Memorias digitales (o la digitalización de la memoria)

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Abril Trigo
The Ohio State University



Este ensayo ofrece una reflexión sobre las transformaciones efectuadas por las tecnologías digitales en la adquisición, elaboración y trasmisión de conocimiento así como en los modos y usos de la memoria, individual y colectiva, histórica y cultural. ¿Qué relación guarda la masificación de las tecnologías digitales —indudablemente asociadas al régimen de acumulación flexible y combinado— con la expansión de un nuevo imaginario global y la crisis contemporánea de la(s) memoria(s)?




Si los traumas ocasionados por las violaciones a los derechos humanos perpetradas por los regímenes neofascistas en las últimas décadas del siglo pasado avivaron un ingente y necesario trabajo de memoria que aún continúa, la urgencia en desatar el trauma primero, y la obsesiva, melancólica adherencia al mismo después —auspiciada por la exitosa interiorización e institucionalización de nuevos dispositivos de control social— escamotearon la irrupción de nuevos modos de producción y experiencia de la memoria de consecuencias mucho más profundas e insidiosas que los crímenes del terrorismo de estado; un régimen1 de memoria íntimamente ligado a la metamorfosis de la subjetividad operada por las tecnologías digitales, la ideología neoliberal y el régimen de acumulación de capital global, flexible y combinado. En este ensayo procuraré reflexionar sobre las transformaciones consumadas por las tecnologías digitales en los modos y usos de la memoria, así como en los efectos que estos tienen en la adquisición, transmisión y definición misma del conocimiento por un lado, y en la configuración de la subjetividad por el otro.

El tejido de la subjetividad
En uno de sus últimos libros, Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos, el antropólogo Roger Bartra procura superar el impasse entre las interpretaciones biologistas y culturalistas sobre la conciencia. Mientras las primeras, sustentadas en los notables avances realizados por la neurobiología y la neuropsiquiatría en las últimas décadas, afirman que las estructuras cognitivas son dispositivos cerebrales determinados genéticamente, las segundas, formuladas principalmente desde la antropología y los estudios culturales, sostienen que la conciencia es una construcción que depende de la interacción social del individuo y su accionar en el tejido de redes simbólicas que constituye la cultura. Plenamente consciente de las ramificaciones socio-políticas del carácter empírico, funcionalista e individualista de estos descubrimientos científicos, Bartra acusa:

…la ciencia neurológica, con una fuerte carga positivista, encerró el tema de la conciencia en la cárcel del cráneo y se empeñó en descifrar las operaciones de un ego solitario —esencial y universal— incapaz de traspasar las fronteras del discurso fáctico, a la manera del Wittgenstein del Tractatus, que prohíbe toda escapada hacia los espacios vacíos del silencio que supuestamente rodean los dominios del lenguaje. (Bartra 2007 209)

Buscando rebatir estas interpretaciones innatistas pero reconociendo al mismo tiempo los avances logrados por la neurociencia en la descripción del funcionamiento del cerebro, Bartra parte de la propuesta de que “la conciencia surgiría de la capacidad cerebral de reconocer la continuación de un proceso interno en circuitos externos ubicados en el contorno” (Bartra 2007 23-4). La conciencia —conciencia del yo—descansaría así en una suerte de prótesis de redes simbólicas, instrumentos y tecnologías que ayudan al individuo a memorizar, calcular y codificar sus emociones y sus pensamientos, permitiéndole de ese modo cobrar conciencia de sí en relación al entorno natural y social, parte del cual funciona como si fuese integrante y extensión de los circuitos neuronales: “Para decirlo de otra manera: la incapacidad y disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de un suplemento externo. Esta sensibilidad es parte de la conciencia” (Bartra 2007 25). En otras palabras, esta conciencia de sí y para sí que constituye la subjetividad explicita una forma particular de ser y estar en el mundo, histórica y culturalmente sobredeterminada, encarnada en un cuerpo y de naturaleza intersubjetiva. Es más, se origina en la comprensión de nuestra vulnerabilidad y dependencia del entorno que nos constituye. Inspirándose en una sugerencia de Colin McGinn (1999), Bartra propone la hipótesis de la existencia de un “exocerebro” para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico que complementan y completan el funcionamiento de los circuitos neuronales:

Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se transmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico. (Bartra 2007 26)

La idea de un “exocerebro” me resulta riesgosamente reificante, así como la frase “sistema simbólico de sustitución” alude a cierto carácter subordinado o secundario de dicho sistema, por lo cual preferiría hablar de circuitos exocerebrales y de redes simbólicas complementarias. Pero no puedo sino estar de acuerdo con Bartra en su concepción histórico-estructural de la cultura así como en su insistencia en que no se la puede reducir a un conjunto de habilidades, recursos e instrumentos externos a disposición del individuo. La probada existencia de redes neuronales no prueba que estas tengan precedencia o preeminencia sobre las estructuras simbólicas e institucionales, que no son meros instrumentos auxiliares del cerebro, sino elementos constitutivos y constituyentes del sistema de cognición. La subjetividad —la experiencia de ser y estar en el mundo— va ligada al tiempo como duración y a la experiencia de vida, cuyo espacio es el del cuerpo y del cuerpo en el espacio social. Un espacio corporal y social, privado y público, sensorial y emocional, subjetivo y objetivo.2 Dado que la memoria es parte indivisible e imprescindible de la conciencia y si aceptamos la definición bartriana de la misma como una prótesis de redes simbólicas, instrumentos y tecnologías que ayudan al individuo a relacionarse con los otros y constituir su subjetividad en el tiempo y el espacio, podemos afirmar con Bartra que “los procesos que permiten recordar información archivada en la memoria cerebral sólo pueden funcionar plenamente si se utilizan los circuitos culturales externos”, pues en ellos existe un sistema de marcas, señales, símbolos y referencias que guían la localización de datos en la memoria interna. “Este exocerebro mnemónico, que es mucho más que un depósito de datos, está formado por una densa red de conexiones sociales que, mediante toda clase de estímulos, renueva en un flujo permanente los recuerdos” (Bartra 2007 195; mi subrayado). A la extensa red de referencias, datos y símbolos que pasa relativamente inadvertida pero sin la cual difícilmente podríamos usar extensa y eficientemente los recursos de la memoria neuronal que menciona Bartra, deberíamos agregar el tejido espeso de las experiencias de vida (Erlebnis), que constituyen la praxis en la confluencia del presente del ahora (Jetztzeit) con el pasado de la experiencia acumulada en las experiencias vividas (Erfahrung) (Benjamin 1978 159). En ese trajín mediado por la memoria entre las experiencias de vida actuales y las experiencias vividas almacenadas es donde se conjuga la subjetividad: somos, en definitiva, lo que recordamos ser.

Tecnologías subjetivas
Anticipándose en varias décadas a la hipótesis de los circuitos exocerebrales y redes simbólicas complementarias de Bartra, Marshall McLuhan afirma en su libro Understanding Media que los medios masivos de comunicación son “prolongaciones masivas de nuestro sistema nervioso central” que han “envuelto al hombre occidental en una sesión diaria de sinestesia” (McLuhan 1994 315). Desde los orígenes mismos del lenguaje, pero más claramente desde la expansión de la imprenta moderna inventada por Gutenberg hacia mediados del siglo XV, sostiene McLuhan, la sucesiva e incontenible adopción de novedosos dispositivos tecnológicos como el reloj, la cartografía y la prensa diaria, hasta llegar a los medios electrónicos de comunicación masiva ya en el siglo XX, el horizonte epistémico, los parámetros de la subjetividad y la misma capacidad cerebral del ser humano han estado asociados en cada momento histórico a determinadas tecnologías cognitivas. En otras palabras, solo percibimos, sentimos y pensamos lo que los dispositivos cognitivos nos permiten conocer. Este es el núcleo del famoso aforismo de McLuhan “el medio es el mensaje”, que quizás resultaría más claro en español si invirtiéramos los términos: “el mensaje es el medio”. Los medios de comunicación son, para McLuhan, una suerte de argamasa social, “una extensión de nosotros” operada por determinadas tecnologías, de ahí que “’el mensaje’ de cualquier medio o tecnología es el cambio de escala, de ritmo o de reglas que introducen en las relaciones humanas (…) en las formas de organización social y en el comportamiento de la gente” (McLuhan 1994 7-9). McLuhan, cuyo pensamiento es contemporáneo del estructuralismo, se burla del “sonambulismo” de quienes ingenuamente creen que el mensaje de los medios está en los contenidos. Pero así como el sentido último de los medios y las tecnologías (tanto como de la literatura y el arte, y ni que hablar de las formaciones económico-sociales, como demostrara Marx) no está en los contenidos sino en las formas, sus efectos sobre la gente no ocurren tanto a nivel de opiniones y creencias, sino en la alteración de los sentidos y los modos de percepción, cuya aceptación “sumisa y subliminal” los convierte en verdaderas “prisiones sin muros” (McLuhan 1994 11-20). La imaginación, incluso, con su inmensa capacidad de trascender los marcos epistémicos y experienciales, se encuentra modulada por ellos. Debemos a Michel Foucault la aplicación de la noción de tecnología a la implementación de políticas de organización social y displinamiento del sujeto, “técnicas específicas que los hombres utilizan para entenderse a sí mismos”. Así lo sintetiza en Tecnologías del yo:

A modo de contextualización, debemos comprender que existen cuatro tipos principales de estas “tecnologías”, y que cada una de ellas representa una matriz de la razón práctica: 1) tecnologías de producción, que nos permiten producir, transformar o manipular cosas; 2) tecnologías de sistemas de signos, que nos permiten utilizar signos, sentidos, símbolos o significaciones; 3) tecnologías de poder, que determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de fines o de dominación, y consisten en una objetivación del sujeto; 4) tecnologías del yo, que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad. (Foucault 1990 48; mi subrayado)

