Configuración ideológica de la transgeneridad: cross-dressing y travestismo en el cine argentino

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Santiago Peidro
Universidad Nacional de Buenos Aires
CONICET


El presente trabajo sostiene que el discurso cinematográfico recurre a una batería retórica de género que cuenta con una programática ideológica. Esto queda de manifiesto en el modo en que se construyen los personajes travestis en el cine argentino. El objetivo de este escrito es, por un lado, analizar de qué modo son construidos los textos fílmicos que cuentan con este tipo de personajes y, por otro, ubicar cómo las ficciones que los incluyen se sitúan dentro de un modelo paradigmático de representación. La interpretación que se plantea aquí para el análisis del corpus cinematográfico escogido se vincula a una hermenéutica de la sospecha, donde el texto fílmico funciona como “disfraz y como síntoma, en el que se ocultan y se muestran prejuicios, pulsiones o pensamientos reprimidos, etc.” (Rossi 56).




El género y el discurso cinematográfico
A fin de precisar la dimensión del término “género” comenzaremos ubicando como hipótesis inicial aquello que Judith Butler sugiere al sostener que

sería erróneo pensar que primero debe analizarse la “identidad” y después la identidad de género por la sencilla razón de que las “personas” sólo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género. (El género 70-71)

De este modo, las normas del género operan como principios de legibilidad cultural tanto como reglas de carácter prescriptivo. En el contexto histórico contemporáneo, aquello que nos permite acceder al estatus de humanos es precisamente nuestra legible identificación sexo-generizada. Esta idea es ilustrada con claridad por la teórica queer Beatriz Preciado en lo que a la disposición de los baños públicos de cualquier bar, escuela o institución respecta:

… en la puerta de cada retrete, como único signo, una interpelación de género: masculino o femenino, damas o caballeros, sombrero o pamela, bigote o florecilla, como si hubiera que entrar al baño a rehacerse el género más que a deshacerse de la orina y de la mierda... (Preciado Basura y género 15)

Podemos agregar, retomando la tesis de Butler, que el género no es un sustantivo ni un conjunto de atributos, sino que posee carácter performativo. Se trata de una producción que no supone un acto único, sino una repetición que logra su efecto a través de su naturalización en el contexto de un cuerpo entendido como “una duración temporal sostenida culturalmente” (El género 17) y “una práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (Cuerpos 18). Definir al género implica entonces rechazar su estatuto ontológico para focalizarse en las diferentes repeticiones que constituyen su realidad. En esta línea, la filósofa concluirá que “la identidad original sobre la que se articula el género es una imitación sin un origen” (El género 269), “en la que las posiciones de género (masculinas y femeninas)”, agrega Preciado, “que se consideran naturales, son el resultado de performances sometidas a regulaciones, iteraciones y sanciones constantes” (Preciado La invención s.p.).

Conforme a estas consideraciones, se concluye que no existe un género natural o innato. Por el contrario, se trata de una producción generada en la repetición de determinados comportamientos y acciones que construyen la realidad de nuestros cuerpos. El género es un constructo que resulta del modo en el que nos posicionamos en el mundo y del efecto que los entornos sociales y culturales poseen sobre cada uno de nosotros. No obstante, cada quién no lleva a cabo sencillamente la “performance” que prefiere, sino que se encuentra forzado a “actuar” determinado género considerando la normativa genérica vigente que apoya y legitima, o condena y excluye. La actuación del género que cada uno deviene se produce en el marco de una tensión cuyo efecto es una negociación con la normatividad.

Louis Althusser sostiene que ninguna clase social puede poseer el poder del Estado en forma duradera sin ejercer al mismo tiempo su hegemonía sobre y desde los aparatos ideológicos de Estado. El autor ubica dentro de estos a los sistemas de cultura e información, como la prensa, la televisión o el cine, y afirma, a su vez, que no hay práctica posible fuera de una ideología. En su tesis central subraya que “la ideología interpela a los individuos como sujetos” (36). La categoría de sujeto, desde esta perspectiva, es constitutiva de toda ideología en tanto “toda ideología tiene por función (función que la define) la `constitución´ de los individuos concretos en sujetos” (37). En esta línea, Teresa de Lauretis retoma la referencia de Althusser y propone una modificación que consiste en sustituir el término ideología por el de género. De esta manera, afirma que “el género tiene la función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres” (78). La construcción del género se propaga también mediante los aparatos ideológicos del Estado. La teórica posestructuralista explica, a su vez, que el “sistema género-sexual”  es tanto una construcción sociocultural como un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social) a los individuos en la sociedad.

Considerando las ideas de Butler, de Lauretis y Preciado, podemos concluir que las identidades de género masculina y femenina comportan grados brutales de conflicto para aquellas personas que no se identifican con ninguna de las opciones hegemónicas vigentes. Si el género tiene la función de construir sujetos varones y mujeres, como precisa de Lauretis, estos son obligados a responder respecto de su deber ser en cada comunidad, en función de lo que en cada aparato ideológico se espera de cada uno de ellos. Tomando como ejemplo el deporte argentino más popular, los niños que no jueguen al fútbol en el aparato ideológico escolar son muchas veces estigmatizados. Los varones deben ser hinchas de algún club y practicar ese deporte que ha sido fundamental para la construcción de los imaginarios de la masculinidad argentina desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, época en la que era necesario fijar una representación de virilidad asociada a la idea de nación en un marco de heterogeneidad de nativos, criollos e inmigrantes. La película Los tres berretines da cuenta de esta idea al introducir al personaje feminizado de Pocholo, ajeno al universo viril y ligado al mundo del cine, precisamente como reverso del protagonista de El crack, quien a fuerza de patriotismo triunfa como jugador de fútbol.

