Tiempos Locales - Tiempos Globales. En, desde, sobre la América latina/Estados Unidos

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Ileana Rodríguez


En este trabajo reflexiono sobre tres ejes del campo de investigación, a saber, (a) el significado de la frase “en” y “desde” América Latina: El tiempo cero; (b) Masculinidades como formación de la nación y la identidad nacional; (c) Propuestas indígenas. Mi punto de partida es el trabajo en torno a esta relación escrito explícitamente por Nelly Richard y Rossana Reguillo, porque ellas discuten los instrumentos metodológicos y marcos epistémicos que responden al estado actual del capitalismo global. Fundamental a este debate es la crítica de un meta-discurso globalizador que mide con el mismo rasero la singularidad de las narrativas locales. De ahí el término de “internacional academia” de Richard. El punto central es el de la exclusión de los latinoamericanos del debate teórico sobre Latinoamérica y sus productos locales. El saber es siempre posicionado y no hay monopolio representacional. Exactamente en la misma línea de trabajo, Reguillo pone en estado de duda representaciones que insisten en trasmitir “una identidad política deteriorada,” potenciada por las grandes cadenas mediáticas, editoriales y financieras que transmiten ‘en’ y ‘desde’ Estados Unidos y se pronuncia contra esa gestión global del miedo. Silvia Rivera Cusicanqui y Maria Herminia Tavares de Almeida dirían que a lo que aspira un intelectual en América latina es a dejar de ser referencia para pasar a ser colega; dejar de ser ficha bibliográfica para pasar a tener voz; dejar se ser ausencia remota en territorios lejanos y devenir presencia en los foros internacionales.


En este trabajo voy a reflexionar sobre tres ejes de campo de investigación, a saber: (a) el significado de la expresión “en” y “desde” América latina: el tiempo cero; (b) las masculinidades como formación de la nación y la identidad nacional; (c) propuestas indígenas.

“En” y “desde” América latina: el tiempo cero
Mi punto de partida es el trabajo en torno a esta relación escrito por Nelly Richard y Rossana Reguillo, porque ellas discuten los instrumentos metodológicos y marcos epistémicos que responden al estado actual del capitalismo global. Según Richard, los estudios culturales “en” y “desde” Estados Unidos producen un meta-discurso globalizador que mide con el mismo rasero la singularidad de las narrativas locales. Ella acuña el término “academia internacional”, donde, mediante los “papers” presentados en conferencias, los académicos metropolitanos se re-legitiman apelando a subalternidades y marginalidades del sur a las cuales colocan en un “afuera radical”.1 Con esto se logra excluir a los latinoamericanos del debate teórico sobre Latinoamérica y sus productos locales. Richard se pronuncia a favor de una escritura posicionada, raigal, que desnude su lugar de enunciación y no tenga el monopolio representacional.

Exactamente en la misma línea de trabajo, Reguillo pone en cuestión aquellas representaciones que insisten en trasmitir “una identidad política deteriorada”, potenciada por las grandes cadenas mediáticas, editoriales y financieras que transmiten “en” y “desde” Estados Unidos y se pronuncia contra esa gestión global del miedo que produce y alimenta un imaginario en el que Latinoamérica es solo portadora de violencia y miseria. Por tanto, piensa en promover comunicaciones interculturales que no reproduzcan cánones conformados por identidades perniciosas.2

Silvia Rivera Cusicanqui y Maria Hermínia Tavares de Almeida dirían que a lo que aspira un intelectual en América latina es a dejar de ser referencia para pasar a ser colega; dejar de ser ficha bibliográfica para pasar a tener voz; dejar de ser ausencia remota en territorios lejanos y devenir presencia en los foros internacionales.