La racionalización del espacio y el tiempo facilitados por la cartografía y el reloj entre los siglos XVI y XVIII, por ejemplo, sentaron las bases del pensamiento científico y del sujeto moderno dotado de una subjetividad individual, al tiempo que permitían la conquista de la naturaleza y la organización del tiempo homogéneo y vacío al servicio del capitalismo. El mapeo cognitivo, del cual Fredric Jameson tal vez sea epígono postrero, es un modo de pensar la realidad característico de la modernidad que implica una comprensión abstracta del espacio y una experiencia del tiempo que rara vez se despoja de la implacable medición cronometral. Pero ese modo de construir la realidad hoy está en proceso de desaparición, desplazado por la cuadriculación segmentada del espacio, el tiempo y la información que realizan —para que el tiempo sea más útil y productivo, por supuesto— las tecnologías digitales y satelitales. La localización estrictamente situada en el espacio y actualizada al instante que proporcionan los mapas por vía satelital (GPS, GoogleMaps y la telefonía digital) vuelven tan irrelevante el uso del mapa como fortuito el reconocimiento físico del paisaje, con lo cual trivializan la experiencia concreta del espacio y transforman la concepción mental del mismo haciendo, como dijera Walter Ong, que la tecnología se convierta en un modelo interiorizado en la conciencia (Ong 2002 82). Todos los que hayan experimentado el pasaje de la máquina de escribir a la computadora saben perfectamente de lo que hablo. Nietzsche, prácticamente imposibilitado de escribir por la paulatina ceguera, ordenó en 1882 una de las primeras máquinas de escribir, una Malling-Hansen inventada pocos años antes. Una vez que aprendió el teclado al tacto, pudo volver a escribir con los ojos cerrados, pero pronto su amigo Heinrich Köselitz le hizo notar que su estilo se había vuelto más condensado, duro, telegráfico, como el hierro de la máquina, a lo cual Nietzsche respondió que “efectivamente, nuestros enseres de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos” (Kittler 1999 2003). Poco le duraría su experimento mecanográfico y acabaría dictándole a una secretaria. Años más tarde, T. S. Eliot reflexionaba que “Al componer en la máquina de escribir siento que estoy desechando aquellas largas oraciones que solía trabajar con esmero. Cortas, staccato, como la prosa francesa moderna. La máquina de escribir contribuye a la claridad, pero no estoy seguro de que inspire la sutileza” (Eliot 1988 144). Lo que Eliot y Nietzsche lamentaban es la erosión del tiempo-libro, lo que afectaría la calidad de la escritura. Tengo amigos que aún hoy se resisten a escribir en la computadora y redactan a mano. Yo mismo prefiero tomar notas manuscritas en las etapas preparatorias y de organización de un trabajo, y cuando necesito rumiar una idea o resolver una frase tomo el lápiz y me dejo llevar por el ritmo de la mano. Todos sabemos esto.

Cada medio de comunicación es mucho más que un medio, en tanto tecnología que corresponde a un sensorio y un modo de cognición particulares. Volvamos al caso del libro, la tecnología cognitiva paradigmática de la modernidad occidental. El libro establece un modo de recepción individual y concentrado que requiere de un tiempo para la lectura y establece un tiempo y un tempo de lectura, un estado de concentración abstraída que permite desviarse de la linealidad progresiva del texto para detenerse en las asociaciones y recuerdos que este suscita y abandonarse a la meditación. Es verdad que la linealidad progresiva de la lectura guarda similitudes con el carácter “uniforme, continuo y secuencial” de la racionalidad occidental (McLuhan 1994 15) así como con la temporalidad homogénea y vacía del capitalismo, pero aún también confiere espacios al vuelo subversivo de la imaginación. La concentración abstraída que demanda la lectura del libro coincide con la percepción contemplativa de la obra de arte que Walter Benjamin contrastara a la percepción distraída del espectador cinematográfico y el consumidor contemporáneo en los albores de las tecnologías electrónicas que ocuparían más tarde a McLuhan:

La pintura invita a la contemplación, ante la cual el espectador puede abandonarse a sus asociaciones, cosa que no puede hacer ante la pantalla cinematográfica (…) Distracción y concentración constituyen dos polos opuestos que pueden ser expresados de la siguiente manera: quien se concentra ante una obra de arte se deja absorber por ella (…) por el contrario, la masa distraída absorbe la obra de arte. (Benjamin 1969a 238-9)

La percepción distraída, unida a la reproducción industrializada de obras de arte, ya sea por medios mecánicos como observaba Benjamin en 1936, o por medios digitales como ocurre hoy, implica la desauratización del arte, es decir, la abolición de las condiciones de recepción que hacían de su contemplación una experiencia irrepetible: “…la decadencia contemporánea del aura (…) descansa en dos circunstancias (…) el deseo de las masas de tener las cosas ‘más cerca’ tanto en lo espacial como en lo humano, tan vehemente como su determinación en superar el carácter único e irrepetible de la realidad aceptando su reproducción” (Benjamin 1969a 223). La democratización del acceso a los bienes simbólicos va por cierto acompañada de su mercantilización e inevitable banalización, pero, advierte Benjamin, debemos cuidarnos de no mistificar el aura como un atributo del original:

Las reproducciones ofrecidas por las revistas de fotos y los noticieros difieren inconfundiblemente de las imágenes observadas por la mirada desnuda. La originalidad y la permanencia están indisolublemente unidos a estas últimas tanto como la transitoriedad y la reproducibilidad a las primeras. Arrancar a un objeto de su concha, destruirle su aura, es la marca de una percepción cuyo “sentido de la equivalencia universal de las cosas” ha llegado a tal punto que puede extraerlo de un objeto único por medio de la reproducción. De este modo, en el campo de la percepción se pone de manifiesto lo que en la esfera teórica representa la creciente importancia de la estadística. La adaptación de la realidad a las masas y de las masas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado, tanto en la percepción como en el pensamiento. (Benjamin 1969a 223)

Como advierte Benjamin, la pérdida del aura no es efecto directo de la producción industrializada de copias, sino de la experiencia indolente y la percepción distraída generadas por dicha industrialización; o dicho de otro modo, del sensorio correspondiente a una nueva tecnología basada en la mercantilización ampliada de bienes simbólicos. Desde que el aura designa el valor simbólico de una obra en determinado contexto histórico-cultural (una experiencia mística, un ideal de belleza, un sentido de la perfección), si la percepción contemplativa realiza el valor de uso (simbólico) del arte, la percepción distraída pondría de manifiesto su valor de cambio (simbólico); esto es: las nuevas condiciones de producción, circulación y consumo de arte vendrían a transformar el valor de uso del arte, supeditado ahora a su valor de cambio. El aura nunca desaparece, mas bien se desplaza; el valor simbólico del arte y de la estética solo cambia de lugar. El consumo mercantilizado de arte produce una fantasmagórica democratización al inculcar la creencia en la equivalencia universal de las cosas (un valor que mediatiza todos los valores), como parafrasea Benjamin del primer capítulo de El Capital (Marx 1973), o, al decir de Jean Baudrillard, en la equivalencia general de los signos que replica, obviamente, la equivalencia general de la mercancía. Con la comercialización industrializada y en serie del arte en el siglo XIX se produce una verdadera transubstanciación del signo, desde entonces subsumido a la lógica de la mercancía:

La relación ya no es más entre un original y su falsificación. Tampoco lo es de analogía o reflexión, sino de equivalencia e indiferencia. En una serie, los objetos devienen entre sí simulacros indefinidos (…) Hoy sabemos que la globalización del capital se sustenta en la reproducción, la moda, los medios, la publicidad, la información, la comunicación, es decir, en la esfera del código y la simulación. (Baudrillard 1976 86)

Esto puede observarse con claridad en el mercado mundial de arte, regido por las mismas lógicas de valorización y especulación del mercado de capitales. Por una perversa contaminación con el valor de cambio, las grandes obras del arte universal adquieren el aura de lo invalorable y despiertan la marejada atroz de turistas que van del arrobamiento cuasi-religioso al ritual del selfie banal. La analogía que sugiere Benjamin entre el nuevo sensorio y la expansión de la estadística, o la correlación entre modos de percepción y de pensamiento, o la incesante simbiosis entre las masas y la realidad social, corroboran la tesis de que cada tecnología mediática apuntala el desarrollo de determinado sensorio, a su vez asociado a ciertas lógicas cognitivas, configuraciones epistémicas y construcciones de la realidad. El nuevo sensorio, condicionado por un nuevo modo de producción, circulación y consumo de mensajes y signos, terminaría constituyendo un nuevo tipo de receptor, de consumidor, de sujeto (Crary 1990 14).

Tecnologías digitales
Hay una muy extensa y expansiva bibliografía —tanto académica como periodística, celebratoria o crítica— acerca de los costos y beneficios de las tecnologías digitales, así como sobre los efectos de la computadora, el internet y la telefonía digital en cuanto al acceso, los modos y los hábitos de lectura. En primer lugar, como sostiene Nicholas Carr, la linealidad del texto escrito vuela en pedazos, y con ella la concentración abstraída que demandaba su lectura. La misma lectura de un libro en formato digital modifica el texto, “sus palabras envueltas en todas las distracciones que ofrece la computadora conectada a la red, en los enlaces y seducciones que empujan al lector de aquí para allá. Se pierde lo que John Updike llamaba ‘las aristas del texto’ que se ve disuelto en las vastas aguas turbias de la red” (Carr 2010 104). Una página en la pantalla puede reproducir en forma facsimilar un texto impreso, pero los estímulos sensoriales y los movimientos físicos que demanda la diferente materialidad del medio y sus ofertas en constante mutación afectan profundamente el acto cognitivo al establecer nuevas velocidades y modos de recepción. La combinación en una pantalla de diferentes ventanas y una vastísima información multimediática que se multiplica exponencialmente mediante enlaces, fragmenta los contenidos y promueve la desconcentración: textos, videos, audios, herramientas de navegación, publicidad y pop-ups invasores se apretujan, entremezclan y superponen en la puja por captar nuestra nunca más indivisible atención. Verdadera cacofonía de estímulos sensoriales y cognitivos que por su índole repetitiva, interactiva y adictiva producen rápidas y profundas alteraciones en los circuitos cerebrales: “Con la excepción de los alfabetos y los sistemas numéricos, el internet podría ser la tecnología con mayor poder para alterar la mente que nunca se haya inventado. Es sin duda la más potente desde el invento del libro” (Carr 2010 116). Es una gigantesca oferta de productos y servicios culturales, de experiencias intensas aunque efímeras, de información indiscriminada, destinada a la obsolescencia inmediata y cuyo valor proviene del rating, el éxito viral o la validación que le confiere otro sitio, y a ese sitio otro sitio, y así indefinidamente. “Cada dos días producimos tanta información como lo hizo la humanidad desde su creación hasta el 2003” dice la famosa bravata atribuida a Eric Schmidt, presidente de Google. Esta obesidad informática nos lleva a relacionarnos con los textos siempre de manera superficial, apresurada, provisoria, seducidos y urgidos por las facilidades de navegación y búsqueda en un espacio interactivo y multimedia siempre cambiante y prácticamente inabarcable. Nos vuelve insaciables, pero no importa cuan intensa, nuestra experiencia tendrá el mismo carácter efímero que la información. Un espacio virtual fascinante y absorbente que nos aliena, siquiera momentáneamente, de la realidad circundante, en la medida que atrapa toda nuestra atención para hacerla añicos: nos concentramos de tal manera que nuestra atención resulta atomizada por el constante bombardeo de mensajes y estímulos disímiles y contradictorios (Carr 2010 118).