Ahora bien, debemos precisar que el discurso cinematográfico incluye una diversidad de instancias (guión, montaje, fotografía, vestuario, sonido, música, dirección de arte, producción, actuación, etc.) que haría imposible poner en una misma línea a la persona que dirige una película y al sujeto de la enunciación, que solo existe considerando la totalidad del film. De este modo, el resultado de la enunciación puede divergir de las intenciones del director o del guionista, las cuales no revisten el interés que sí envuelve al sujeto de la enunciación. Gianfranco Bettetini, especialista en teoría y técnica de la comunicación audiovisual, afirma que el sujeto de la enunciación “hace de la subyacencia su razón de ser” (29). Se trata de un sujeto que se somete a las exigencias de un proyecto, acumulando sobre sí los indicios de una intencionalidad que no pertenece al sujeto empírico y que a veces resulta hasta contraria a sus expectativas. Es el enunciado textual, el film en nuestro caso, que dotado de huellas y marcas produce la instancia de un sujeto que enuncia. Por consiguiente, las conclusiones que puedan desprenderse de un análisis fílmico, no atañen a su realizador empírico, sino al argumento textual, al enunciado producido por un sujeto de la enunciación. Finalmente, podemos agregar que todo texto fílmico se halla enmarcado en el discurso cinematográfico como institución y hecho sociocultural multidimensional (económico, social, político, tecnológico) atravesado por un sistema de clasificación genérica en el que pueden ordenarse los textos fílmicos según rasgos comunes de forma y contenido, con códigos y leyes específicas.

Entonces bien, como sosteníamos con Butler previamente, la performatividad se define como “la reiteración de una norma o conjunto de normas, y en la medida en que adquiere la condición de acto en el presente, oculta o disimula las convenciones de las que es una repetición” (Cuerpos 34). Pero si bien la norteamericana no está planteando esta noción en relación al discurso cinematográfico, sino en lo que al sistema género-sexual respecta, podríamos trasladar esta definición de performatividad a otro nivel, proponiendo, de esta manera, que el discurso cinematográfico también opera de modo performativo. Esto significa que el cine no sólo fija estereotipos y roles sociales, sino que transmite masivamente un modo de leer la disidencia sexual que es apropiada y reiterada por un público heterogéneo. El cine, como se señala en el film The Celluloid Closet, funciona al modo de una fábrica de mitos que enseñó a los heterosexuales qué pensar de los gays y a los gays qué pensar de sí mismos. Sin embargo, esos mitos no surgen de invenciones fantásticas, sino que se alimentan de los supuestos instituidos acerca de la disidencia sexual que se hayan diseminados en las distintos estratos de la sociedad. El cine, por consiguiente, no sólo es reflector, sino también creador y recreador de imaginarios culturales.

El discurso cinematográfico, siguiendo a Richard Dyer, construye personajes arquetípicos que facilitan una visibilización inmediata por parte del espectador. Estos arquetipos, al activarse en la trama con un repertorio limitado de clichés, se convierten rápidamente en expresión de ideología. Desde esta perspectiva, podemos hipotetizar que el cine, como aparato ideológico, tiene por función resguardar que los personajes arquetípicos se mantengan definidos dentro del binarismo género-sexual propio de la hegemonía heteronormativa.

Disidencia sexual y travestismo
El travestismo puede ubicarse dentro de lo que llamamos sexualidades disidentes. Allí se agrupan aquellas que se sitúan por fuera de los límites de las identidades impuestas por el imperativo heteronormativo. La matriz que ubica posiciones fijas y constrictivas respecto de la sexualidad y el género requiere, de acuerdo con Butler, “la producción simultánea de una esfera de seres abyectos, de aquellos que no son sujetos, pero que forman el exterior constitutivo del campo de los sujetos” (Cuerpos 19). Por un lado, entendemos lo abyecto como lo expulsado, lo desterrado de las zonas socialmente habitables. Por el otro, como aquello paradójicamente necesario, mediante el repudio que produce la misma abyección para la constitución del conjunto de los seres identificados con el fantasma normativo del sexo y el género. Vale aclarar que la elección del término “disidencia sexual” se prefiere aquí al de “diversidad sexual”, ya que lo que se busca remarcar con la elección del primero en detrimento de este último, son aquellas identidades, prácticas culturales y movimientos políticos no alineados con la norma socialmente impuesta de la heterosexualidad y la cisexualidad.

Si nos basamos en ciertas definiciones formales y de pretensión científica, el término travestismo, conforme a la Encyclopedia of Homosexuality, fue introducido por el sexólogo Magnus Hirschfeld en 1910. Hasta ese momento, todas las investigaciones médicas acerca de las llamadas desviaciones sexuales que involucraban a dos personas del mismo sexo biológico eran catalogadas dentro de la homosexualidad, sin más especificaciones. La investigación de este científico determinó que no todas las personas que se travestían mantenían prácticas homosexuales.