Teniendo en cuenta esta situación, llama la atención el libro de Josefina Ludmer Aquí América latina —con minúscula—, del cual me interesa la discusión del “tiempo cero”.3 Tiempo cero hace referencia al espasmo entre temporalidades diferenciales en que parece que el tiempo no transcurre —como los tiempos propuestos por el Internet―. Tal tiempo cero, que bien podría ser también ese vacío donde operan las políticas neo-liberales, necesita otras formas de ficcionalizar, documentar, memorializar o especular las actuales configuraciones de la nación en referencia al capital.  Dado que los tiempos de la nación corren paralelos a los tiempos del capital, los movimientos temporales de las grandes metrópolis actúan como interruptus de lo nacional, del estado y del sujeto, al que hieren y reconforman en miles de direcciones, en tal grado, que Guillermo Bonfil Batalla propondrá irónicamente para México unirse a la federación norteamericana y dejar de ser nación.4 Estas temporalidades encabalgadas permiten especular sobre la nación y sus tiempos e hitos fundadores, pero también sobre el golpe o interruptus —Pachacuti, para los andinos— de aquello que podría haber tenido un desarrollo secuencial, con su propia lógica —podríamos extrapolar aquí acerca de los textos que hablan sobre mitos fundadores, como el Tahuantinsuyo o Qullasuyu y sus propuestas de retorno a lo arcaico—.

En este cruce de tiempos se sitúa la introducción al “Diario Sabático” de Ludmer, que empieza con la llegada del “Yo, pájaro” (Ludmer 23) el año 2000 a Buenos Aires y como recibe, de golpe, la sensación de estar en ‘otra temporalidad’. A todos nos pasa, ¿no es cierto? O la impresión de estar en varios tiempos a la vez: “sensación constante de que el presente es memoria y déjà vu, duplicación del pasado, sensación de corte histórico, temporal. […] En Buenos Aires año 2000 hay como un tiempo que se vino de golpe”  (25) —sí, el de la “modernización” neoliberal, la utopía de los que quieren ser cosmopolitas en Bonfil, de aquéllos que llegaron tarde a hacer la revolución en Torres, o de los que hacen revolución sin cambios revolucionarios en Mamani—. Se trata de la comunicación y circulación de bienes —locutorios, computadores, celulares— y también  del vencimiento de los plazos de la deuda que colocan en tiempos diferentes al mercado y al estado, del trabajo desmaterializado, de los nuevos pobres, de la cantidad de memoria e historia que hay en el presente, de los tiempos de todos y del tiempo del sabático.  El sentido es que la modernización entra de golpe, sin desarrollo “natural”, histórico; de golpe se corta algo que podría haber seguido siendo e instala, también de golpe, la incompletitud en la sociedad. Se corta el tiempo desde fuera y desde el estado, haciendo de lo nacional y los nacionales lo diferente “en” y “desde” una historia desarrollista, capitalista —llegamos tarde al banquete de la civilización—. Esta discusión sobre el tránsito entre tiempos globales y nacionales, nos hace pensar también en los efectos que tiene en las configuraciones del lazo social; las tensiones implícitas en su alternancia, ese vivir en algo que ella denomina como “lacunae”. La propuesta principal es que en esas “lacunae”, hiato, cesura, quiasmo, hoyo negro y tiempo cero es donde reside una buena cantera de pensamientos sobre los cuales se puede especular.

Especular desde aquí, América latina, es tomar una posición específica y como prefijada, como un destino. Somos los que llegan tarde al banquete de la civilización (Alfonso Reyes…) y esta secundariedad implica necesariamente una posición estratégica crítica. No se puede no imaginar, desde aquí, algún tipo de resistencia y negatividad; no se puede siempre perder. La especulación en América latina, en la posición estratégica que le corresponde, parte de lo que nos toca a todos, de algo en común que nos iguala en tanto seres humanos. Parte  de  principios  generales,  de  articuladores,  de  nociones que recorren todas las divisiones; la creatividad del lenguaje, la  imaginación, el tiempo y el espacio. (Ludmer 10-11)