Estamos sin duda ante un nuevo sensorio que implica una total reformulación de nuestra relación —en cuerpo y alma, literalmente— con el tiempo y el espacio, una suerte de concentración distraída que involucra fuertes transformaciones de los procesos de cognición, de memoria y hasta del funcionamiento cerebral, gracias a la extraordinaria plasticidad que otorgan los procesos de sinapsis que modifican los circuitos neurales activados por nuevas experiencias vividas. Como sostiene Carr haciendo referencia a diversos estudios neurológicos, el bombardeo de estímulos e información produce un cortocircuito tanto a nivel consciente como inconsciente, que convierte al cerebro en un mero procesador de señales y obstaculiza la reflexión profunda solo posible en el tiempo lento de la meditación. Gary Small, director del Memory and Aging Center de la Universidad de California-Los Ángeles, sostiene que “la tecnología digital no solo está cambiando el modo como vivimos y nos comunicamos sino también alterando veloz y radicalmente nuestros cerebros (en la medida que) estimula la emisión de neurotransmisores y alteraciones de las células cerebrales, fortaleciendo nuevas vías neuronales y debilitando las antiguas” (Small y Vorgan 2008 I). Me limito apenas a mencionar este punto pues no estoy calificado para abordarlo en profundidad, pero me gustaría hacer hincapié en dos aspectos que me parecen fundamentales y que son fácilmente abonados por la propia experiencia de cualquier usuario asiduo de aparatos digitales que hoy, además, según se nos dice, son “inteligentes”. Es decir, de todos nosotros.

Varios estudios han demostrado que mientras la lectura de un libro activa las regiones cerebrales asociadas al lenguaje, la memoria y la visión, la navegación en el ciberespacio despliega una extensa actividad en las regiones prefrontales asociadas con la toma de decisiones y la resolución de problemas. Resulta obvia la incompatibilidad de la concentración abstraída que requiere una lectura meditada con la necesidad de procesar una multiplicidad de mensajes, estímulos y ofertas que desvían permanentemente el foco de nuestra atención y nos conminan a escoger de manera inmediata entre una oferta indiscriminada de opciones posibles. La concentración distraída inducida por la tecnología digital, por el contrario, se asimila y corresponde a la ilusión de libertad que genera el consumo, cuando incitado a escoger en forma permanente de un abultado menú de lo mismo, el consumidor se siente dueño de su destino y en ese preciso instante cesan sus aspiraciones por ser libre (Trigo 2012 288). El abandono de la concentración abstraída que hace posible la reflexión suscitada en la lectura nos convierte en meros descodificadores de mucha y muchas veces innecesaria información, así como sacrifica la memoria de largo plazo —íntimamente asociada a la reflexión y la conceptualización— en beneficio de la memoria de corto plazo, también llamada memoria operativa por la psicología cognitiva para referir a la función cerebral de almacenamiento temporal y procesamiento de información utilizada en operaciones cognitiva (Baddeley 1986). Esta memoria “en línea” manipula la información disponible y necesaria para guiar los comportamientos “en línea” del sujeto. Toda similitud entre la memoria operativa (del cerebro) y la memoria RAM (de la computadora) no es casual, como no lo es tampoco la evolución paralela y retroalimentada del cognitivismo, la cibernética y la tecnología digital. Recordemos que la hipótesis central de las ciencias cognitivas es que el pensamiento puede ser entendido en términos de estructuras mentales equivalentes a procedimientos algorítmicos, lo cual quiere decir que las representaciones mentales serían análogas a los archivos de datos en la computadora (Thagard 2014). Si la analogía cerebro-mente-computadora establece nuevas relaciones de producción de conocimiento en las cuales el ser humano es reducido a un procesador de datos, sostener que las computadoras pueden pensar como nosotros implica que no somos sino máquinas inteligentes (Postman 1993 111). Esta concepción funcionalista de la mente y de la vida, que desdeña todo contexto histórico, social y cultural, así como las experiencias, los afectos y la subjetividad en la configuración de lo humano, tiene por cierto notables ramificaciones, puestas de manifiesto en la influencia del campo de la inteligencia artificial sobre la psicología —imponiendo la memoria computacional como modelo del pensamiento humano— o en el desarrollo de la economía conductual —centrado en el estudio del comportamiento de los sujetos a partir de la toma de decisiones y la resolución de problemas. La tesis cognitivista de que una buena memoria de largo plazo —donde se realizan asociaciones y reflexiones de índole analógica— afecta el buen funcionamiento de la memoria de corto plazo —donde reside la manipulación de datos y la resolución de problemas— justifica el privilegio asignado por las tecnologías digitales a la información sobre la memoria así como la saludable conveniencia operativa del olvido.

Estamos indudablemente ante una nueva lógica percepto-cognitiva que al priorizar la memoria de corto plazo sobre la de largo plazo, y la resolución de problemas sobre el pensamiento reflexivo (y crítico), establece también la primacía de la información sobre el conocimiento, de los archivos sobre los conceptos, de la práctica sobre la imaginación, desplazamientos que acompañan y registran el pasaje de las tecnologías mecánicas y analógicas, adecuadas al desarrollo del capitalismo industrial, a la informática digital que sostiene al régimen postindustrial, flexible y combinado. La primacía de la información sobre el conocimiento y la experiencia, de orígenes rastreables a la prensa periodística del siglo XIX (aunque con antecedentes en las gacetas del siglo XVI), fue detectada por Benjamin en “El narrador” como una nueva forma de comunicación asociada al desarrollo del capitalismo: “Villemessant, fundador de Le Figaro, caracterizó la naturaleza de la información en una formulación famosa: ‘A mis lectores’, solía decir, ‘les importa más un incendio en un ático del Barrio Latino que una revolución en Madrid’. Esto demuestra con claridad que no es ya el conocimiento que viene de lejos lo que atrae la atención del público sino la información que le acerca a la realidad más próxima”. La autoridad que otorgaba validez al conocimiento y la experiencia del narrador es desplazada por la verificabilidad, el presentismo y la irrevocable obsolescencia de la información suministrada por el periodista (Benjamin 1969b 88-9). Es el mismo pasaje de un pensamiento analógico —pensamiento “natural” que utiliza los conocimientos y representaciones registrados en la memoria de largo plazo para resolver por analogía situaciones actuales— a la información digital —registro, acumulación y preservación de datos mediante un sistema simbólico binario multiplicado exponencialmente–, lo cual permite la creación de archivos teóricamente ilimitados. Así lo sintetiza Paula Sibilia:

A medida que pierde fuerza la vieja lógica mecánica (cerrada y geométrica, progresiva y analógica) de las sociedades disciplinarias, emergen nuevas modalidades digitales (abiertas y fluidas, continuas y flexibles) que se dispersan aceleradamente por toda la sociedad. La lógica de funcionamiento vinculada a los nuevos dispositivos de poder es total y constante, opera con velocidad y en corto plazo. Su impulsividad suele ignorar todas las fronteras: atraviesa espacios y tiempos, devora el “afuera” y fagocita cualquier alternativa que se interponga en su camino. Por eso, la nueva configuración social se presenta como totalitaria en un nuevo sentido: nada, nunca, parece quedar fuera de control. De ese modo, se esboza el surgimiento de un nuevo régimen de poder y saber, asociado al capitalismo de cuño postindustrial. (Sibilia 2005 27)

El mismo sujeto moderno inventado por Descartes existe como un pensar que se piensa a sí mismo pero que está contenido en un cuerpo descripto mecánicamente. Mientras la substancia mental (res cogitans) permite intuir la experiencia única del yo y elevar el alma a la substancia divina, la substancia corporal (res extensa) hace del cuerpo-máquina un objeto más en el mundo de la naturaleza, solamente inteligible mediante la observación científica. Dos substancias opuestas, entonces, y dos métodos de pensamiento complementarios inauguran el idealismo moderno, decretando la interioridad inmaterial de la subjetividad y la exterioridad material del mundo “objetivo”. Pero, como señala Sibilia, aquella concepción mecanicista del cuerpo y la materia que se estableciera a partir del Renacimiento hoy da paso a una concepción informática según la cual el secreto de la vida y la naturaleza reside en la información contenida en los códigos genéticos y los circuitos cerebrales (Sibilia 2005 84). Tanto la historia evolutiva de los seres vivos como sus posibles mutaciones futuras están contenidas en la información archivada en sus correspondientes genomas, los cuales a su vez constituyen distintas cadenas de ADN, lo que establece así una equivalencia general de la vida que se corresponde, por cierto, a la equivalencia general de los signos y las mercancías. El genoma humano consta de unos tres millones de letras que aparecen en todos los demás seres vivos, sólo que en distintas combinaciones, de modo que la diferencia entre un ser humano y una bacteria consiste en la complejidad de la información contenida en sus correspondientes programas genéticos. Y del mismo modo que la biogenética define la vida de acuerdo a códigos digitales, la ingeniería genética determina la muerte también de acuerdo a los principios flexibles de la equivalencia mercantil. La muerte ya no es más una instancia verificable de manera analógica —la ausencia de respiración, el paro cardíaco o la muerte cerebral—, pues fluctúa en una ambigua y elástica zona gris en constante expansión médica y legal, por lo cual sería más apropiado hablar de una zona de muerte regida por el cálculo de probabilidades de reversibilidad de un cuadro clínico informado por una sofisticada maquinaria y la utopía de sobrevida explotada por el mercado. La verificación analógica de la muerte ha sido remplazada por la probabilística digital. Dice Sibilia: “AI redefinir los criterios de normalidad —en un contexto en el cual el biopoder se cruza con la lógica del consumo y adquiere una nueva dinámica asociada al mercado—, la enfermedad también se redefine: es un error en la programación que debe ser corregido, para reactivar la salud del alma y del cuerpo (tanto individuales como colectivos). Ya no es necesario identificar un origen patológico para los síntomas; basta apenas verificar su distancia con respecto al modelo normal”, que se establece de acuerdo a propensiones, tendencias y probabilidades estadísticas, lo cual es por definición relativo e inverificable (Sibilia 2005 245-6).