Por su parte, Charles Moser y Patricia Kelinplatz califican como travestismo propiamente dicho aquellas prácticas que incluyen placer erótico; de modo que mientras el simple acto de vestir ropas típicas del “sexo opuesto” es conocido como cross-dressing, cuando esta práctica permite obtener placer erótico es considerada travestismo. Esta distinción recupera en cierta forma las hipótesis planteadas hacia 1954 por Harry Benjamin, quien instauró una diferencia entre el travestismo y el transexualismo. Afirmaba que en el primer caso los órganos sexuales son fuentes de placer, mientras que en el segundo son de disgusto.

En oposición a las definiciones precedentes de finalidad técnica y/o médica, considero fundamental la perspectiva que sobre el travestismo introduce Butler, especialmente en su texto Cuerpos que importan. Allí sostiene que el travestismo puede utilizarse “tanto al servicio de la desnaturalización como de la reidealización de las normas heterosexuales hiperbólicas de género” (184). En un texto más temprano, El género en disputa, la autora pone el acento en los modos a partir de los cuales el travestismo da cuenta de la performatividad constitutiva de cualquier género. De esta manera se pregunta: “¿Es el travestismo la imitación del género?... ¿Ser mujer es un `hecho natural´ o una actuación cultural?” (El género 37). Las travestis no producen una imitación de una supuesta feminidad natural, ya que esta última no pertenece tampoco a las mujeres. Algunos travestis y ciertas mujeres se apropian de procedimientos discursivos establecidos respecto de la feminidad que configuran el conjunto de ideales y normas de género disponibles en determinado contexto socio-histórico. Desde esta perspectiva, como sugeríamos al principio, todos los géneros imitan alguna suposición de original que no es en verdad más que un conjunto de ideales y normativas configuradas socio-culturalmente.

No es la intención de este escrito efectuar clasificaciones de identidades género-sexuales, puesto que resulta sumamente problemático delimitar o definir conceptos como “travestismo”, “transgeneridad”, “transexualismo” o “cross-dressing” sin caer en trampas ontológicas o biologizantes. En cambio, dado que estos conceptos sí pueden ser explicitados en relación a sus usos y contextos, a los fines de este escrito se utilizará el término travestismo, transgénero y/o cross-dressing para referirnos sin distinción a aquellos personajes donde la adopción de una identidad género-sexual determinada difiere de la asignada y sostenida previamente dentro del relato y sea representada de manera prolongada o provisoria. La adopción de una nueva identidad en las ficciones a examinar se presenta a modo de artificio o farsa.

A continuación analizaremos si la configuración de personajes travestidos dentro de la filmografía argentina de la “época de oro” está al servicio de la desnaturalización de las identidades género-sexuales, o si acaso opera reforzando los ideales de las normas heteronormativas sostenidas por el imaginario social. La filmografía de este periodo constituye el primero de tres paradigmas en la representación del travestismo en la historia del cine argentino.1 Un segundo paradigma introduce personajes masculinos que se trasvisten con el fin de seducir a mujeres despampanantemente sexy e inverosímilmente ingenuas. Se trata de una filmografía industrial y de masas producida durante la última dictadura militar argentina (1976-1983), así como en los años inmediatamente previos y posteriores a la misma, fuertemente marcada por Jorge Porcel y Alberto Olmedo. La representación estereotipada de personajes travestidos y homosexuales —detrás de los cuales siempre se encuentra un verdadero “macho argentino”— refuerza la ideología de que cualquier tipo de sexualidad no hegemónica es ridiculizable, abyecta o patológica. La persecución a la que se vieron sometidos durante este período histórico todos aquellos que se identificaban con una sexualidad disidente confirma la capacidad del discurso cinematográfico para transmitir y recrear imaginarios culturales. Un tercer paradigma, predominante en el “nuevo cine argentino” de 1990 en adelante, comprende textos fílmicos que presentan personajes interiormente problematizados por una indecisa o fluctuante identidad género-sexual. El modo en el que es presentada la conflictiva interior del personaje varía de acuerdo al género cinematográfico del que se trate. En ocasiones, principalmente en el policial, estos personajes son leídos en clave de patología, malicia o delincuencia, como se puede ver en Secretos Compartidos. Sin embargo, en otras ocasiones el personaje no reviste características negativas sino disidentes respecto de las hegemónicas, como en el caso de Mía. Como hemos dicho, en este trabajo nos limitaremos a analizar algunos ejemplos del primer paradigma.

Vale la pena resaltar que todo arquetipo obtura la singularidad de cada sujeto, ofreciendo normas de representación en las cuales se entrega un repertorio limitado de formas de ser (trans o trav en nuestro caso). Esos modos estereotipados responden casi siempre a determinados modelos donde se reproducen con insistencia las formas con las que se representan este tipo de personajes. Siguiendo a Roland Barthes, todo texto es en realidad un intertexto, una colección de citas de modo que un texto alberga a muchos otros y la retroalimentación es constante e incesante. Estos estereotipos tienen posibilidad de existir puesto que hay en el campo social ideas sobre el travestismo y la transgeneridad, ya sean del sentido común, de la ciencia, de la literatura, del psicoanálisis; e imágenes que el mismo cine retroalimenta en las nuevas ficciones. Esas creencias se propagan presentándose como verdades absolutas, cuando no son más que producciones artificiales. Friedrich Nietzsche se preguntaba “¿qué es, pues, verdad? Respuesta: una multitud movible de metáforas, metonimias y antropomorfismos, en una palabra una suma de relaciones humanas poética y retóricamente potenciadas, transferidas y adornadas que tras prolongado uso se le antojan fijas, canónicas y obligatorias a un pueblo” (553).

