto con derechos: un sujeto agente de su propio destino. Vista de esta manera, la ciudadanía no proviene del estado sino de la sociedad civil y de las luchas desde la sociedad civil (García Linera 2008, 133-5). En el caso de Bolivia, la ciudadanía patrimonialista del estado republicano se construye a partir de la exclusión de “lo indio”, cuerpo pre-social y pre-moderno configurado como exterioridad absoluta de la nación:

…el ciudadano es sujeto que se construye en tanto antípoda de la indianidad: propiedad privada contra propiedad común, cultura letrada contra cultura oral, soberanía individual contra servidumbre colectiva (…). La ciudadanía se presenta, entonces, como una descarada exhibición de la estirpe; no se hacen ciudadanos sino que se nace ciudadano. (García Linera 2008, 136-7) 

Habría que pasar por la revolución del 52 y la irrupción armada de las masas obreras y campesinas para que este modelo de ciudadanía patrimonialista basado en la propiedad privada, exclusiva y hereditaria del capital económico y simbólico (materializado este último en el color de la piel), comenzara a resquebrajarse. Se constituye entonces una ciudadanía corporativa (una “ciudadanía forzada” que impone el modelo de civilización occidental, según Rivera Cusicanqui (2010b, 58)), basada en las formas organizativas y la experiencia política del sindicato, instrumento y actor de un nuevo modelo de democracia. Se trata, no obstante, de una ciudadanía plebeya, subalterna, autolimitada a protestar, demandar, exigir, presionar, que no consiente la audacia de pensarse como sujeto soberano:

Es como si la historia de sumisiones obreras y populares se agolparan en la memoria como un hecho inquebrantable y, frente al poder, la masa solo pudiera reconocerse como sujeto de resistencia, de reclamo o conminación, mas nunca como sujeto de decisión, de ejecución o soberanía ejercida. (García Linera 2008, 140-1)

La convergencia de dos procesos históricos, uno endógeno y otro exógeno, va a dar paso en los 80 a un nuevo modelo de ciudadanía. El agotamiento de la forma sindicato y la emergencia de nuevos movimientos étnico-sociales por un lado, y la adaptación de la economía y la sociedad bolivianas al nuevo régimen de acumulación global, flexible y combinado, por el otro, dieron lugar a un modelo de ciudadanía neoliberal. La privatización y el desmantelamiento de la minería estatal, la atomización de la clase obrera, la proliferación del micro-empresariado familiar, el desborde de la economía informal, la inseguridad laboral y el aventurerismo mercantil, configuraron una ciudadanía de individuos atomizados, sujetos ilusoriamente iguales y soberanos, despojados de ataduras sociales, identificaciones étnicas y afiliaciones ideológicas, que ejercen mediante el voto su derecho a participar en el mercado político. Una ciudadanía delegante, sumisa y en última instancia irresponsable, que en el caso de Bolivia involucra una doble impostura, sostiene García Linera, pues lejos de ampliarse los derechos del ciudadano y los espacios de participación democrática, estos se ven una vez más reducidos a lo individual, y porque las estructuras sociales, atravesadas por residuos corporativos, filiaciones comunales y densas y antiguas redes locales, revelan el carácter de simulacro de una ciudadanía neoliberal enquistada sobre la memoria de una ciudadanía sindical y una estructura económico-social que sigue estando regulada en gran parte por lógicas no capitalistas. En una suerte de esquizofrenia política, el estado construye un régimen normativo e institucional liberal que no corresponde, sino como sobreposición hipostasiada, a la sociedad real (García Linera 2008, 141-8).

Este enquistamiento explicaría, por otra parte, la feroz resistencia que despiertan en Bolivia las políticas neoliberales, que en los hechos liquidan los despojos del pacto social populista del 52. Esto ocurre a lo largo de una serie de crisis y transformaciones que culminan, por poner dos momentos de inflexión, en la Marcha por la vida y la Guerra del agua. Pero lo que importa aquí es la sustitución de aquella ciudadanía sindical por esta ciudadanía neoliberal –ciudadanía de un sujeto individual, empresario y consumidor, regulada por las leyes del mercado y por el acceso al mercado, es decir, por la subsunción real al capital, no solo del trabajo sino también del deseo (Trigo 2012, 251-294)– en una formación societal abigarrada, sociedad de sociedades, de distintas culturas y modos de producción subsumidos solo formalmente al capital en un sistema económico-social desigual y combinado, o heterogéneo, heterónomo y heteróclito. Como sostiene García Linera, los beneficios de esta ciudadanía neoliberal resultan una falacia para la inmensa mayoría de la población, convertida en una masa trabajadora fragmentada sometida a la inestabilidad y la sobreexplotación de un régimen laboral basado en la subcontratación, la informalidad y relaciones sociales de producción articuladas en redes familiares, estructuras comunitarias y mercados paralelos. Resulta claro que la resistencia al neoliberalismo es, como señala Tapia, una lucha por el excedente, la ciudadanía, la democracia y la soberanía, en cuanto el neoliberalismo revitaliza las estructuras más profundas de dominación colonial, internas y externas (Tapia 2008, 25ss). Quiere decir que en la resistencia al neoliberalismo se anudan dos crisis, por tanto, la del “estado neoliberal-patrimonial” y la del colonialismo interno del estado republicano (García Linera 2008, 351); o dos ciclos de rebeliones, uno indígena-comunitario y otro nacional popular (Tapia 2008, 81); o, como prefiere Rivera Cusicanqui, se anudan dos memorias, una “memoria corta” asociada al poder revolucionario sindical y las milicias obrero-campesinas del 52, y una “memoria larga” de resistencia al colonialismo y del orden ético prehispánico:

…he identificado dos horizontes de memoria colectiva y pertenencia ideológica, que me han servido para comprender la paulatina diferenciación entre el movimiento del campesinado aymara del Altiplano y del campesinado qhechwa de Cochabamba. En el primer caso, es la memoria larga de las luchas anticoloniales del siglo XVIII, catalizada por un presente de discriminación y exclusión, la que constituye el elemento articulador fundamental de su discurso ideológico. No obstante, esta referencia al pasado remoto es permanentemente sintetizada y reforzada con la experiencia, más reciente, del poder sindical campesino post-52. En el caso de Cochabamba, es esta última experiencia un horizonte ideológico fundado en la memoria corta y en la raíz cultural mestiza del movimiento campesino, la que organiza y da sentido a su movilización en la década del 70. (Rivera Cusicanqui 2010a, 78)

En cualquier caso, los procesos de preservación, recuperación y reinvención de una memoria colectiva que Rivera Cusicanqui analiza con pulcritud de historiadora tienen un papel central en la configuración de los movimientos étnico-sociales, su realización identitaria y sus demandas políticas.

El desarrollo y consolidación en las últimas décadas de nuevos movimientos étnicos, sobre todo el aymara, y la emergencia de nuevos movimientos sociales y nuevos métodos de lucha popular, acarrearon una verdadera revolución que desembocó en la institucionalización, no importa cuán defectuosa e inconclusa, del Estado Plurinacional de Bolivia. Esto implica, necesariamente, una reformulación de la ciudadanía, aun cuando la Constitución de 2009 se atenga a los principios liberales del jus soli (en contravención del jus sanguinis comunitario), los derechos humanos y el respeto por la diferencia individual. Según el artículo 144,

I. Son ciudadanas y ciudadanos todas las bolivianas y todos los bolivianos, y ejercerán su ciudadanía a partir de los 18 años de edad, cualesquiera sean sus niveles de instrucción, ocupación o renta. II. La ciudadanía consiste: 1. En concurrir como elector o elegible a la formación y al ejercicio de funciones en los órganos del poder público, y 2. En el derecho a ejercer funciones públicas sin otro requisito que la idoneidad, salvo las excepciones establecidas en la Ley.

No obstante ampliar la esfera de la igualdad en muchísimos aspectos, la constitución falla al no tomar en cuenta que en una formación social abigarrada y multisocietal la igualdad debe pensarse como igualdad intersocietal (entre sociedades, pueblos y culturas al interior del estado), y no solo como intrasocietal (entre individuos al interior del estado y de la sociedad), según proponen el multiculturalismo anglosajón y la interculturalidad europea, amparados en el marco doctrinario del liberalismo y los derechos humanos (Tapia 2006, 36-46; ver Trigo 2012, 151ss). Una ciudadanía auténticamente multicultural debería responder a las condiciones multisocietales y reconocer y producir igualdad entre pueblos y culturas, no solo entre los individuos pertenecientes a diversas culturas dentro del país. Para ello, se debe prestar atención a las prácticas de reciprocidad que regulan la vida comunitaria y el valor atribuido al cumplimiento de deberes respecto a la comunidad. En contraste con la ciudadanía liberal, cuya premisa es garantizar los derechos del individuo frente a la sociedad, el comunero garantiza los derechos comunitarios mediante el ejercicio de sus deberes para con la comunidad. Por ello, insiste, para pensar la igualdad entre pueblos y culturas no se debe partir de lo individual sino de lo social y lo político, pues mientras se piense la ciudadanía multicultural como una ampliación de los derechos individuales, se mantendrá intacta la dominación del marco estatal y jurídico de la cultura dominante (Tapia 2006, 44-52). Una ciudadanía plurinacional atenta a la condición multisocietal del país debería repensarse como un aprendizaje de deberes cívicos más que como el acopio de derechos.