Es indudable que si el pensamiento analógico —que al coincidir con el lenguaje funciona en base a metáforas, símiles y metonimias— es eminentemente subjetivo, afectivo, cualitativo, la información digital es —con toda su exuberancia y precisión numérica— prescriptivamente lógica, racional, cuantitativa (Danziger 2008 50-1). Hasta los más entusiastas de la tecnología digital admiten estos efectos, como es el caso de Nicholas Negroponte, quien justifica haber decidido escribir en formato de libro para celebrar las tecnologías digitales pues “la narrativa multimedia incluye representaciones tan específicas que no dejan casi nada librado a la imaginación. En contraste, la palabra escrita despierta imágenes y evoca metáforas que solo adquieren sentido a partir de las experiencias y la imaginación del lector” (Negroponte 1995 6). Como sugiere Carr inspirándose en Neil Postman, la tecnología digital estaría llevando a cabo una (nueva) taylorización cognitiva: “Lo que hizo Taylor con el trabajo manual, lo está haciendo Google con el trabajo intelectual”, fiel a su misión de “organizar toda la información mundial y hacerla universalmente accesible y útil” (Carr 2010 150-2). La información es para Google una mercancía y una forma del capital. Cuanto más información obtengamos en el menor tiempo posible, más productivos seremos al pensar.3

Pero la clave de bóveda de esta lógica digital, lo que le otorga su carácter totalizante y totalitario, es la apropiación travestida de la noción misma de concepto, que para Gilles Deleuze y Félix Guattari constituye el meollo de la filosofía, cuyo objetivo es crear conceptos siempre nuevos, pues los conceptos “no están esperándonos ya listos… (…) Tienen que ser inventados, fabricados, o mejor creados y no serían nada sin la firma de su creador” (Deleuze y Guattari 1994 5). Esto quiere decir, siguiendo a Nietzsche, que el filósofo debe sospechar de todo concepto recibido, de toda doxa, del extravío en los universales, del reduccionismo de las lógicas (Deleuze y Guattari 1994 135). Porque a diferencia de la función científica, el concepto filosófico es una heterogénesis, es decir, un ordenamiento de sus partes por procedimientos analógicos; es un dispositivo de intensidades a la vez absoluto y relativo: relativo respecto a otros conceptos y al plano que lo define, pero absoluto en la condensación que acarrea, el lugar que ocupa en el plano y las condiciones que asigna al problema. Mientras el concepto filosófico presupone un plano de inmanencia y un conjunto de variaciones inseparables, la función científica opera en un plano de referencia y un conjunto de variables independientes sujetas a la “razón necesaria” que constituye la función de las variables. La función científica determina un estado de cosas o una cosa que actualiza lo virtual sobre un plano de referencia y en un sistema de relaciones; el concepto filosófico expresa un acontecimiento que da consistencia a lo virtual sobre un plano de inmanencia y en una forma coherente (Deleuze y Guattari 1994 133). Sin embargo, el mayor y más vergonzoso desafío al concepto filosófico no vino de la ciencia, sino

…cuando la informática, la mercadotecnia, el diseño, la publicidad, todas las disciplinas de la comunicación se apoderaron de la propia palabra concepto y dijeron: “esto es asunto nuestro, nosotros somos los creativos, nosotros somos los hombres de ideas! (…) Información y creatividad, concepto y empresa: existe una bibliografía abundante. La mercadotecnia ha preservado la idea de una cierta relación entre el concepto y el acontecimiento. (Pero) los únicos eventos son exhibiciones y los únicos conceptos son productos a la venta. La filosofía no ha sido inmune a este remplazo de la Crítica por la promoción de ventas. El simulacro, la simulación de paquete de fideos se ha convertido en el verdadero concepto, y el que empaqueta el producto —la mercancía— el artista conceptual. ¿Cómo podría la filosofía —un anciano— competir contra jóvenes ejecutivos lanzados a una carrera por los universales de la comunicación en la determinación de la forma mercantil del concepto? Ciertamente, es doloroso saber que el Concepto refiere a una sociedad de servicios e ingeniería de la información. (Deleuze y Guattari 1994 10-11)

Metafísica de la modernidad
La publicación en 1911 de The Principles of Scientific Management por Frederick Taylor sintetiza y elabora de manera teórica los principios decantados a lo largo de décadas por este ingeniero en la modernización de la producción industrial en Estados Unidos. Es archiconocida la influencia que ejerciera en la modernización de las plantas de ensamblado de autos de Henry Ford, aunque lo es menos la que tuviera sobre el stajanovismo, versión adaptada a los principios socialistas en la Unión Soviética de los años 30. Injustamente quizás, el régimen de acumulación de capital más estable de la historia reciente se conoce como fordista, cuando se sustenta en los principios de administración científica que, según propone Taylor, son igualmente aplicables a toda actividad social, ya sea la administración del hogar, de la granja, de la empresa, de la iglesia, de la universidad o del gobierno (Taylor 1911 7). Con el tiempo, todo el mundo olvidaría a Taylor, pero sus principios continúan cimentando las relaciones sociales de producción de lo que Neil Postman denomina “el tecnopolio norteamericano” (Postman 1993 51): el aumento constante de la productividad como garante de la estabilidad social; la eficiencia como llave de la prosperidad; el cálculo técnico como regulador de los criterios subjetivos; la mensurabilidad del valor; la superior capacidad administrativa de los expertos. La tccnociencia, convertida en sistema, deviene tecnocracia, así como el technos deviene un nuevo logos, al punto que el sentido mismo de la vida humana, subordinada al technos, reside en la eficiencia de la tecnología: “En el pasado el hombre ha estado primero; en el futuro el sistema debe estar primero” (Taylor 1911 7). En realidad, el objetivo de Taylor era doble: por un lado aumentar la productividad laboral y la extracción de plusvalía con el fin de incrementar las ganancias del empresariado, y por el otro aumentar los salarios de los obreros más rendidores y conformes con el sistema con el fin de erradicar la lucha de clases. Ello se realizaría introduciendo nuevas técnicas de administración de empresa, de organización del trabajo y de disciplinamiento e instrucción de los trabajadores, todas medidas tendentes a aumentar la plusvalía relativa. El mismo así lo dice, delineando los principios tecnológicos e ideológicos del fordismo y su estado de bienestar:

El objetivo principal de la administración debería ser asegurar el máximo de prosperidad para el patrón, acompañado de la máxima prosperidad para el trabajador (…) La mayoría de los trabajadores cree que los intereses fundamentales de patrones y trabajadores son necesariamente antagónicos. La administración científica, por el contrario, se funda en la convicción de que ambos comparten los mismos intereses, de que la prosperidad del patrón no es sostenible a largo plazo si no va acompañada de la prosperidad del trabajador y viceversa. Es posible dar simultáneamente al trabajador un salario elevado y al patrón bajos costos de mano de obra (…) En una palabra, la máxima prosperidad solo existe como resultado de la máxima productividad. (Taylor 1911 9-12)

Gran parte del libro se dedica a explicar minuciosamente “el enorme ahorro de tiempo y correspondiente aumento en la producción que es posible obtener eliminando los movimientos innecesarios y substituyendo los movimientos lentos e ineficaces realizados por movimientos rápidos y competentes” (Taylor 1911 24). El cuerpo del trabajador es disciplinado de forma sistemática, científicamente, para obtener su “’iniciativa’ (esto es, su trabajo duro, su buena voluntad y su inventiva)” (Taylor 1911 36). Los patrones-administradores, mientras tanto, deben asumir la responsabilidad de acopiar, clasificar y reducir a leyes tecnocientíficas el conocimiento tradicional en la materia, para reentrenar a los trabajadores y planificar científicamente la organización y subdivisión del trabajo (Taylor 1911 36-8). El reentrenamiento de los trabajadores no implica solamente el disciplinamiento de sus cuerpos para una más eficiente utilización de la fuerza de trabajo, sino también la conversión ideológica de una masa de individuos leales al sistema y ofuscados con su bienestar personal: “la administración científica implica no solo el estudio de la velocidad apropiada para realizar el trabajo y la restructuración de las técnicas y las herramientas en la planta, sino también una absoluta transformación de la actitud mental de los trabajadores respecto al trabajo y los patrones” (Taylor 1911 100). La reorganización del trabajo en pequeñas cuadrillas para las cuales los obreros son individualmente seleccionados, entrenados y premiados con un salario más alto de acuerdo a su rendimiento, promueve la ambición y la iniciativa individuales y liquida la conciencia de clase y la solidaridad social: “La ambición personal ha sido siempre y lo seguirá siendo un acicate más poderoso del esfuerzo que el deseo de bienestar general” (Taylor 1911 95).