Identidades fluctuantes: la comedia del cross-dressing femenino
El cine argentino tuvo desde sus inicios la función clave de favorecer la construcción de una identidad nacional. El criollismo organizó un universo imaginario que caracterizó a la literatura desde 1880 hasta poco después de 1910 y abasteció de ficciones a la cinematografía argentina, por lo menos hasta fines de la década del cuarenta. Todas las producciones criollistas, proveyendo de elementos de identidad tanto a nativos como a inmigrantes, buscaron responder el interrogante sobre el ser argentino que intentaba definir a los habitantes de la nueva nación.

El imaginario criollista, basado en la representación de íconos pampeanos y del culto nacional al coraje como símbolos de la argentinidad, se incorpora a la vida cotidiana de los argentinos cumpliendo una función de nivelación cultural e inclusión social. El cine criollista se articula en relación a un Ideal que guía a los habitantes de la nueva nación en su ingreso al lazo social, organizando un mundo de ideas moralmente dicotómicas: el campo, como espacio idílico se opone a la depravación de la ciudad; la valentía, el coraje y la honradez se levantan como valores supremos que caracterizan a los héroes y los diferencian de los indignos (muchas veces extranjeros o inmigrantes; el gaucho (Nobleza gaucha, Juan sin ropa, Perdón Viejita, Juan Moreira) y el trabajador (Prisioneros de la tierra, Las aguas bajan turbias) personifican los valores positivos de un mundo en el cual el trabajo, la solidaridad y la honestidad configuran las características del buen argentino. La tradición criollista se expandió hasta mediados de siglo XX, época en la cual  estos tópicos fueron modernizándose y convirtiéndose en objeto de parodia, tal como se advierte en los films La Fuga o Kilómetro 111.

Analizaremos ahora de qué manera las identidades sexualmente disidentes pudieron insertarse dentro de estas coordenadas. Inicialmente, y tomando como punto de partida el travestismo en este paradigma, podemos ubicar un corpus de films donde no se problematiza sobre el sentimiento de identidad de género o el objeto del deseo de quien viste las ropas del “sexo opuesto”. Entre las obras estudiadas vale destacar La estancia del gaucho cruz,2 Luisito,3 Vidalita4 y La niña de fuego.5 Todas estas películas pertenecen al género de la comedia romántica,6 aunque cada una de ellas ofrece sus particularidades. En primer lugar, La estancia del gaucho Cruz y Vidalita recurren al imaginario criollista. Luisito también tiene, aunque en menor medida, elementos criollistas, pero La niña de fuego ya se distancia bastante de este imaginario y parece ser una producción dedicada a explotar las dotes musicales de su protagonista, Lolita Torres.

Casi todas las narraciones que incluyen personajes femeninos travestidos se enmarcan en un cine industrial que abarca desde 1930 a comienzos de 1950, dentro de lo que se ha denominado “época de oro” del cine argentino. En este punto, cabe destacar que algunos de los antecedentes locales de este tipo de procedimientos se encuentran en la experiencia cultural y el imaginario del tango.

Antes que en el cine, hacia finales del siglo XIX ya había mujeres que en el teatro popular criollo y como cancioneras de tango aparecían en sainetes vestidas de varón. Una vez que el tango se popularizó y fue aceptado por las clases altas a fines de la década del veinte, era habitual observar en escena mujeres cantando vestidas como hombres. Por un lado, esto evidenciaba la irrupción de la mujer en un campo reservado al varón; por el otro, afianzaba la superioridad masculina al requerirse implícitamente para ellas la transgeneridad con el fin de asegurarse un trabajo o lograr cierto reconocimiento en el mundo del espectáculo. Rudolf Dekker y Lotte van de Pol señalan que las primeras mujeres que se travestían en la Europa de los siglos XVII y XVIII, lo hacían, ya fuera por patriotismo, rebeldía o necesidades económicas, con el fin de acceder a espacios prohibidos. A su vez, señalan un dato importante de aquella época que bien puede ser aplicado a la cinematografía argentina del período que nos ocupa, “el travestismo masculino se consideraba mucho más reprobable que el femenino: el hombre se degradaba, mientras que la mujer aspiraba a ser mejor” (71). Una idea similar explicita Quentin Crisp en The Celluloid Closet al sostener que “cuando un hombre se viste de mujer, el público ríe, cuando una mujer se viste de hombre nadie se ríe”. Este comentario en el mencionado film es ilustrado con la película Morocco, en la cual Marlene Dietrich se engalanaba con un smoking para cantar en un bar.

La película ¡Tango!,7 perteneciente al imaginario tanguero, introduce a la popular Azucena Maizani travestida de varón dentro de la estética del compadrito (ícono cultural de masculinidad, rebeldía y virilidad), cantando de modo altivo y desafiante “Milonga del novecientos”. “El travestismo de Maizani despliega la movilidad del género y desnaturaliza `lo femenino´ y lo `masculino´ al disociar el vínculo entre género, vestimenta y voz” (Montenegro 179). La figura de la cantante vestida de varón se repitió no sólo en el imaginario tanguero. Los personajes de Luisa, en Luisito, y de Fernanda en La niña de fuego, también se travisten para cantar, aunque cada cual con una finalidad distinta.