La discusión sobre la lucha en torno a la ciudadanía está íntimamente relacionada a la lucha por la democracia, la construcción del estado nacional y la superación de la colonialidad, temas todos que confluyen en las formas históricas de articulación de los pueblos y sociedades de Bolivia al capitalismo mundial. Esto obviamente implica recurrir a la economía política, a mi entender la única vía de análisis fructífera para aprehender a fondo la heterogeneidad histórico-estructural impuesta por la colonialidad. El argumento es en apariencia muy simple: primero, el colonialismo involucra la subsunción formal de las economías y sociedades colonizadas al régimen global capitalista y la circulación mercantil; segundo, la construcción exitosa del estado nacional, moderno y liberal implica la subsunción real de la sociedad a la lógica y la forma del valor, lo cual implica no solo la mercantilización de la fuerza de trabajo y la organización capitalista del modo de producción, circulación y consumo, sino además y fundamentalmente, la regulación de la reproducción y de la vida, la transformación del horizonte epistémico y la disposición de nuevos patrones de subjetivación; tercero, la existencia al interior del estado de formas no capitalistas, apenas subsumidas formalmente a los circuitos mercantiles, denota la persistencia de formas residuales coloniales –las bases y las bazas de la colonialidad– y revela la construcción inacabada o defectuosa de una nación moderna y liberal. Dejemos a Tapia:

En el seno de la tradición marxista hay una línea de trabajo que ha establecido a partir de Marx una fuerte relación entre la forma del estado y la forma y la ley del valor, es decir, el estado corresponde a aquellos territorios en los que se ha implantado de manera dominante o exclusiva la ley del valor. Uno podría decir que allá donde se ha implantado de manera exclusiva la ley del valor estamos en las condiciones de lo que llamó subsunción real. Donde la ley del valor es dominante pero no exclusiva estaríamos todavía en la diversidad de configuraciones en las que existe lo que Marx llamó subsunción formal, es decir, la subordinación de otras formas de trabajo, de producción y sus estructuras sociales a las estructuras capitalistas. (Tapia 2010, 98)

Lo que me interesa destacar es de qué manera la subsunción real de las fuerzas productivas modifica las maneras de vivir y de pensar y de sentir, los habitus sociales, los patrones de subjetividad y las pautas de ciudadanía:

Es sobre esta predisposición elemental de la cohesión social existente ahora como cohesión en-el-valor de los productos del trabajo (incluido entonces también el ser humano), que ha de completarse la subsunción formal del proceso de trabajo social a la forma valor (...). La sustancia nacional subjetiva es ahora el estado de desprendimiento, de pérdida, de ausencia de las anteriores identidades social-reproductivas. Es una sustancialización por ausencia, negativa (…) la creación de la intersubjetivación como producto específico de la (re)producción social organizada en el Estado: el valor como sustancia nacional materializada en el Estado. (García Linera 2009, 210)

En su lectura de la colonialidad, tanto García Linera como Tapia ponen el énfasis en las lógicas y dinámicas del capitalismo mismo, de modo que el abigarramiento colonial sería consecuencia de la articulación combinada y siempre inestable entre distintos modos de producción –correspondientes a sociedades comunitarias, civilizaciones agrarias y culturas ecológicas, por ejemplo– subsumidos apenas formalmente a la economía capitalista dominante:

La cualidad del colonialismo en general y del “colonialismo interno” en particular vendrá dada inicialmente por la supeditación formal de las relaciones sociales de las estructuras comunales al capital y, por tal motivo, simultáneamente, por la constitución de los miembros de la entidad comunal en clase respecto a las clases sociales que configuran la realidad capitalista externa que los engloba. (García Linera 2008, 91)

Así entendida, la colonialidad, en cualquiera de sus formas históricas, sería, más que una condición cultural, una condición reproductiva de las relaciones sociales que sostienen al sistema capitalista y permiten la apropiación del excedente. Desde tiempos coloniales pero más aún desde la república, la subsunción formal de las economías comunales a la economía capitalista “nacional” articulada a la economía mundial convierte a los indígenas comuneros en una clase social, en campesinos: “Los miembros de una comunidad en cualquiera de sus formas y por sus vínculos ineludibles frente a estructuras sociales mayores y dominantes, son por tanto, clase social (Que) no sean una clase ‘clásica’ de la sociedad moderna, no elude su existencia histórica” (García Linera 2008, 90). Conversión esta que impregna y transforma las relaciones sociales al interior mismo de las comunidades, entre los que se quedan y los que migran, entre campesinos pobres y ricos, entre obreros y comerciantes o transportistas acomodados, estratificaciones que responden a la inserción de la economía comunitaria en los mercados locales y regionales a través de múltiples flujos mercantiles, rutas comerciales y cadenas de producción y distribución rural-urbanas que registran, desde tiempos coloniales, la articulación de los pueblos indígenas a la modernidad (Rivera Cusicanqui 2010a, 31). La comunidad no es inmune a la estratificación social, como no es inmune al individualismo neoliberal el comunero emigrado a la ciudad:

La comunidad personifica una contradictoria racionalidad, diferente a la del valor mercantil, pero subsumida formalmente por ella desde hace siglos, lo que significa que en su autonomía primigenia respecto al capital y centrada en el orden técnico procesual del trabajo inmediato, se halla sistemáticamente deformada, retorcida y readecuada por los requerimientos acumulativos, primero del capital comercial y luego del industrial. (García Linera 2008, 205)

Aun cuando señala con admiración la historia de lucha y resistencia comunitaria, y en qué medida constituye un modelo social y económico, político y ético, ecológico y epistémico potencialmente revolucionario, no deja de recalcar que es “a la vez, y esto no hay que eludirlo (una forma) de socialización fragmentada, subyugada por poderes externos e internos, que la colocan como palpable realidad subordinada” (García Linera 2008, 204). Esta línea de análisis autoriza a García Linera a insistir –reclamando una postura marxista desmarcada del materialismo histórico– en la primacía epistémica de la categoría de clase sobre la de etnia, y sostener que si las clases sociales tienen, históricamente y no sólo en Bolivia, un origen y una dimensión étnica, en una sociedad doblemente regulada por las lógicas del capital y la colonialidad, las clases sociales son construidas de acuerdo a estratificaciones étnicas. Recuerda, al respecto, la invención bajo la colonia y con fines específicamente tributarios y fiscales de la categoría étnica “indio”, clasificación que además de diluir las identidades autóctonas, estableció una división del trabajo, una jerarquización de saberes y una estructura de enclasamiento social vigente hasta el día de hoy, ideas compartidas por Rivera Cusicanqui y otros investigadores de la sociedad colonial (García 2008, 204-212; Rivera Cusicanqui 2010b, 181; De la Cadena 2000, 2).

La subsunción formal de la economía comunal que, como hemos visto, se origina en tiempos coloniales –la república de españoles y la república de indios– y atraviesa tanto la república oligárquico-patrimonial como la república sindical-populista, continúa imbricada a una nueva y más profunda subsunción real, renovada y ampliada al resto de la sociedad, bajo el modelo neoliberal y el régimen de acumulación global, flexible y combinado, que impone una nueva distribución internacional y transnacional del trabajo y el consumo. Esto hace desaparecer al clásico proletariado industrial, que es remplazado por una ubicua, amorfa, atomizada clase trabajadora. Este nuevo proletario, desgajado de una comunidad laboral y librado a su propia suerte como empresario de su fuerza de trabajo en un mercado laboral salvaje, carece de la concentración geográfica, las estructuras de pertenencia, los vínculos de solidaridad y el horizonte de previsibilidad del obrero de antaño. Deja, en una palabra, de tener una clase para sí pero no de pertenecer a una clase en sí. Pierde su conciencia de clase, pero adquiere a cambio la ciudadanía indolente y delegante que otorga el mercado, una individualidad empresarial y exitista falaz y doblemente alienada, por cuanto permanece atrapado en la esfera de la subsunción formal del trabajo como ciudadano nacional de segunda aunque sea interpelado por el mercado neoliberal como consumidor global: “Tenemos, entonces, mercantilización sin proletarización clasista, o una baja intensidad en tanto constitución de sujetos y lucha de clases organizada. Esto es parte de la estrategia de dominación” (Tapia 2008, 122).

Así como en los albores del siglo XIX ocurriera lo que Polanyi denominara “la gran transformación” (2007), para referirse a subsunción real del trabajo vivo y de la naturaleza a la economía de mercado y a la creación de la sociedad de mercado, bajo el actual régimen de acumulación global, flexible y combinado estaríamos viviendo, como sugiere Alain Lipietz (1996), una segunda gran transformación, tan radical, si no más, que la primera, en la cual todas aquellas esferas que guardaban cierto grado de autonomía respecto al capital –desde la reproducción de la vida y la fuerza de trabajo en la esfera doméstica a las esferas del ocio, los afectos, el cuerpo y la subjetividad–, resultan también subsumidas a la lógica de la mercancía. O dicho en otros términos, estaríamos presenciando la culminación del proceso de subsunción real, ya no meramente formal y parcial, de las esferas del trabajo y de la vida, el conocimiento y la afectividad, a la órbita del capital (Trigo 2012, 251ss; García Linera 2009, 142). Sin embargo, la expansión del consumismo, las lógicas del mercado y la ética neoliberal se han visto acompañadas en Bolivia –como en gran parte de las periferias– por una intensificación de las estructuras más arraigadas de colonialismo interno, dando una nueva vuelta de tuerca a la colonialidad:

Esto significa que la subsunción real de los procesos de trabajo bajo el capital, esto es, la propiedad privada como fundamento de identidad social y la tecnología como regulador de las disposiciones corporales, no es un hecho consumado. Si la economía funciona, si existe producción, mercado, acumulación, es porque gran parte de la sociedad urbana y rural marcha sobre lazos de parentesco, sobre lógicas productivas no totalmente mercantilizadas, con individualidades definidas por su entorno colectivo filial o comunal, con saberes y técnicas económicas no-capitalistas, etcétera. Las estructuras corporativas como formas de organización política local (sindicatos, juntas vecinales, ayllus), las redes de parentesco como recursos productivos que limitan la abstractalización (sic) mercantil del uso de la fuerza de trabajo, etc., originan identidades políticas y prácticas políticas que limitan estructuralmente la eficacia de los dispositivos liberales de (des)politización social. En tanto se mantenga la subsunción formal del trabajo al capital, la individualidad liberal es una falsificación administrativa de complejas y abigarradas formas de individualización social. (García Linera 2008, 148-9)

En esta lectura de la condición colonial, tanto García Linera como Tapia ponen el énfasis en las lógicas y dinámicas del capitalismo mismo, de modo que el abigarramiento o la heterogeneidad histórico-estructural producida por la colonialidad sería consecuencia de la articulación combinada y siempre inestable entre distintos modos de producción –correspondientes a sociedades comunitarias, civilizaciones agrarias y culturas ecológicas, por ejemplo– subsumidos apenas formalmente a la economía capitalista dominante. Así entendida, la colonialidad garantizaría, además de una condición cultural, la reproducción de las relaciones sociales que sostienen el sistema y permiten la apropiación del excedente.

En este sentido, la intensa y por momentos violenta agitación política de las últimas décadas ha instalado como protagonistas en la escena boliviana a los nuevos movimientos indígenas y sociales, cuyas demandas y modos de lucha han transformado Bolivia para siempre.

Lo que une a las diversas organizaciones sindicales campesinas, organizaciones de pueblos indígenas, y también movimientos sociales contra la privatización del agua, el gas y la tierra, no es una identidad cultural en la que se comparte un mismo origen étnico, sino lo que los une es el proyecto de nacionalización, de control sobre los recursos naturales del país, como condición para poder financiar una reforma y redirección de estado, que recomponga de manera multicultural la presencia más igualitaria de todos estos sectores y pueblos en el seno de la forma de gobierno del país. (Tapia 2006, 60)

De acuerdo a Tapia, no se trata de un movimiento de reivindicación cultural sino de demandas políticas, del mismo modo que el movimiento excede los marcos identitarios étnicos. Lo que está en juego es la misma soberanía nacional, puesta en jaque una vez más por la política neoliberal de privatizaciones y desnacionalizaciones de bienes y servicios considerados de utilidad pública o bien común, como el agua y la energía, pero también su defensa y reclamo como valores de uso comunal o colectivo, condición amenazada por su intempestiva comercialización (Rivera Cusicanqui 2010a, 66). Esto probaría, según nuestros críticos, que estamos ante una lucha por la apropiación y el uso del excedente económico social, de “la parte maldita”, como argumenta Tapia siguiendo a Georges Bataille, aquello cuyo uso determina el sujeto de la soberanía y establece los límites de la libertad (Tapia 2008, 25ss).

Se trata de movimientos sociales que se configuran a partir de demandas puntuales y acciones concretas en la confluencia de movimientos étnicos con diversos sectores de la sociedad civil que terminan desbordando la esfera de la política (institucional e institucionalizada) para actuar directamente en lo político (Arditi 1988). Como dice Tapia, “Un movimiento social empieza a configurarse cuando la acción colectiva empieza a desbordar los lugares estables de la política, tanto en el seno de la sociedad civil como en el del estado, y se mueve a través de la sociedad buscando solidaridades y aliados en torno a un cuestionamiento sobre los criterios y formas de distribución de la riqueza social o de los propios principios de organización de la sociedad, del estado y del gobierno” (Tapia 53). Su carácter nómade, fluido, desordenado, espontáneo, que privilegia la “acción normativa” por sobre la “acción comunicativa”, como sugiere García Linera, o la acción directa de la política en la calle (marchas, bloqueos, concentraciones, asedios, movilizaciones que llegan a un alto grado de confrontación) por sobre las normas liberales de la política electoral, hace que estos movimientos políticos reinventen la política y sean menos un movimiento político que la política en movimiento, probablemente el único tipo de política posible para sectores subalternizados por “una institucionalidad republicana que aparenta modernidad en una sociedad que carece (…) de las bases estructurales y materiales de esa modernidad imaginada” (García Linera 2008, 340).