Estos principios taylorianos, que refundaron el capitalismo industrial y sentaron las bases de la sociedad de consumo sobre la cual se montaría el régimen fordista, anuncian la futura revolución cibernética4 y la sociedad de control descripta por Herbert Marcuse en El hombre unidimensional, sociedad en la cual “La tecnología sirve para instituir nuevas, más eficientes y más placenteras formas de control y cohesión social (…) Hoy la dominación se perpetúa y expande no solo mediante la tecnología sino como tecnología, lo cual legitima el poder político y absorbe todas las esferas de la cultura” (Marcuse 1991 vlviii y 158). La sociedad de la abundancia, el consumo y el entretenimiento permite que los individuos se identifiquen gozozamente con su existencia: no es esta una identificación ilusoria, sino real; no una alienación individual, sino colectiva; no una ideología como falsa conciencia, sino la falsa conciencia encarnada en el principio de realidad como modo de vida. Al expandirse el grado de satisfacción socialmente permisible, el principio del placer ve acotado el espacio del deseo y de la imaginación, y como se trata de una buena vida, la obtención de placer genera conformismo y sumisión, “un modelo de pensamiento y de comportamiento unidimensional que repele o domestica toda idea o aspiración que trascienda el universo del discurso y de la acción” (Marcuse 1991 12).

Esto es lo que Marcuse denominó pensamiento unidimensional, que hoy se conoce como “pensamiento único” y que coincide —parcialmente, pues se trata de un concepto y una elaboración muchos más ricos— con la mentalidad tecnopólica denunciada por Postman, “con su énfasis en el progreso sin límites, derechos sin responsabilidades y acceso gratis a la tecnología (que) carece de centro ético, en cuyo lugar se coloca la eficiencia, el interés y el éxito económico” (Postman 1993 179). Se trata obviamente de los mismos principios fáusticos de la ideología neoliberal, solo que observados desde el culto a la tecnociencia que, como sugiere Postman, constituye una suerte de ideología por descarte (“Creemos porque no hay razón para no creer” dice Postman (1993 58)), similar a la razón cínica denunciada por Peter Sloterdijk (1987), que viene a llenar la ausencia de una visión del mundo coherente y comprensiva más allá de la acumulación de información. Como dice Postman, si “a un hombre con una cámara todo le parece una imagen, a un hombre con una computadora todo le parece información”, pues las computadoras transforman los problemas en datos, los datos en estadísticas y las estadísticas en ecuaciones. El mensaje de la tecnología digital es que todos los problemas sociales y humanos pueden resolverse gracias a la manipulación algorítmica de vastas cantidades de información, para lo cual se precisa a los expertos en big data analytics (Postman 1993 14; 119).

Parecería que hemos llegado al punto de “mayor peligro” que temía y predecía Martin Heidegger para cuando la revolución tecnológica “fascine, seduzca y persuada de tal manera al hombre que el pensamiento calculativo sea aceptado y practicado como el único modo de pensar” (Heidegger 1966 56). Harto conocidas son las críticas de Heidegger a las tecnologías modernas, aunque no necesariamente las comprendamos cabalmente y por eso continúe debatiéndose al respecto. A diferencia de Marcuse, a Heidegger le preocupaban menos los efectos sociales y ecológicos de las tecnociencias —destrucción del medio ambiente, amenaza nuclear, consumismo, alienación mediática— que las consecuencias deletéreas sobre la naturaleza de la vida humana que involucra “la comprensión tecnológica del ser”. Lo que amenaza a la humanidad como tal, dice Heidegger, es la idea de que mediante la explotación, el almacenamiento y la transformación de las energías de la naturaleza (concebidas hoy como recursos naturales), la tecnología haría tolerable la condición humana y dispensaría felicidad a todo el mundo. El riesgo no es tanto la destrucción de la naturaleza o de las culturas, cuanto la restricción del pensamiento a los principios de la tecnología moderna: velocidad, flexibilidad, eficiencia y permanente optimización de resultados. La aceptación de esta lógica terminaría convirtiendo al ser humano en un mero apéndice, un objeto, un recurso más —recurso humano, social y cultural, según la jerga actual— al servicio de la tecnología: “La relación sujeto-objeto alcanza, por vez primera, un carácter puramente ‘relacional’, esto es, ordenador, en el cual tanto el sujeto como el objeto son consumidos como stock a la orden” dice Heidegger (1977 173), para rematar en otro trabajo: “Este proceso captura al hombre, que ya no oculta su condición de ser la más importante de las materias primas” (Heidegger 1973 104). La interiorización de esta lógica, ya convertida en ideología neoliberal, convierte al individuo —entendido como portador de un capital humano, un capital social y un capital cultural— en gestor de su empresa de vida —o en administrador de su vida como empresa—, de acuerdo a los principios de performance, eficiencia y maximización de beneficios que aúnan la lógica empresarial con la lógica de la tecnociencia, culminando así el proceso de tecnologización de la idea del ser. He ahí la “metafísica moderna” augurada por Heidegger, para quien, según Hubert Dreyfus, “la tecnología, con su insistencia en ‘la exhaustiva calculabilidad de los objetos’, es la culminación inevitable de la metafísica, la preocupación con los seres pero no con el Ser…” (Dreyfus 1967 41), del mismo modo que los profetas de la cibernética y la inteligencia artificial serían los auténticos portadores de nuestro destino metafísico, los últimos metafísicos, responsables de la liquidación de la filosofía:

No hace falta ser profeta para saber que las ciencias que se van estableciendo estarán dentro de poco determinadas y dirigidas por la nueva ciencia fundamental, que se llama Cibernética. Ésta corresponde al destino del hombre como ser activo y social, pues es la teoría para dirigir la posible planificación y organización del trabajo humano. La Cibernética transforma el lenguaje en un intercambio de noticias. Las Artes se convierten en instrumentos de información manipulados y manipuladores. El despliegue de la Filosofía en ciencias independientes —aunque cada vez más decididamente relacionadas entre sí— es su legítimo acabamiento. La Filosofía finaliza en la época actual, y ha encontrado su lugar en la cientificidad de la humanidad que opera en sociedad. Sin embargo, el rasgo fundamental de esa cientificidad es su carácter cibernético, es decir, técnico. (Heidegger 2000)

La notable coincidencia de Heidegger y Marcuse respecto al papel de la tecnociencia, pese a partir de premisas y preocupaciones que resultan equidistantes, merece cuidadosa atención. Podría decirse que ambos representan la cima y la esclerosis del pensamiento moderno occidental, pero esta sería una solución demasiado simplista, pues difícilmente podría sostenerse lo mismo respecto a Deleuze y Guattari. Como propone Sibilia, siguiendo en esto a Herminio Martins, las ciencias y tecnologías enmarcadas en la lógica digital (informática, computación, cibernética, biogenética, etc.) responden a una pulsión fáustica cuya meta es superar la materialidad social y mortal de la condición humana, una suerte de neo-gnosticismo New Age en el cual la oposición cuerpo/alma adopta la forma hardware/software y que aspira a la perfecta inmortalidad de lo virtual.5 Steve Jobs es el ejemplo paradigmático de este ethos fáustico-metafísico, cuando en su megalomanía mezcla en dosis exactas una brillante imaginación tecnológica y un ansia de trascendencia espiritual, una hubris desmedida y una siempre insatisfecha demanda de perfección, sus creencias en el budismo zen y sus inefables actos de crueldad con colaboradores y amigos, su estilo de vida aparentemente ascético y su insaciable acumulación de riqueza y poder. Como sugiere Alex Gibney, director de la reciente película Steve Jobs: The Man in the Machine (2015), en un gesto típicamente calvinista, Jobs habría llegado a convencerse de que su ascensión a la cima del capitalismo fue un peregrinaje hacia la perfección espiritual.

Digitalización de la memoria
Pero, ¿qué implica todo esto para los usos de la memoria? Dos problemas me interesa señalar aquí: el papel que juegan las tecnologías en el funcionamiento de la memoria, y el desborde de la obsesión mnemotécnica que ha lastrado históricamente la cultura occidental, privilegiando las operaciones de registro, archivo y recolección de información en desmedro de las funciones cognitivas, imaginativas y libidinales. Esta doble problemática aparece estupendamente planteada en el diálogo del rey Tamus con el dios Teut que Sócrates relata en el Fedro de Platón. Teut, inventor de los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, el ajedrez, los dados y la escritura, presenta al rey sus nuevas artes y sus usos respectivos. Al llegar a la escritura, Teut explica que “esta invención hará á los egipcios más sabios y servirá á su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener”. A lo cual Tamus responde:

Ingenioso Teut (…) Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, la atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán á caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das á tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. (Platón 1871 II 340-1)

Los reparos de Tamus no apuntan solamente a los efectos mnemotécnicos positivos que tendría la introducción de la escritura (la nueva tecnología permitiría crear vastos y permanentes archivos de información, una vasta memoria artificial que ampliaría y perfeccionaría las redes exocerebrales, al decir de Bartra), sino más bien a los efectos negativos que tendría sobre la calidad de la memoria (“cuyo rastro habrá perdido su espíritu”) y sobre la capacidad misma de pensar (“no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias”). Si en Fedro Platón ofrece una visión compleja de la memoria y hasta crítica de la escritura, en Teetetes formula la famosa analogía de la memoria con una plantilla de cera que da origen a la falacia mnemotécnica en la cultura occidental. “Supon conmigo”, dice Sócrates a Teetetes,

que hay en nuestras almas planchas de cera (…) Decimos que estas planchas son un don de Mnemosina, madre de las musas, y que marcamos en ellas como con un sello la impresión de aquello de que queremos acordarnos entre todas las cosas que hemos visto, oído ó pensado por nosotros mismos, estando ellas dispuestas siempre á recibir nuestras sensaciones y reflexiones; que conservamos el recuerdo y el conocimiento de lo que está en ellas grabado, en tanto que la imagen subsiste; y que cuando se borra ó no es posible que se verifique esta impresión, lo olvidamos y no lo sabemos. (Platón 1871 III 252)