Especular significa producir imagen; también pensar y calcular —engendrar realidades—; la ficción especulativa  es  un  género  desde  el cual pensar  el  tiempo  cero  de  la  pura posibilidad que se apropia —expropia/extrapola— de todo lo que puede, de eso híbrido y heteróclito. Ludmer propone una imaginación pública o manufactura de realidad como forma de trabajo social anónimo y colectivo, que borre la separación entre imaginarioindividual y social, no distinga entre el afueraadentro, ni el íntimopúblico, en un régimen de realidadficción, que fusione todo lo visto y oído a través de múltiples regímenes de sentido temporales y territoriales, aun si las políticas del tiempo son temporalidades habitadas e imaginadas, intersectadas e imbuidas por el tiempo cero del Internet —tiempo sin tiempo que se mueve en todas las direcciones y engendra no sólo diferentes tipos de temporalidades y subjetividades sino nuevos tipos de desigualdades—: “cuanta más velocidad más división social; cuanta más velocidad más grande es la intensidad de la fragmentación” (Ludmer 19). El acceso a la instantaneidad, a diferentes tasas de aceleración es crucial para las nuevas divisiones sociales. Ofrezco dos ejemplos: una conversación de Ludmer con Marta Cisneros, y otra con Héctor Libertella. Marta le dice:

Sí, ya sé que tu tema es el tiempo, pero vos seguís hablando del tiempo y hablás del pasado del futuro como si todos tuviéramos la misma sensación del pasado o del presente… Claro… porque cuando vos decís que en la Argentina la gente vive en el pasado, claro, vos generalizás para poder comparar pero te olvidás… sí, creo que borrás algunas cosa que por aquí todavía no se sabe a qué tiempo pertenecen… (Ludmer 36)

La amiga aclara que el tiempo de la nación es otro, distinto: tiempo de los desaparecidos, a los que aún se les envían citaciones electorales; tiempo de la madre que espera hace veintitrés años a que el hijo regrese porque nunca vio el cuerpo muerto y eso, afirma la amiga, no es estar hablando del pasado, de los recuerdos, ni de la memoria, sino de la nación, porque por cada muerte la Argentina recibió un millón de dólares que vino a engrosar la deuda externa y a hipotecar el país. Pasado, presente y futuro, como el de ellas antes, se los arrebataron los dueños del futuro y las cargaron a palos porque el sentido del tiempo no se comparte.

La conversación de Ludmer con Libertella es un recorrido por la ciudad, pretexto para hablar “de una prótesis o un fantasma de la ciudad encarnada” (109) en cada uno de ellos. Dicho fantasma es el rememorar los lugares culturales de la generación: la calle Florida, “vidriera chic de un país muy concreto, pastoso, ganadero” (109). Ahí anidaron los muchachos de la revista Martín Fierro, las paredes llenas de afiches de Macedonio, que  se  postulaba  como  candidato  a  presidente, donde Oliverio paseaba a un muñeco en un coche suntuoso. Y qué de la Plaza de Mayo, de la Librería Argentina fundada por Marcos Sastre y, así, de cada palmo de esa ciudad cultural, ese fantasma o prótesis, hasta llegar a Borges —o a Coronel Urtecho, o a Sergio Ramírez en Nicaragua—, que atendía a todos los que esperaban sentados en las dos banquetas a la entrada de su casa; y de Borges a Tamara Kamenszain, César Aira, Lamborghini, a Los nietos de Martín Fierro, “lugares densos, pero muy cortados y ‘rayados’ por el tiempo” (Ludmer 112).

Estamos en lo que Mary Louise Pratt llama “la modernidad desde las Américas”, una América latina integrante de la modernidad, esa misma que genera sus propias periferias —tiempos interrumpidos del atraso y el adelanto simultáneos, de la secuencialidad de formas sociales y sus alternancias en momentos disímiles—.5 A todos estos tiempos aglutinados corresponde la hibridez, pero uno de los pensamientos germinales es la idea de nación interferida o intervenida que en Torres corresponde a la idea de formaciones sociales heteróclitas y pulsiones políticas confusas.