Estos films de “la época de oro” comparten el modo en que es caracterizado el personaje travestido y la función que este cumple en el universo narrativo. Quien realiza el cross-dressing es la protagonista, quien a partir del vestuario y los modismos realiza una representación intencionalmente incompleta de un hombre. Dicha parcialidad se fundamenta en pequeños detalles (tono de voz, accesorios de la vestimenta o el peinado) que dejan entrever al espectador que se trata meramente de una farsa que favorece situaciones de comicidad. Así, el cross-dressing genera escenarios que desestabilizan la virilidad normativa y transgreden los compartimentos estancos del binarismo género-sexual. A su vez, y esto tiene en común con los films vinculados al imaginario tanguero, permite a las mujeres (que en este sentido padecen su feminidad) acceder a lugares que no podrían ocupar sin la vestimenta propia de los hombres. Luisa, en Luisito, sostiene que trabaja de camarera en un bar porque “en muchos empleos no querían mujeres y en otros duraba poco. En el que duré más tuve que tirarle la máquina por la cabeza al jefe ... me echaron y me descontaron la compostura de la máquina”, sugiriendo no solamente que como mujer no conseguía empleo, sino que debía además tolerar el acoso de sus superiores. Esto se evidencia también en el apodo que adquirió como camarera: “la brava”, por no dejarse sobrepasar por ningún hombre. A su vez, tanto Vidalita en Vidalita, como Fernanda en La niña de fuego se visten de hombre para, en el primer caso, cumplir con el deseo de su abuelo de tener un nieto varón; y en el segundo, para satisfacer a un tío que ansía dejarle su empresa a un sobrino, también varón. A su vez, Luisa, en Luisito, cuando se viste de “señorito” para actuar y cantar en el bar de varietés donde además es camarera, lo hace para regocijar al público masculino que pide por ese número artístico. El cross-dressing funciona no sólo para satisfacción del deseo de algunos hombres, sino por el deseo de algunos de ellos. Así, Luisa decide disfrazarse de su supuesto hermano mellizo para recuperar el amor de Alberto. Liana, en La estancia del gaucho Cruz, también lo lleva a cabo para conquistar el amor del misógino Cruz.

Por su parte, Vidalita expande “casi sin limitaciones una retórica del sobreentendido, de la alusión doble, del equívoco, de la transformación identitaria, allí mismo donde respondía, paradójicamente, a un régimen imaginario muy estricto, el del criollismo cinematográfico” (Bernini 344). Si Luis Saslavsky ya había parodiado al criollismo con su película anterior, La fuga, donde el campo, espacio idealizado de aquel imaginario durante décadas, era puesto en ridículo, con Vidalita se parodia el otro gran tópico del criollismo: el estatuto heroico del gaucho. Ya no estamos en presencia del gaucho noble de Nobleza gaucha o el gaucho justo de Juan sin ropa o Juan Moreira. Vidalita presenta un gaucho transgenerizado que barre con todos los valores fundamentales de ese imaginario cultural. Algo similar ocurre en La estancia del gaucho Cruz, donde también se parodia el estatuto del héroe criollista. El gaucho-chofer de Samuel/Liana no sabe cómo domar un caballo, se asusta frente al facón de otro gaucho, carece de músculos y rehúye a las mujeres. Ubicar a Vidalita dentro de este modelo y definir al personaje como travesti, por más que simule, según las ocasiones, ser tanto un hombre como una mujer, como cuando se hace pasar por la hermana del gaucho que ella misma ha representado, responde a la idea de adoptar como criterio central del personaje y su ubicación en la trama la transgresión social que supone para una mujer encarnar el lugar del gaucho, corrompiendo en ese acto el modelo patriarcal criollista establecido. De este modo, el vaivén constante del personaje entre la representación de lo masculino y lo femenino, ese cross-dressing incesante, le permite ocupar, como ya hemos mencionado, espacios sólo accesibles al género masculino.

De esta manera, en los textos fílmicos concernientes a este corpus, los personajes femeninos utilizan semblantes masculinos (vestimentas y manierismos atribuidos a los hombres) para, por un lado, satirizar el mundo de los varones, al tiempo que se insertan en él desarreglando las estructuras normativas. Sin embargo, y he aquí lo fundamental, la transgresión en las narrativas de este tipo de transgeneridad –como sugiere Chris Straayer respecto de los films de habla inglesa que él analiza, pero que bien puede aplicarse a la cinematografía argentina– es meramente transitoria. Al final de este tipo de relatos, las demarcaciones se reconstruyen ordenadamente recuperando el orden normativo basado en las diferencias biológicas de los sexos. El binarismo, que resultara pasajera y levemente desestabilizado, se ordena nuevamente despejando cualquier ambigüedad. La propuesta de imposibilidad de cristalización de identidades va desapareciendo hacia el final alejándose de la promesa queer planteada al comienzo.

El final de La estancia del gaucho Cruz resulta notable en este sentido; si durante todo el relato se produce una tensión que está a punto de quebrarse y develar las “verdaderas” identidades género-sexuales, tanto del bebé como de la muchacha, cuando finalmente estas son esclarecidas y Liana regresa humillada a la ciudad, el gaucho Cruz le perdona el engaño y le propone volver a la estancia, pero esta vez como su esposa. Luego, una sucesión de planos muestra a todos los gauchos de la estancia a los que se les tenía prohibida la relación con mujeres, besándose con sus novias, reproduciéndose así la pareja central de la cual se sugiere que entablará matrimonio y formará una familia. En tanto, el bebé que había sido “travestido” también es normalizado, pasando a formar parte de la flamante unión. Así las cosas, la transgresión que pudo haber sugerido el film al comienzo es rápidamente obturada y todos los personajes vuelven a ubicarse en los lugares que de acuerdo a su sexo biológico les corresponde, fieles al género cinematográfico al que pertenecen y a la lógica heteronormativa socialmente exigida.