Como resulta claro, la función archivo toma precedencia y subordina desde entonces a las funciones cognitivas y afectivas de la memoria, que resulta así amputada y reducida a mero instrumento de la conciencia, siendo como es parte integral de la misma. Esta falacia platónica —que nos hace olvidar que Mnemosine es la madre de las nueve musas, es decir, de las ninfas inspiradoras de la imaginación artística— se establece desde entonces junto al logos como uno de los pilares de la epistemología occidental. Así esboza Henri Bergson la diferencia entre memoria-archivo y memoria viva, como si quisiera intervenir en el debate actual:

La duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y que se hincha al avanzar. Desde el momento en que el pasado crece incesantemente, se conserva también de modo indefinido. La memoria (…) no es una facultad de clasificar los recuerdos en un cajón o de inscribirlos en un registro. No hay registro, no hay cajón, aquí no hay siquiera propiamente hablando, una facultad, porque una facultad se ejerce de modo intermitente, cuando ella quiere o cuando puede, mientras que el amontonamiento del pasado sobre el pasado prosigue sin tregua. (Bergson 2012 55)

El otro tema destacable en la leyenda de Tamus guarda relación con las necesarias tecnologías mnemotécnicas, entre las cuales cuentan obviamente los medios modernos de reproducción y comunicación. Algunos trabajos recientes, como los de Drouwe Draaisma (2000) y José Van Dijk (2007) se ocupan precisamente de estos últimos. Según Draaisma, desde la tablilla de cera de Platón, pasando por la pizarra mágica de Freud hasta la computadora actual, las operaciones de la memoria ha sido siempre aprehendidas mediante metáforas que por lo general aluden a las técnicas o tecnologías utilizadas en cada instancia histórica para la preservación y reproducción de información (Draaisma 2000 3). No debe sorprendernos entonces que la memoria haya sido comparada con un archivo, un libro, una biblioteca, una placa fotográfica o una cámara oscura. Es precisamente en el siglo XIX, con el desarrollo de las tecnologías aplicadas a la producción industrializada de imágenes y sonidos, que se comienza a hablar de memoria fotográfica y, ya entrado el siglo XX, de memoria cinematográfica, hasta la memoria computadora de los años 50 y la memoria de redes neuronales más reciente. En el habla coloquial actual predominan las metáforas cinematográficas (rebobinar, flashback, zoom, cámara lenta, montaje, fuera de foco, obturar, sobreexponer, travelling, close-up, edición, videoclip) y las procedentes de la jerga informática (archivar, escanear, grabar, cliquear, link, hipertexto, colgar, back up, disco duro, software, upgrade) (Sibilia 2008 138). Interesado en las mediaciones, aunque lamentablemente limitadas a las memorias personales, Van Dijk propone el hasta cierto punto reificante concepto de “memorias mediadas” para referir al hecho de que

Las tecnologías mediáticas y los objetos, lejos de ser instrumentos externos de preservación del pasado, contribuyen a configurar un sentido del pasado, tanto en términos de nuestra vida privada como de la historia en su conjunto. Ambos, la memoria y los medios, han sido metafóricamente considerados reservorios de nuestras experiencias y conocimientos del pasado para uso futuro. Pero ni las memorias ni los medios son intermediarios pasivos; su mediación conforma intrínsecamente la manera en que configuramos nuestro sentido de individualidad y comunidad, de identidad e historia. (Van Dijk 2007 2)

Si las memorias personales no pueden realizarse ni comprenderse al margen del contexto socio-cultural que las informa, es innegable la importancia de los medios que hacen esa articulación posible en la constitución de identidades colectivas e imaginarios sociales. No existen en puridad memorias puras, como quería Bergson, ni recuerdos que registren o correspondan a un acontecimiento o una experiencia vivida en forma inmediata, sin el desgaste del tiempo, sin la interferencia de objetos y experiencias, sin la mediación de dispositivos tecnológicos. En tal sentido, los medios serían parte integral de la dialéctica entre memoria personal y memoria colectiva —que sería más apropiado llamar cultural—, en tanto las conexiones y convergencias entre individuos no ocurren solo a nivel de significados, ideas, creencias, imaginemas, sino aún más en el plano de los significantes, las formas, las prácticas, los medios y las tecnologías (Van Dijk 2007 12). De los comportamientos y las experiencias; de las prácticas socio-culturales; de los ritos, digamos, que dan vida a los mitos en el espacio de la interacción entre la memoria personal y la memoria cultural. La memoria no es sólo activada por objetos (una foto, un poema, una canción): simplemente es a través de esos objetos, “esas sutiles texturas” sin las cuales “los circuitos cerebrales se secarían y los recuerdos tenderían a desunirse y adoptar extrañas formas”, como ocurre en los sueños, que “siguen los cauces de una lógica extraña (…) sustituyendo al tejido simbólico exterior que, cuando estamos despiertos, contribuye a dar forma a la conciencia” (Bartra 2007 196). Las redes simbólicas, administradas en buena medida por los medios y las tecnologías mnemónicas, realizan una operación de anclaje a la realidad social. Vale decir, entonces, que estas tecnologías no son meros instrumentos artificiales o auxiliares externos de las funciones psíquicas y corporales de la memoria y la conciencia: son parte integral, constitutiva y constituyente de los regímenes de memoria correspondientes a cada momento y formación histórico-social.

Si, como sostiene Van Dijk, “las tecnologías de la memoria son por sí mismas tecnologías de los afectos” (Van Dijk 2007 46), ¿qué consecuencias tendrían las omnipresentes tecnologías digitales sobre la memoria, la conciencia y la subjetividad? ¿Sería válido hablar de la emergencia de un subjetividad digital así como hablamos de una memoria digital? Eso opinaría Sibilia, quien sostiene que las formas de sujeto promovidas “son aquellas que mejor se adaptan a los circuitos integrados del capitalismo global (…) Nada mejor, para eso, que digitalizarlos, tornándolos compatibles con toda la parafernalia teleinformática (…) Subyugados por la retórica y por las novedosas prótesis teleinformáticas y biotecnológicas, los organismos contemporáneos se transforman en cuerpos conectados, ávidos y ansiosos, cuerpos sintonizados” (Sibilia 2005 262). Es indudable que los procesos de digitalización implican una gigantesca transformación epistémica, que afecta incluso las funciones cerebrales y redefine nuestra noción de memoria, del yo y de lo social. El acceso inmediato a un archivo inabarcable, inconstante y fugaz trastoca por completo las reglas del juego mnemotécnico pero también de los procesos cognitivo-afectivos, y la memoria, entonces, “deviene menos un dispositivo de recolección de recuerdos que la habilidad de localizar e identificar fragmentos de cultura que identifican el lugar del yo en relación a los otros”. El cambio del modo analógico al digital (de una sucesividad cualitativa a una multidimensionalidad cuantitativa) permite así la proliferación de objetos, formas y prácticas multimedia, lo que facilita articular recuerdos a más de un sentido y a distintos medios de manera simultánea (Van Dijk 2007 50-1). La flexibilidad para editar y retocar textos, imágenes, bandas sonoras y films interminablemente los convierte en objetos inacabados, inacabables, abiertos, en suspenso. Esta plasticidad y maleabilidad del medio digital se superimpone a la plasticidad inherente a la memoria, potenciando por un lado las facultades creativas del sujeto pero agudizando por el otro su vulnerabilidad. Esta inexorable expansión de la realidad virtual sobre la vida contribuye a acrecentar la progresiva desterritorialización, desmaterialización y privatización de la memoria que, no obstante su carácter necesariamente virtual, se nutre de y se despliega en el cuerpo del sujeto y en el espacio social.6 Este triple proceso, tan característico de la modernidad, encarnó primero en el sujeto cartesiano, la reforma luterana y el empirismo de Locke aupados en la revolución gutenbergiana; reconoció luego una profunda radicalización con las tecnologías de reproducción mecánica primero y eléctrica después; y desembocó finalmente en las tecnologías digitales actuales, que al facilitar el desarrollo de subjetividades hedonistas, narcisistas y solipsistas, parecen dirimir definitivamente la vieja tensión fundacional del sujeto moderno entre lo privado y lo público, lo individual y lo político. Cada una de estas etapas conlleva una más profunda y radical desterritorialización, desmaterialización y privatización de la memoria, en directa relación con la abstracción del valor llevada a cabo por el hegemónico capital financiero y la centralidad adquirida por el valor simbólico-afectivo en el régimen de acumulación global, flexible y combinado, que se apoya prioritariamente en las tecnologías informáticas y digitales, la acumulación de la información y el monopolio del saber, de modo que hoy la producción de valor reside, considerando la economía a escala global, en la producción, distribución y consumo de valor simbólico (ver Trigo 2012a y 2012b). Como dice Sennet, la realidad misma es regulada por este ethos narcisista, cumpliendo el mismo papel que la ética protestante tuviera en el siglo XIX.7 El protagonismo de las tecnologías dígito-informáticas en este proceso de abstracción del valor es solo equivalente a su supremacía en la acumulación y realización de capital en “tiempo real”.8 Como se pregunta Crary, “De qué manera la subjetividad está volviéndose una precaria condición de interfaz entre sistemas racionalizados de intercambio y redes de información?” (Crary 1990 2).

Memoria y subjetividad
La descomunal expansión de la subjetividad en desmedro de los clásicamente modernos modos de subjetivación y las formas caprichosas que esta metamorfosis adopta en la escena globalizada mundial es uno de los más complejos y manoseados temas de nuestra época. Como ya he sostenido en trabajos anteriores, este fenómeno es para mí un efecto y un síntoma del actual régimen de acumulación de capital global, flexible y combinado, cuya novedad reside en la preponderancia que adquiere la producción, distribución y consumo de valor simbólico-afectivo. Esto implica un grado superior de convergencia entre la economía, la política y la cultura, donde se fusionan los dos ejes sobre los que opera la sociedad capitalista: la producción y consumo de bienes materiales (jurisdicción de la economía política, que movida por el trabajo genera valor) y la producción y consumo de bienes simbólicos (jurisdicción de la economía libidinal, que movida por el deseo genera placer). Si es en el goce que produce la identificación con lo simbólico (ideología, imaginario, nación o religión) donde el individuo interpelado se realiza como sujeto, hoy, bajo el nuevo régimen de acumulación, se ha expandido un imaginario global que desplaza las viejas ideologías e imaginarios nacionales por una nueva economía político-libidinal en la cual la catexis del deseo (inversión de energía afectiva, libidinal) es capturada por el capital y la lógica de la mercancía.