Pratt habla en total concordancia con el Cardoso y el Faletto de la teoría de la dependencia6 —¿acaso no lo hacemos todos?— para mostrar tres perspectivas sobre la modernidad en América latina: la contradicción, la complementariedad y la diferenciación. Todo para concluir que, como dice Ludmer, el esquema de poder entre centros y periferias opone raigalmente el proceso emancipatorio y democratizante de la modernidad sin que el centro se percate de ello — primera aporía— o, peor, que si se entera, enfila los drones. Esa es la contradicción. La complementariedad consiste en generar narrativas de difusión que la periferia traduce en procesos de recepción cuyos contenidos constituyen la realidad misma. La diferenciación consiste en el deslizamiento en los significados de los términos: por ejemplo, progreso significa en el centro mejorar la condición humana, avanzar hacia la plenitud; en la periferia, significa ponerse al día, alcanzar lo que ya ha ocurrido en otro lugar. De ahí la idea de modernización sin modernidad (Quijano); modernización como despliegue de la razón instrumental (Lechner); o modernización alternativa (Escobar).7

Porque  sucede  que  dos  de  las  condiciones  determinantes  del carácter y la trayectoria de la modernidad en América latina son “[l]a condición de la receptividad impuesta y la co-presencia del yo y sus otros” (Pratt 835).  La primera refiere a ocupar el polo receptor de una relación de difusión asimétrica —desaparecen de la historia europea los campesinos pobres que emigran a América, los esclavos que producen la riqueza, poblaciones relegadas a lo pre-moderno, al hoyo negro del colonialismo ciego; y, si no, recordemos la celebración de los juegos olímpicos en Inglaterra 2012, en los que el campo idílico es sucedido por las chimeneas industriales, una historia en la que el tráfico de esclavos, la India y las Indias son extirpadas—. Desde el polo receptor, el concepto de asimilación carece de poder explicativo, de ahí las categorías de hibridez, creolité o mestizaje, todas ellas importantes consideraciones excéntricas. La segunda condición determinante de la modernidad en América latina es que el yo modernizante cohabita con los otros yoes no-modernizantes —los indios, los drogos, los maras, la ralea, las turbas—.

Masculinidades como formación de la nación y la identidad nacional

La modernidad en el nuevo libro de Jean Franco, Cruel Modernity, es vista desde el examen del estado de terror y las marcas perennes que ha dejado en la población el vivir bajo la hegemonía del estado criminal.8 Franco nos coloca frente al largo proceso de formación y construcción de la identidad nacional, al otro lado de su larga curva. Ante nuestros propios ojos se palpan las duras condiciones que la modernidad trajo a las sociedades de América latina. El texto articula las políticas estatales, las aspiraciones e ideologías modernas, y las diversas formas de discursos masculinos llevados a sus extremos en sus diferentes formas y formatos.

En la lectura de los textos culturales, Franco ve con claridad que el estado moderno persigue con afán la limpieza de todo lo que no es blanco, haciendo converger racismo y modernidad con procesos de etnofagia. La premisa fundamental del libro es que la formación de masculinidades y el poder masculino puede tematizarse a través de sus efectos sobre las mujeres, las poblaciones y hombres feminizados. La violencia ocupa el lugar de lo político y la tortura viene a ser la política estatal prevalente para eliminar al enemigo interior considerándolo en los tres círculos que señala Torres —el interior del militante, el inmediato de sus familiares y el último de los pasivos—. Así, matar, mutilar, destruir, violar es parte esencial de la formación capitalista pero también de la formación de masculinidades de derecha e izquierda.