El final de Luisito también resulta esclarecedor en este sentido; gracias a la suspicacia de Luisito y luego de muchos malos entendidos y situaciones hilarantes, la verdad respecto de las intenciones del suegro salen a la luz, el matrimonio arreglado no se lleva a cabo y, en la última secuencia, Alberto acude al bar donde trabaja Luisito (sin conocer aún su “verdadera” identidad) para agradecerle lo que hizo por él. La última escena ocurre en el camarín de Luisa. Allí, Luisito le cuenta a Alberto los motivos que lo llevaron a develar las intenciones secretas del suegro.

Luisito: Lo hice por amor a vos.

Alberto: ¡Usted está loco!

Luisito: Es decir, hablando en nombre de mi hermana.

En ese momento, Luisito apaga la luz y mientras se va cambiando la ropa sin ser visto por Alberto, le dice a su amado que Luisa también está en el camarín. Recién cuando Luisito deja de existir, y se despide desde la oscuridad de la puerta, la pareja heterosexual de Luisa y Alberto puede besarse y dar fin al relato. No es posible entonces, y queda muy en claro, que la pareja heterosexual de Alberto y Luisa se bese estando Luisa travestida de Luisito. El beso final, y esto es mandatorio en la enunciación de estos relatos, siempre ocurre entre un “verdadero” hombre y una “verdadera” mujer.

La heteronormatividad que logra reposicionarse hacia el final de estos films es también puesta en tensión con la relación homoerótica que se produce tanto entre Cruz y Samuel (La estancia del gaucho Cruz), entre Alberto y Luisito (Luisito), entre El capitán y Vidalita travestida (Vidalita) e incluso entre Fernando y Pocho, y Fernanda y la hermana de Pocho (La niña de fuego). El primer caso está enmarcado en un ambiente rural caracterizado por la virilidad del gaucho y sus tareas. Allí, debido a la confusión de identidades, Samuel se convierte en objeto de deseo de Cruz. Pero si las escenas de mayor cercanía entre estos “dos hombres”, narrada en planos cortos que evidencian la intimidad de la relación y acentuadas por la música sentimental extra diegética, podrían culminar con una confesión u acercamiento homosexual por parte de Cruz, rápidamente éste acusa al alcohol de su confusión, siendo que “este vino de porquería me está haciendo delirar”. En suma, la posibilidad de un encuentro homoerótico queda censurada rápidamente. Por el lado de La niña de fuego, lo que interesa destacar aquí es el doble juego que se produce. En el primer caso, la atracción homoerótica entre Pocho y Fernando no resulta novedosa respecto de los films precedentes que operan con el mismo mecanismo. Lo peculiar aquí respecto de las demás ficciones es que la hermana de Pocho siente deseos por Fernando, pero, una vez más, esta relación no podría llevarse a cabo por la “verdadera” identidad, en este caso de Fernando, ya que haría de esta una relación lésbica.

Por otro lado, resulta notable cómo la transformación identitaria propia de los films que estamos estudiando no se reduce al binomio masculino-femenino. En Vidalita, ella es un muchacho para el enviado de su abuelo, un ladrón para un militar o una adolescente extraviada para las monjas que la acompañan. En La niña de fuego, Fernanda es Fernando, que a su vez es sobrino de un hombre adinerado, pero antes es polizón en un barco que viene de España y, secretamente, también la cantante misteriosa. En Luisito, Luisa asume primero el papel de telefonista (para Alberto) y luego de camarera: “¿Le gusta la historia de mi vida?”, le pregunta a Alberto luego de que él se enterara de que ella no era telefonista y le relatara que vino a Buenos Aires desde el sur sin conseguir trabajo. “De cualquier modo es inventada, como todas las historias”, sentencia finalmente. Por demás interesante es ubicar aquí cómo estos films van en contra de una cristalización de las identidades, remarcando en esa línea de diálogo que no existe “la verdad”, como sugeríamos previamente con Nietzsche, solo ficciones, historias y versiones que invitan a una lectura que se opone a un esencialismo de cualquier índole.

Merece la pena señalar que al margen del travestismo, La estancia del gaucho Cruz abre otra línea de análisis. El film recurre a un mecanismo que liga maternidad con feminidad y que es utilizado ya en la primera escena en la que Samuel aparece como Liana, contando con aptitudes “innatas” para cuidar de un bebé. De este modo, su instinto maternal, esencia de la feminidad, operaría como un signo que deja en evidencia que detrás del disfraz se halla una mujer. Esta idea fue también a la que arribó Sigmund Freud cuando señaló que la maternidad era la solución para una feminidad “normal”, en contraposición al complejo de masculinidad y a la inhibición sexual, los otros dos destinos posibles para las mujeres, de acuerdo con el interrogante del psicoanalista austríaco que ya había esbozado la oscuridad impenetrable en la que permanecen nuestros conocimientos sobre el deseo femenino. Pero lo normal, desde Freud en adelante, merece entenderse en tanto distribución corriente de una población y no como regla normativa. Así, el fundador del psicoanálisis planteó en esa misma conferencia que “aquello que constituye la masculinidad y la feminidad es un carácter desconocido que la anatomía no puede aprehender” (106). La comedia romántica se ha mantenido fijada a la idea que liga feminidad con maternidad y en La estancia del gaucho Cruz, si bien el travestismo desdibuja los roles sociales, el lugar de la “verdadera” mujer no es trastocado. La meta de la mujer, como ocurre con todas las muchachas que se besan con los gauchos, así como con el personaje de Liana que termina en pareja con Cruz, es ser domesticada y dar inicio a una nueva familia aceptando las heteronormas que se pusieran en suspenso.