Este nuevo régimen de subjetivación conlleva una mercantilización radical de la subjetividad que afecta tanto la psiquis individual como las formas sociales, configurando un sujeto que sustituye el estoico individualismo moderno, arrebujado en la ideología del progreso, por un individualismo puro, desprovisto de servidumbres teleológicas y horizontes trascendentales, lo que le permite, narcisismo mediante, encapsularse en su relación consigo mismo, con el tiempo y la afectividad (Lash 1978). Sin embargo, en un paradójico proceso de privatización que agudiza la individualidad a extremos inéditos, la subjetividad se enrosca en sí misma pero volcándose hacia fuera, adoptando máscaras sociales que pueden ser descartadas o remplazadas según el estado anímico de la persona o los dictados de la moda. Esto se manifiesta en el exhibicionismo público de una intimidad desmesurada que puede llegar a la procacidad y la pornografía, como ocurre habitualmente en las redes sociales y tantas páginas de internet (ver Sibilia 2008 84-9). Ahí está lo curioso de esta nueva privatización de la subjetividad (una más de las tantas a lo largo de la modernidad): la intimidad, desorbitada, se desborda públicamente.9 O mejor aún, el inconsciente se extrovierte convertido en espectáculo, según vaticinara en 1967 Guy Debord. Estamos indudablemente ante un nuevo modo de producción y experiencia del yo, una auténtica mutación del régimen de la subjetividad, que se desplaza de la subjetivación analógica a la subjetividad digital: mientras en la primera el goce se realiza en la identificación del sujeto con lo simbólico (imaginarios e identidades de diversa índole), en la segunda el goce se realiza en la satisfacción inmediata del deseo (consumo de bienes y servicios por su valor simbólico), consumación que arroja un plus-de-goce debidamente apropiado por el capital. Como paradigma ejemplar de subjetivación analógica bastaría mencionar el documento de identidad ciudadana, que consta de una foto, la firma y huellas dactilares del portador, mientras que la tarjeta de crédito, con sus códigos de identificación digitales, resultaría emblemática de la subjetividad digital del consumidor. Como dice Sibilia, “El nuevo capitalismo se erige sobre el inmenso poder de procesamiento digital y metaboliza las fuerzas vitales con una voracidad inaudita, lanzando y relanzando constantemente al mercado nuevas subjetividades. Los modos de ser constituyen mercaderías muy especiales, que son adquiridas y de inmediato descartadas por los diversos targets a los cuales se dirigen, alimentando una espiral de consumo en aceleración constante” (Sibilia 2005 33).

En cuanto al tema de la memoria que nos ocupa, un problema primordial reside en la sobredimensión, cuantitativa y cualitativa, adquirida por la tecnología mnemónica digital, es decir, por la obesidad, la cacofonía y el carácter indiscriminado y efímero de la información, todo lo cual pone a prueba la capacidad de discernimiento y reflexión. Sobredimensión de la prótesis mnemotécnica artificial cuyo propósito es optimizar los recursos de la memoria, refrendando y profundizando así la falacia platónica de la memoria archivo en desmedro de la memoria viva donde se forman, deforman y reforman imágenes e historias sobre el pasado que conjugan los intereses, la fantasía y el deseo. Esta dicotomía se reitera —y parece confirmarse en los estudios sobre el funcionamiento del cerebro— en la distinción ya discutida entre memoria de corto plazo, operativa o implícita —aquella que de manera relativamente inconsciente procesa hábitos, habilidades, representaciones y condicionamientos aprendidos y activables de manera automática— y memoria de largo plazo —”que podría equipararse a las memorias artificiales organizadas para operar coherente y permanentemente (archivos, bibliotecas)” e internet, podríamos agregar (Bartra 2007 196).

Una misma distinción realiza Henri Bergson en Materia y memoria, pero con una notable sutileza en los matices, entre “dos memorias teóricamente independientes” (Bergson 1900, 93), las que caracteriza indistintamente a lo largo de sus trabajos como memoria contemplativa, imaginativa e incluso “de lo inútil” y memoria motora, repetitiva, práctica, habitual. La primera, carente de cualquier intención utilitaria, almacenaría imágenes-recuerdos y haría posible el reconocimiento intelectual de percepciones y experiencias. La memoria motora —”Hábito más bien que memoria, representa nuestra experiencia pasada, pero no evoca la imagen” (Bergson 1900 198)—, estaría siempre tendida hacia la acción, asentada en el presente y enfocada en el porvenir. No retendría del pasado más que las acciones coordinadas, los movimientos aprendidos, los hábitos repetidos, que se retienen no bajo la forma de imágenes-recuerdos sino como reflejos automáticos que aseguran una dúctil capacidad de adaptación:

A decir verdad, no representa el pasado, sino que lo pone en juego; y si todavía merece el nombre de memoria, no es porque conserve imágenes antiguas, sino porque prolonga su efecto útil hasta el momento presente. De estas dos memorias, de las que una imagina y la otra repite, puede suplir la segunda á la primera y aun con frecuencia dar la ilusión de ella”. (Bergson 1900 94; el subrayado es mío)

Resulta claro que si la memoria motora, práctica o utilitaria resulta imprescindible para la vida y la acción, para Bergson hay solo una memoria “por excelencia”, la memoria contemplativa, coextensiva con la conciencia y la imaginación, la única que nos permite revisitar el pasado, pues para evocar las imágenes-recuerdo “es preciso saber dar precio á lo inútil, es menester querer soñar”(Bergson 1900 95).

Pero estos dos estados extremos, el uno de una memoria enteramente contemplativa que no toma más que lo singular en su visión, y el otro de una memoria completamente motora que imprime á su acción el sello de la generalidad, no se aislan y se manifiestan plenamente mas que en casos excepcionales. En la vida normal, se penetran íntimamente, abandonando de este modo, el uno y el otro, algo de su pureza original. El primero se traduce por el recuerdo de las diferencias, el segundo por la percepción de las semejanzas: en la confluencia de las dos corrientes aparece la idea general. (Bergson 1900 204)

Bergson imagina el funcionamiento de las dos memorias como un circuito cognitivo continuo que va desde las percepciones o experiencias que activan la memoria motora hasta las imágenes-recuerdo que emergen de los pliegues más recónditos de la memoria contemplativa. Se trata de un circuito —comparable a un circuito eléctrico cerrado en el cual todos los elementos entran en tensión mutua— que va de lo concreto a lo abstracto, de lo particular a lo general, del presente absoluto a los posibles pasados; un circuito que dispara la memoria, que se irradia entonces en una serie de círculos concéntricos, cada vez más amplios y expansivos, de modo que las imágenes-recuerdo se vuelven más complejas, abstractas, genéricas, según tomen distancia de la experiencia o percepción generatriz. La memoria entera —cuya elasticidad le permite dilatarse indefinidamente— se juega en cada uno de estos círculos, reconstituyendo el mismo objeto en reflexiones tanto más profundas cuando más difusas sean las imágenes-recuerdo. La vida psicológica consistiría entonces en la repetición indefinida de sucesivos estados de la memoria, como si volviéramos una y otra vez, en distintos grados y a distintos niveles, sobre las mismas imágenes-recuerdo, tanto más complejas cuanto mayor sea la tensión intelectual que nos demanda la experiencia. En el fondo de la memoria pura, según Bergon —en el légamo del inconsciente, diría Freud—, en los últimos círculos, se hallarían las fugitivas imágenes-recuerdo personales que, a medida que se acercan a los círculos más próximos a la percepción, se adelgazan, contraen, vuelven prácticas, aplicadas a la actividad del cuerpo en el presente (Bergson 1900 129-132).

El meollo de la concepción bergsoniana de la memoria está en la idea, experiencia o sentimiento de la duración, “en que el pasado, siempre en marcha, se dilata sin cesar en un presente absolutamente nuevo” y se produce “la coincidencia de nuestro yo consigo mismo” (Bergson 2012 60). La pura duración es una sucesión interna y subjetiva que —a diferencia de la exterioridad sin sucesión del espacio, que por lo mismo sirve de anclaje a los recuerdos del pasado— se caracteriza por la heterogeneidad, la diferencia, el devenir. Valga como ejemplo el de la disolución del terrón de azúcar en el vaso de agua, cuando “el tiempo coincide con mi impaciencia, es decir, con una determinada porción de mi duración en mí, que no es extensible ni reducible a voluntad. No se trata ya de lo pensado, sino de lo vivido. No es ya una relación, sino lo absoluto” (Bergson 2012 18). Bergson alerta acerca de la ilusión que lleva a confundir la duración con el tiempo homogéneo y vacío, pues el elemento fundamental de aquella —que Deleuze colocaría más tarde en el centro de su filosofía— es su dimensión cualitativa, que Bergson opone al pensar en términos de “más o menos” o “verdadero o falso”. Los hechos psíquicos son “cualidad pura o multiplicidad cualitativa”, pero como su causa, situada en el espacio, es cantidad, la cualidad deviene signo de esta cantidad, y dado que se supone a esta detrás de aquella, la denomina intensidad, signo cualitativo de la cantidad. El origen de la intensidad está en un compromiso entre la calidad pura, que es un hecho subjetivo, y la pura cantidad, que es necesariamente espacio (Bergson 2012 35).