Si partimos de la consideración del carácter abigarrado de la formación societal boliviana, deberíamos pensar a estos movimientos como societales y a su lucha como descolonizadora, pues no se trata apenas de la movilización de ciertos sectores de la sociedad que buscan reformar el orden social y político del que forman parte orgánica, sino de la irrupción en la institucionalidad estatal de sociedades subalternizadas por el colonialismo interno. En este sentido, estamos ante movimientos sociales y políticos que se alzan contra la colonialidad (Tapia 2008, 63). De ahí que, siguiendo a Zavaleta Mercado, se podría concluir que esta es la forma de la masa, sujeto social que emerge de la dialéctica de dominación masacre/rebelión (Rivera Cusicanqui 2010a, 75) y materializan estructuras de rebelión que articulan “una forma de organización; una historia común más o menos compartida en tanto experiencia de hechos y sentidos; una memoria; un proceso de acumulación histórica; proyectos políticos; la constitución de identidades y sujetos políticos; todo esto en relación con un horizonte de clivajes sociales y políticos o de lo que podemos llamar una estructura de conflicto” (Tapia 2008, 70). He aquí la emergencia de la forma multitud, concepto central zavaletiano retomado y adaptado por García Linera, quien dándole un giro netamente gramsciano –a pesar de su afinidad con Antonio Negri– piensa la multitud “como bloque de acción colectiva que articula estructuras organizadas autónomas de las clases subalternas en torno a construcciones discursivas y simbólicas de hegemonía, que tienen la particularidad de variar en su origen entre distintos segmentos de clases subalternas” (García Linera 2008, 294). Al contrario de la muchedumbre, que permite agregar individualidades sin filiación o identidad alguna con el movimiento a no ser la euforia que surge de la acción colectiva, o de la multitud, que para Zavaleta adquiere forma en la acción de la plebe, para García Linera la forma multitud se constituye en la agregación de individuos, como una asociación de asociaciones de base territorial donde los individuos se reconocen y actúan al unísono en pro de un objetivo común:

En este sentido, la multitud es una red organizativa bastante flexible, hasta cierto punto laxa, que presentando un eje de aglutinación bastante sólido y permanente es capaz no solo de convocar, dirigir y “arrastrar”, como lo hacía la COB, a otras formas organizativas y a una inmensa cantidad de ciudadanos “sueltos”, que por su precariedad laboral, por los procesos de modernización e individualización carecen de fidelidades tradicionales, sino que además es una estructura de movilización capaz de integrar a sus propias redes a la dinámica interna de deliberación, resolución y acción, a individualidades y asociaciones a fin de emprender la búsqueda de un objetivo de manera inmediata o a largo plazo. (García Linera 2008, 298)

Si los análisis de Tapia y García Linera se apoyan fuertemente en la economía política, la lectura de la condición colonial que realiza Rivera Cusicanqui pone el énfasis más en los procesos históricos, las prácticas culturales y los imaginarios colectivos. Ello no obsta que en su análisis recurra a la descripción minuciosa de estructuras productivas, prácticas económicas y relaciones sociales a partir de las cuales se constituyen identidades colectivas y se generan conflictos. Así, por ejemplo, complementa lo que serían “contradicciones sociales fundamentales” con un análisis muy fino del entramado de las relaciones de poder, las múltiples formas de la violencia y la estratificación étnico-social mediante una compleja “cadena de relaciones de dominación colonial” en la interrelación social y lingüística en la vida cotidiana (Rivera Cusicanqui 2010a). Al aumentar la lente para producir una descripción densa y apretada de los acontecimientos, Rivera Cusicanqui también pone el acento en la materialidad social, pero buscando ofrecer un macro-relato capaz de aprehender los procesos de larga duración. Para ello, reelabora teóricamente la idea del colonialismo interno, acuñada allá por los 60 por Pablo González Casanova (1969), “como un conjunto de contradicciones diacrónicas de diversa profundidad, que emergen a la superficie de la contemporaneidad, y cruzan, por tanto, las esferas coetáneas de los modos de producción, los sistemas político estatales y las ideologías ancladas en la homogeneidad cultural” (Rivera Cusicanqui 2010b, 36). Partiendo también de la noción de abigarramiento de Zavaleta Mercado, busca elaborar un marco conceptual capaz de dar cuenta de la coexistencia simultánea en la realidad contemporánea de distintas formaciones societales, horizontes epistémicos o ciclos históricos que atraviesan las esferas de la producción, la política, la institucionalidad estatal, la ideología y la cultura. Permítaseme la cita, pues compendia lo más jugoso de su propuesta:

…la hipótesis central que orienta el conjunto del trabajo, es que en la contemporaneidad boliviana opera, en forma subyacente, un modo de dominación sustentado en un horizonte colonial de larga duración, al cual se han articulado –pero sin superarlo ni modificarlo completamente– los ciclos más recientes del liberalismo y el populismo. Estos horizontes recientes han conseguido tan sólo refuncionalizar las estructuras coloniales de larga duración, convirtiéndolas en modalidades de colonialismo interno que continúan siendo cruciales a la hora de explicar la estratificación interna de la sociedad boliviana, sus contradicciones sociales fundamentales y los mecanismos específicos de exclusión-segregación que caracterizan la estructura política y estatal del país y que están en la base de las formas de violencia estructural más profundas y latentes. (Rivera Cusicanqui 2010b, 37)

A diferencia del grado de abstracción de nociones como “la simultaneidad de lo no simultáneo”, la metáfora de “horizonte” propuesta por Rivera Cusicanqui alude a contradicciones socio-culturales históricamente irresueltas y ofrece la ventaja, respecto al “abigarramiento” de Zavaleta Mercado, de incluir la dimensión cultural correspondiente a un ciclo histórico dado. De acuerdo a esto, la realidad boliviana actual no se podría explicar cabalmente sin la persistencia de esa estructura colonial profunda, horizonte epistémico sobre el cual se han ido solapando sucesivos horizontes modernizadores, dando así lugar a distintas modalidades de colonialismo interno que regulan la estratificación social, las formas político-institucionales y los habitus de racismo y exclusión. Y llega así a la conclusión de que tanto la identidad india, como la mestiza, como la q’ara, han sido forjadas en el marco estructurador del colonialismo interno. Cada horizonte histórico operaría simultáneamente en varias dimensiones que se solapan, traslapan, entrecruzan o invalidan, desde las relaciones de producción y las formas de dominación política, hasta el campo de las ideologías, los afectos y las memorias donde se decantan las identidades y los imaginarios, pasando, por supuesto, por la esfera cotidiana de la praxis social. Y esta última es central, porque es allí donde se procesan día a día, cuerpo a cuerpo, cara a cara, las mil formas que adopta el ejercicio del poder y del saber, encarnado y naturalizado en habitus de prestigio y discriminación,

…condicionando tanto las conductas “objetivas” como las expresiones no verbales y la propia producción del discurso (…) La profunda huella represiva del colonialismo –ya lo ha postulado Frantz Fanon para el caso de África– marca a hierro las identidades postcoloniales, inscribiendo en ellas disyunciones, conflictos y una trama muy compleja de elementos afirmativos, que se combinan con prácticas de autorechazo y negación. Pero esta matriz de comportamientos culturales no sólo afecta a los “indígenas”, también a los variopintos estratos del “mestizaje” y el “cholaje”, y hasta a los propios q’aras que reproducen, en sus viajes por el norte, el comportamiento dual del provinciano andino inmigrado. (Rivera Cusicanqui 2010b, 117)

Esta interiorización de las pautas intersubjetivas de la colonialidad, que alcanza incluso a los sectores dominantes, produce en los individuos de origen indígena sentimientos de degradación y humillación, captados en la idea de “empequeñecimiento” que se asocia a la condición humillante de la servidumbre (Rivera Cusicanqui 2010c, 27). Y aquí es donde llegamos, a mi entender, a la contribución más importante de Rivera Cusicanqui, tanto intelectual como éticamente. Arrastrada por los acontecimientos históricos, vivió la paradoja y el dilema de tantos otros mestizos urbanos, de sentir la necesidad de adoptar una identidad política katarista aun reconociendo su identidad cultural mestiza. “Yo intuía –dice– que la opresión femenina y la opresión india entrañaban similares sufrimientos: el silencio cultural impuesto o autoimpuesto, el tener que aceptar una identidad atribuida desde fuera, la paradoja de luchar por la igualdad y al mismo tiempo defender la diferencia. De todas maneras, eso eludía el tema central: ¿cómo es que podía ser mestiza, castellano hablante y sentirme a la vez tan profundamente interpelada por la causa katarista, que aparentemente me negaba y excluía?” (Rivera Cusicanqui 2010b, 65). En vez de renegar de lo mestizo y esencializar lo aymara, opta por el camino más difícil y se mete de lleno en la contradicción, es decir, en la fragua de las sociedades latinoamericanas, el mestizaje:

De este modo, el intento de ejercitar una mirada antropológica y étnica sobre el tema del mestizaje, resultó en un radical distanciamiento frente a las habituales interpretaciones que consideran al mestizo andino como producto de un armonioso melting pot donde se habrían fundido los metales de la diversidad cultural colonial, formando un único y homogéneo tipo social, en el cual ya habrían desaparecido los rasgos conflictivos de la estructura de castas original. Por el contrario, y analizando datos de investigaciones antropológicas recientes, he planteado la idea de que el mestizaje conduce a un reforzamiento de la estructura de castas, mediante un complejo juego de mecanismos de segregación, exclusión y autoexclusión que subordinan a los sectores cholos urbanos a los mecanismos clientelares propuestos por el sistema político tradicional y los condenan a la degradación, el anonimato colectivo y la pérdida de un perfil diferenciado. (Rivera Cusicanqui 2010b, 35)

Mientras muchos críticos se quedan en la denuncia y descalificación del mestizaje como un designio racista de asimilación monocultural o como un instrumento de asimilación estatal, Rivera Cusicanqui, que se sabe mestiza y ha vivido en carne propia las miserias y las angustias del mestizo, nos proporciona una reflexión teórica sobre el mestizaje como taypi, espacio intermedio, de la ambigüedad y la contradicción. “Personalmente”, dice, “no me considero q’ara (culturalmente desnuda, usurpadora de lo ajeno) porque he reconocido plenamente mi origen doble, aymara y europeo, y porque vivo de mi propio esfuerzo. Por eso, me considero ch’ixi, y considero a ésta la traducción más adecuada de la mezcla abigarrada que somos las y los llamados mestizas y mestizos.” Y agrega luego: “La noción ch’ixi, como muchas otras (allqa, ayni ) obedece a la idea aymara de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido” (Rivera Cusicanqui 2010c, 69). Un color gris ch’ixi es blanco y no es blanco a la vez, es blanco y también es negro, su contrario. La piedra ch’ixi, por ello, esconde en su seno animales míticos como la serpiente, el lagarto, las arañas o el sapo, animales ch’ixi que pertenecen a tiempos inmemoriales, a jaya mara, aymara. Tiempos de la indiferenciación, cuando los animales hablaban con los humanos. La potencia de lo indiferenciado es que conjuga los opuestos. Así como el allqamari conjuga el blanco y el negro en simétrica perfección, lo ch’ixi conjuga el mundo indio con su opuesto, sin mezclarse nunca con él.” La concepción vital se complementa con el discernimiento intelectual, y así “La noción de ch’ixi (…) equivale a la de sociedad abigarrada de Zavaleta”, sostiene, aunque sería mejor decir que la complementa, “y plantea la coexistencia en paralelo de múltiples diferencias culturales que no se funden, sino que antagonizan o se complementan” (Rivera Cusicanqui 2010c, 70). Esto le lleva a concluir, a diferencia de otras corrientes decoloniales o descolonizadoras, indianistas o interculturales, que “El pensamiento descolonizador que nos permitirá construir esta Bolivia renovada, genuinamente multicultural y descolonizada, parte de la afirmación de ese nosotros bilingüe, abigarrado y ch’ixi, que se proyecta como cultura, teoría, epistemología, política de estado y también como definición nueva del bienestar y el ‘desarrollo’” (Rivera Cusicanqui 2010c, 73). Desde la realidad conflictiva y aflictiva del mestizo y la mestiza, con las herramientas occidentales de la historia y con la lección de la sabiduría aymara, puede plantarse:

qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani
(Mirando al pasado para caminar por el presente y el futuro)
(Rivera Cusicanqui 2010a, 17)


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Nota
1 Los textos de García Linera utilizados para este trabajo corresponden a su etapa autonomista y anti-estatista, anterior a la estrategia política etapista, estatista y desarrollista que ha promovido desde la Vice-presidencia de la República. Su accionar político desde el poder, así como su labor intelectual como ideólogo del régimen, es objeto de serias críticas y motivo de desavenencias y divisiones en el movimiento indígena y en el campo de la izquierda. Quizás García Linera represente otro ejemplo de lo difícil que es hacer coincidir la praxis con la teoría. En todo caso, en este ensayo mi limito a esta última.