Los ejemplos abundan en la literatura. Empezando por una novela como Masacre, de Freddy Prestol Castillo, que narra la matanza de haitianos a mano de las fuerzas del orden de la República Dominicana a principios del siglo XX.9 En esta novela coinciden la geografía, la cultura, la historia, porque Masacre es el nombre de un río, el título de un libro, el nombre de un lugar donde se masacró. Dicho libro, que fue enterrado para preservarlo como testimonio y resguardar la vida de su autor, establece un contraste fuerte con el reporte de las matanzas en el altiplano peruano que hace Mario Vargas Llosa.10 Mientras el libro de Castillo es un cuerpo enterrado y maltratado, el de Vargas Llosa deviene un archivo de la infamia, un testimonio del deseo de la ciudad letrada de blanquearse y blanquear, un lugar donde el escritor se sitúa desvergonzadamente del lado de la razón moderna etnofágica.

Para Centroamérica, el texto de Jennifer Schirmer detalla las tácticas de los Kaibiles dirigidos por el general Gramajo que masacran poblaciones enteras para crear áreas de seguridad.11 Este texto descubre la relación entre conquista, reconquista y modernidad al estilo en que lo hace la noción de colonialidad del poder/saber de Aníbal Quijano.12 Se extermina a los indígenas como antes a moros y judíos en la península Ibérica. Son el enemigo interior que debe ser transformado en ciudadano moderno, y privado de toda forma previa de vida comunal —políticas de tierra arrasada que quema todo lo viviente—. Para eso se necesita una masculinidad que no vacile en infligir dolor, que sepa dar a luz una nación y un desarrollo racional. Claro, el archivo de las masculinidades es un vademécum de enfermedades mentales severas.   Limpiar la tierra de todo rasgo étnico es una política coordinada. Es el peso de los muertos; no “a mere exotic fantasy of western man [but] the support of a national reality based on the segregation of the Andean masses from a modern project that drags along a colonial inheritance as a consequence of which they are considered less than human” (Franco cap. 4, 27) —Torres, repitiendo a Marx, habla de cómo “la tradición de todas las generaciones muertas oprimen como una pesadilla el cerebro de los vivos” (214) —.

¡Menos que humanos, sí! Las políticas de la violación de las mujeres son usadas como armas pesadas de subordinación. En y con la violación se destruye al enemigo y se escenifica el poder del estado a través de la degradación de las mujeres. Por eso se mete la bayoneta en la vagina; se viola masivamente para construir la solidaridad del grupo o para evitar males mayores, como prevención de la homosexualidad. Este proceso ha sido llamado “basurización”.13 Los hombres percibidos como feminizados son sometidos a la misma política de abyección. Ahí están los casos de la izquierda como las ejecuciones de Adolfo Rotblat (Pupi), Bernardo Groswald (Nardo), Roque Dalton —el primero por su comportamiento no masculino, el segundo por judío y el tercero por su uso de la ironía—. No merecían ser parte del ejército del “hombre nuevo”. La novela de Jorge Lanata Muertos de Amor habla de este tipo de ejecución y del estilo del Comandante Segundo (Masetti), paranoico y sádico y de su política de la muerte.14 El culto a la masculinidad degrada a las mujeres para elevar el poder masculino. Por ejemplo, el “Himno al Macho Patrullero” canta las glorias de aquéllos que sobrepasan a los animales en actos de bestialidad y muestra que después de 150 años de vida republicana se sigue reaccionado de manera salvaje e irracional.

Ahí está también el culto a la personalidad y el caso de Abimael Guzmán, un profesor de filosofía comprometido con la violencia. Guzmán hablaba como profesor, ex cátedra, pero era un iluso que se ponía en la posición de Dios para reorganizar la vida humana. Su lenguaje evangélico y profético oía el llamado de la historia a salvar la nación. Daba la impresión de que podía controlar los mismos elementos naturales. Pero su megalomanía apelaba a la juventud, la misma que, a decir de Iván Degregori, encontraba una coherencia en una visión que substituía la suya tradicional, andina y hallaba “a coherent intellectual explanation of the physical, social world, of the history of philosophy and welcomed the very young giving them mission and an identity” (Franco cap. 5, 12).