Esta crítica apunta a una cuestión medular de la tecnología digital, sustentada sobre un modelo binario y cuantitativo dedicado primordialmente a la resolución de problemas desde un punto de vista estrictamente pragmático, olvidando aquel pasaje del prólogo a la Introducción a la crítica de la economía política donde Marx escribía con su acerada ironía que “la humanidad sólo se plantea problemas que es capaz de resolver” (Marx 2008, 5). La cuestión no es resolver problemas, dice Bergson, sino imaginarlos, pues “en filosofía, como en otras partes, se trata de encontrar el problema y por tanto de plantearlo, más aún que de resolverlo. Porque un problema especulativo está resuelto desde el momento en que está bien planteado (…) Pero plantear el problema no es simplemente descubrirlo, es inventarlo” (Bergson 2012 30). Bergson contrasta el carácter utilitario e instrumental de la memoria de corto plazo, aplicada al funcionamiento de las operaciones cognitivas de adaptación e integración al medio, y por ende cuantificable, con el carácter “inútil” y terminal de la memoria contemplativa, locus de la imaginación, la fantasía, la creación, la utopía. Allí es donde residiría el carácter subversivo de la memoria, pues como dice Marcuse “la memoria recuerda el terror y la esperanza del pasado (y) el recuerdo del pasado puede dar lugar a intuiciones peligrosas, por lo cual la sociedad estatuida parece tener aprensión a los contenidos subversivos de la memoria”. No se trata tan solo del conocimiento ampliado que ofrece la memoria, sino de la ampliación del horizonte cognitivo que suscita: “El reconocimiento y la relación con el pasado como presente contrarresta la funcionalización del pensamiento por y en la realidad establecida. Milita contra la clausura del universo discursivo y conductual (…) el pensamiento crítico deviene conciencia histórica” (Marcuse 1991 98-9).10 De acuerdo a Freud, dice Marcuse en Eros y civilización, la ecuación libertad-felicidad, reprimida por la conciencia, se refugia en el inconsciente, desde donde la memoria permanece en acecho frente al omnímodo principio del placer. La instalación de la memoria en el centro del psicoanálisis como un modo de cognición decisivo va mucho más allá de un recurso terapéutico, pues el papel terapéutico de la memoria deriva de su valor de verdad, esto es, de su capacidad para preservar promesas y potencialidades permanentemente desvirtuadas, traicionadas y prohibidas por la civilización y el principio de realidad, que “restringe la función cognitiva de la memoria, su compromiso con las experiencias de felicidad, que se niega a aceptar el deseo de su recreación consciente” (Marcuse 1966 18-9). Pero también de su asociación con la imaginación, que retiene la estructura y las tendencias de la psiquis anteriores a su adiestramiento al principio de realidad, anteriores a su devenir individual frente a otros individuos. La imaginación preserva la memoria de un pasado que se confunde con la vida del genus, la imagen de la unidad inmediata entre lo universal y lo particular bajo las leyes del principio del placer (Marcuse 1966 141-2). Es por ello necesario, insiste Marcuse, liberar el poder liberador de la memoria. Es por ello urgente, diríamos nosotros, liberar la memoria del estrecho horizonte de la lógica digital. Eros, al penetrar en la conciencia, es movido por los recuerdos con el fin de derrotar al tiempo en un mundo dominado por el tiempo. Si fuera verdad que los únicos paraísos verdaderos son los paraísos perdidos no sería porque, en retrospectiva, el gozo pasado parece haber sido siempre mejor de lo que fue, “sino porque tan solo el recuerdo nos proporciona un gozo libre de la ansiedad de que se acabe, un gozo con una duración de otra manera imposible. El tiempo pierde su poder cuando el recuerdo redime el pasado” (Marcuse 1966 233). Si el “Ser es esencialmente la búsqueda del placer”, dice Marcuse (1966 125), la memoria es el camino que nos conduce al Ser y lo realiza.

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Notas
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2 El hecho es que en los fenómenos culturales y sociales hay circuitos que se encuentran fuera del cerebro y que no pueden explicarse por los procesos nerviosos centrales, por la capacidad de las memorias neuronales, por módulos cognitivos innatos y por las habilidades cerebrales en el uso de lo que los psicólogos llaman una “teoría de la mente” para reconocer las intenciones de otros. A pesar de que el cerebro aloja más de 30 mil millones de neuronas y que éstas forman una red de unos mil millones de millones de conexiones sinápticas, las estructuras culturales y sociales no caben en él: no hay manera de que el cerebro pueda absorber y contener en su interior más que una pequeña parte de los circuitos socioculturales (Bartra 2007 92).

3 Resulta interesante recordar como nota no del todo al márgen cómo llegó Larry Page, el fundador de Google, a la idea germinal de dicha empresa. Escribiendo su tesis doctoral en computación en Stanford University, Page observó que los links en la página web funcionaban como citas en un texto académico: ambos son significantes de valor. Cuanto más veces sea citado un texto y mayor autoridad tengan quienes lo citan, más prestigio adquiere en su campo y mayor valor simbólico (y económico) su autor. De hecho, este es el criterio cada vez más frecuente en los procesos de promoción en las universidades norteamericanas, donde el análisis estadístico de la circulación de papers se usa para determinar la calidad del trabajo académico. Del mismo modo, cuántas más visitas y referencias tenga una página web y mayor autoridad tengan las fuentes de los enlaces, mayor valor adquiere esta en el mercado virtual. En ambos casos, tanto en la web como en la academia, el valor —en última instancia económico, como lo prueba el éxito de Google en la bolsa de valores—, se puede medir cuantitativamente. Este ejemplo confirma, por el reverso digamos, la mercantilización del trabajo académico, cuyo éxito sirve de inspiración a una más amplia mercantilización de la información y el conocimiento. Y esto es más que una analogía.

4 La cibernética, de enorme influencia en el desarrollo de las teorías cognitivistas que, asociadas al conductismo y el funcionalismo, impregnan la biología, la medicina, la antropología, la psiquiatría, la economía, la ingeniería, la administración de empresas y, por supuesto, las teorías de la información y la informática, se origina en los años 50 con el fin de estudiar los mensajes como medios de control de las máquinas, los animales y la sociedad, “que solo puede entenderse a través del estudio de los mensajes y de los medios de comunicación, así como de los mensajes entre hombres y máquinas y entre máquinas y máquinas, destinados a desempeñar un papel cada vez más importante en el futuro” (Weiner 1989 16). Nacida bajo el trauma de la guerra, la cibernética procura ordenar la contingencia y la entropía postuladas como leyes universales por las teorías relativistas y probabilistas que, curiosamente, terminarán por prevalecer en el imaginario y la lógica de las tecnologías digitales

5 “Como ocurre en las tendencias “angélicas” de la cibercultura y la teleinformática, con sus propuestas de inmortalidad de la mente mediante la inteligencia artificial y de superación deI espacio físico a través de la virtualización de los cuerpos en las redes de datas, el impulso fáustico que guía la tecnociencia contemporánea presenta, también en este ámbito, cierta aversión a la materia orgánica, analizando ansias trascendentalistas y reminiscencias gnósticas. Así, las nuevas variantes de la metafísica tradicional no hacen más que reafirmar el viejo dualismo y privilegiar su polo inmaterial (software-código), a la vez que desdeñan y castigan eI polo material (hardware-organismo). (…) Desde esta perspectiva, proyectos como los de la inteligencia artificial y las biotecnologías revelan sus frágiles cimientos metafísicos, que cercenan la vida al separarIa deI cuerpo orgánico, en su trágica búsqueda de una “esencia” etérea y eterna.” (Sibilia 2005 115 y 118)

6 Una serie de estudios realizados por Daniel Werner con el fin de determinar los efectos del uso del internet sobre la “memoria transactiva” le llevan a confirmar la privatización de que estamos hablando. La “memoria transactiva” refiere al intercambio de memorias y saberes entre los miembros de un grupo social, lo cual hace posible que cada individuo se “especialice” en ciertos saberes y memorias que, al ser puestas en circulación, constituyen la memoria colectiva o cultural del grupo. Esta división del trabajo del conocimiento y la memoria, al permitir un uso ecónomico de los recursos cognitivos individuales, es lo que ha hecho posible el sostenimiento de la vida social en cualquiera de sus formas. La creciente dependencia del Internet para la obtención de información que tradicionalmente se obtenía de un padre, un amigo, un maestro que ya la sabía o que nos daba una pista o una fuente donde hallarla, está no solo debilitando los lazos sociales que permiten las transacciones mnemónicas, sino que también modifican la subjetividad, en tanto la frontera entre las memorias personales y la memoria en la nube del Internet comienza a diluirse. El Internet vendría hoy a ocupar el lugar de los otros en nuestra memoria, a tal punto que, de acuerdo a estos estudios, los usuarios de Internet tienden a sentir que la información allí obtenida es de su propia cosecha (Wegner y Ward 2013).

7 “Así como el siglo pasado la histeria fuera movilizada en las relaciones sociales por una cultura atrapada en una crisis de lo público y lo privado, el narcisismo es ahora movilizado por una cultura que carece de fe en lo público y apuesta a la intimidad como medida del sentido de realidad. Cuando cuestiones de clase, etnia o poder dejan de tener sentido, dejan también de preocupar o apasionar. El resultado de una versión narcisista de la realidad es que la capacidad expresiva de la gente se ve reducida. Ya no puede jugar con la realidad porque la realidad importa solamente en la medida que refleje las necesidades más íntimas”. (Sennet 1978 326).

8 La frase “tiempo real” es insidiosamente falaz. Corresponde, en realidad, a una versión digitalizada del “aquí y ahora” analógico, pero en rigor no tiene nada del tiempo real de la materialidad corporal y social. Es un tiempo esencialmente virtual regulado por la realización de la mercancía: un tiempo mercantilizado que ya ni el oro puede medir. Es el tiempo de la instantaneidad, de la evanescencia, un tiempo que se desaparece a sí mismo, que se fuga hacia delante como huyendo de la duración, que es su esencia. Un tiempo sin memoria. Un tiempo que se inmola y aniquila la vida (ver Sibilia 2008 140-4).

9 Richard Sennet hablaba, en 1974, de una “ideología de la intimidad que transmutaba categorías políticas en categorías psicológicas. “La creencia que la proximidad entre las personas es un bien moral es de hecho consecuencia de una profunda dislocación producida por el capitalismo y el secularismo ya en el siglo XIX. Dislocación que llevó a la gente a buscarle un sentido personal a situaciones impersonales, a objetos y a las mismas condiciones sociales objetivas” (Sennet 1978 259).

10 Ello explica por qué todas las políticas de memoria a lo largo de la modernidad, sobre todo aquellas vinculadas a los imaginarios nacionales y las instituciones del estado, resultan siempre ser políticas de amnesia (Trigo 2011).