Si en la introducción nos preguntábamos sobre la ideología subyacente del discurso cinematográfico en cuanto al estatuto de los personajes travestis o cross-dressers, podemos concluir que si bien al inicio de cada film –y a lo largo de los relatos– se abre una prometedora propuesta de desnaturalización de las identidades género-sexuales hegemónicas, que finalmente todos estos films de la “época de oro” concluyen reforzando los ideales normativos dominantes. En definitiva, los personajes transgenerizados enmarcados en la comedia romántica argentina vinculada, en mayor o menor medida, al imaginario criollista, gozan de funciones narrativas y caracterizaciones concretas al servicio de una ideología que sostiene una matriz heteronormativa.

Algunas conclusiones
En el discurso cinematográfico opera una programática ideológica que queda evidenciada en aquellos casos donde la narración incluye personajes travestis. En la filmografía de la “época de oro” del cine argentino esto se evidencia en cuanto a que estos nunca permanecen en una ambigüedad abierta, sino que todos aquellos cuyas identidades mutan transitoriamente a lo largo de la trama, quedan definidos hacia el final de la misma dentro del binarismo género-sexual que reparte a individuos concretos en varones y mujeres dentro de una lógica heteronormativa. De esta manera, las fluctuaciones identitarias encuentran su límite en los marcos de enunciación, que bien pueden remitirse a la coyuntura histórica, al imaginario cultural que provee de tópicos específicos a determinado film o al género cinematográfico del cual éste participe.

Es poco frecuente aún encontrar films argentinos donde los personajes travestis se presenten en igualdad de condiciones o transiten las mismas problemáticas que los personajes cisexuales y/o heterosexuales. La ley de Identidad de género sancionada en Argentina en el año 2012, que permite a toda persona rectificar en los registros públicos el sexo, la imagen y el nombre de pila con el que fueron inscritos al nacer, cuando éstos no coincidan con la identidad de género autopercibida, probablemente traerá consecuencias en el campo social y, tal vez con el tiempo desde el discurso cinematográfico, la disidencia sexual sea transmitida de otros modos.

Finalmente, y más allá de las fronteras discursivas del cine, podemos agregar que a diferencia de gays y lesbianas, los sujetos travestis, transgéneros y/o transexuales no tienen posibilidad de ocultarse o invisibilizarse detrás de un semblante heterosexual. Por este motivo, los aparatos ideológicos operan con mayor fuerza frente a estos cuerpos que no pueden encasillarse bajo rótulos conocidos. Las familias expulsan a los hijos que no se adecuan a su sexo biológico, la escuela cierra sus puertas “para que no manchemos a sus blancas palomitas” (Berkins 151) y desde el sistema médico se busca en los sujetos trans- alguna etiología patológica que explique su “condición”. Finalmente, el cine y la televisión fortalecen estereotipos que excluyen a las travestis del conjunto de la sociedad en su constante creación de mitos y ficciones que se van sedimentando con el paso del tiempo, operando performativamente. Dicho de otra manera, son “trozos de lenguaje cargados históricamente del poder de investir un cuerpo como masculino o femenino, así como de sancionar los cuerpos que amenazan la coherencia del sistema sexo/género...” (Preciado, Manifiesto 20).

Obras citadas
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Berkins, Lohana, “Un itinerario político del travestismo”. Sexualidades migrantes. Diana Maffía Comp. Buenos Aires: Feminaria, 2003. (143-156) Impreso.

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Listado de películas utilizadas:
El crack, guión: José Martínez Suárez, director: José Martínez Suárez, Alithia Cinematográfica 1960, film.

Juan Moreira, guión: Hugo Mac Dougal, director: Luis Moglia Barth, Estudios San Miguel, 1948, film.

Juan sin ropa, guión: José González Castillo, director: Georges Benoît, 1919, film.

Kilómetro 111, guión: Enrique Amorim, Carlos A. Olivari y Sixto Pondal Ríos, director: Mario Soffici, 1938, film.

La estancia del gaucho Cruz, guión: Leopoldo Torres Ríos, director: Leopoldo Torres Ríos, 1938, film.

La fuga, guión: Miguel Mileo, Alfredo Volpe y César Gola, director: Luis Saslavsky, Pampa Films, 1937, film.

La niña de fuego, guión: María Antinea y Carmelo Santiago, director: Carlos Torres Ríos, Productora General Belgrano, 1952, film.

Las aguas bajan turbias, guión: Eduardo Borrás y Alfredo Varela, director: Hugo del Carril, Hugo del Carril y Barbieri producciones, 1952, film.

Los tres berretines, guión: Arnaldo Malfatti y Nicolás de las Llanderas, director: Enrique Susini, Lumiton, 1933, film.

Luisito, guión: Luis César Amadori, director: Luis César Amadori, Argentina Sono Film, 1943, film.

Mía, guión: Javier van de Couter, director: Javier van de Couter, Pecado Films, 2009, film.

Morocco, guión: Jules Furthman, director: Josef von Sternberg, Columbia Pictures,1930, film.

Nobleza Gaucha, guión: José González Castillo, directores: Humberto Cairo, Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, 1915, film.

Perdón viejita, guión: José Agustín Ferreya, director: José Agustín Ferreya, 1927, film.

Prisioneros de la tierra, guión: Ulyses Petit de Murat y Darío Quiroga, director: Mario soffici, Pampa Film, 1939, film.

Secretos Compartidos, guión: Alberto Lecchi, Daniel Romañach y Leandro Siciliano, director: Alberto Lecchi, 1998, film.

¡Tango!, guión: Carlos de la Púa y Luis José Moglia Barth, director: Luis José Moglia Barth, Argentina Sono Film, 1933, film.

The Celluloid closet, guión: Vito Russo y Rob Epstein, director: Rob Epstein y Jeffrey Friedman, 1995, film.

Vidalita, guión: Luis Saslavsky y Ariel Cortazzo, director: Luis Saslavsky, Emelco, 1949, film.

Notas
1 Un paradigma funciona como una constelación de imágenes, prejuicios, juicios y sentencias que ubican al personaje travestido dentro de un modelo ideológico político, científico, moral y cultural. Las narrativas cinematográficas actualizan paradigmas específicos que se encuentran socialmente cristalizados, sustentados por ideas de los más variados campos teóricos y culturales.

2 En este film de 1938, una joven actriz, Liana, se propone conquistar a Cruz, un hombre que se ha aislado en su estancia para evitar cualquier contacto con mujeres a causa de un desamor. Para lograrlo, la muchacha se trasviste de varón y se convierte en Samuel, el flamante chofer del estanciero. El mismo día que Samuel se presenta en la casa, aparece allí un bebé que ha sido abandonado. Los gauchos de la estancia le mienten a Cruz y en complicidad con Samuel le hacen creer que es un niño en vez de una niña, ya que no quería mujeres en su residencia.

3 Esta comedia romántica cuenta la historia de Luisa y Alberto. Este último es un hombre otrora adinerado, ahora en bancarrota, que debe casarse por conveniencia con la hija de un empresario que prometió comprarle unos campos para que aquel pudiera salvar su situación económica. Sin embargo, las intenciones de su suegro no son ingenuas, puesto que hará creer a su yerno que el campo vale mucho menos de lo que realmente cuesta.  Luisa, que trabaja de camarera en un bar nocturno donde además interpreta al personaje de Luisito en uno de los números artísticos del espectáculo que se ofrece en el lugar, hace creer a Alberto que trabaja de telefonista, y este a su vez, le hace creer a ella que es un hombre humilde que debe irse de viaje por trabajo y que por tal motivo no podrán verse nunca más. Sin embargo, la noche de la despedida, Alberto se encuentra casualmente con Luisa en el bar en el que ella trabaja y cada uno se enfrenta a “la verdad” del otro. Luisa comprende que él la ha estado engañando y no es el hombre humilde que dijo ser. A su vez, Alberto se da cuenta que ella no es la telefonista que pretendió ser. Finalmente Luisa se entera de que Alberto no se iba de viaje, como le dijera, sino que el verdadero motivo de la ruptura es que se debía casar con otra mujer, por conveniencia. Entonces, ella decide inventarse un hermano, al que llama Luisito, para recuperar a su amado, y encarnando a Luisito visitará de sorpresa a Alberto ofreciéndole sus servicios como su secretario con el secreto motivo de lograr que este vuelva a desearla como Luisa.

4 En este film de 1949 una joven, hacia mediados del siglo XIX, para no irritar a su abuelo que había deseado un nieto varón, se viste y comporta como un muchacho. La película toma la música y danza folclórica y crea con ellas una opereta que, en tono burlesco, muestra a gauchos e indios hablando en verso.

5 Film de 1952 en el que el personaje de Fernanda llega a Buenos Aires en un barco disfrazada de varón con la idea de encontrar a un tío suyo que espera a un sobrino para trabajar en su empresa. Al llegar a la casa del tío, el mayordomo le informa que este no volverá sino hasta dentro de dos meses. Entonces Fernando termina en una pensión donde entabla amistad con un vecino llamado Pocho, quien al final del film se convertirá en la pareja de Fernanda, cuando esta se despoje del papel masculino y la pareja heterosexual pueda juntarse.

6 El argumento básico de una comedia romántica incluye a un hombre y una mujer que se conocen, pero a pesar de la atracción que existe entre ellos no logran entablar una relación amorosa por algún motivo interno o por una barrera externa. En un momento del relato, después de atravesar diversas escenas de comicidad, los amantes se separan por alguna de esas razones, encontrándose de nuevo hacia el final y declarándose amor eterno.

7 Primera película argentina sonora, estrenada en 1933. Presenta un argumento centrado en la historia de una joven arrabalera llamada Tita que se escapa con un malandra y deja atrás a su primer amor, Alberto. Al regresar al barrio se produce un desencuentro entre Tita y Alberto, puesto que este se había ido a París, donde cantó tangos y se casó con una adinerada mujer. Pero el desenlace del film reencuentra a la pareja inicial en Buenos Aires. El relato está enmarcado con dos secuencias, al inicio y al final, en las cuales Azucena Maizani canta tangos.