Orin Starn sostiene que Sendero ofrecía la promesa de escapar de la historia nacional y de las políticas nacionales de formación de identidades y alimentaba un descontento que subyacía al nacimiento de la locura —las escuelas evangélicas ofrecen lo mismo hoy—.15 Las mujeres de esta organización eran particularmente valientes y con espíritu de enfrentamiento y redención; aceptaban la muerte como mártires.16 La organización entera da la impresión de un grupo de gente enloquecida por la pobreza, la opresión y la injusticia, ángeles justicieros poseídos de un fervor secular. Torres Rivas advierte que “[l]a protesta tiene una base subjetiva preliminar que se trasmite hasta llegar al lumpen que ‘del Estado sólo conocen a la policía, de la que sólo han recibido garrote’. […] De la lucha para comer viene su enorme capacidad de violencia, que producen en cualquier dirección política” (169).17 Franco llama a esta violencia explícita “ostrenanie”, que salía de un hombre enloquecido que se sentía la cuarta estrella en el firmamento político en compañía de Marx, Lenin y Mao.

¿Y qué decir de las narrativas de reconciliación? Aquí vale preguntarse si la crueldad de la tortura redime. Si sobrevivir revela las técnicas del servicio que mina las de la resistencia y el sacrificio. Ahí tenemos el libro de Luz Arce, El Infierno, donde confiesa todo, entre otras cosas que el torturador “pushed [her] head underwater moments before he ejaculated…. He bites her vulva and it bleeds staining the water” (Franco cap. 7, 3). Causar dolor para tener placer es política perversa; el sadismo establece propiedad sobre el cuerpo de mujer. My business is your pain. Pero el dolor, ¿redime? Y la colaboración, ¿indica que el torturado queda atrapado en los placeres del poder? Nelly Richard y Diamela Eltit así lo suponen. Para ellas, Arce manipula su situación y el escaso impacto de su confesión prueba lo poco que dura un suceso en la vía pública, en el mercado.18

Desde  Centroamérica,  Torres  Rivas  lo  dice  muy  bien  para  el  horizonte rebelde:

Las revoluciones liberales modernizaron el sistema económico agrario, algo de la infraestructura material, pero fueron incapaces de practicar el liberalismo   político   como   voluntad   de   reconocimiento   al   ciudadano   y respeto a sus derechos. En las constituciones hubo declaraciones en su favor que nunca se respetaron. La modernización en el siglo XX, que ya en otras sociedades se traduce como inicio de vida democrática, nunca implantó el Estado liberal. (216)

Y cuando se pregunta si era posible cambiar el sistema, la respuesta es:

No, ni por la coyuntura histórica ni por los recursos movilizados para lograrlo […]. En última instancia la desmesurada vigencia de esas determinaciones en la subjetividad alterada de los autores subversivos, explica cómo los movimientos guerrilleros anti-­‐statu quo, terminaron en la mesa negociadora, en una concertación en que el regateo inteligente fue el olvido de los programas iniciales y una aceptación del statu quo, de orden burgués, que no avergonzó a nadie. Las izquierdas centroamericanas ‘hicieron la revolución’ pensando en el Che que la Harnecker popularizó, sin obtener cambios revolucionarios. Ni siquiera la democracia política, liberal, salió de allí. (252)

Ahí solo queda la violencia de la que habla Franco, que se explica, según Torres,   por   cinco   razones:   (1)   los   orígenes   históricos —la   violencia   política reproduce la violencia fundadora colonial, herencia del encomendero—; (2) los rasgos terroristas del estado —para Hannah Arendt, donde hay violencia hay ausencia de poder político; violencia es la incapacidad del Estado de valerse de métodos legales para asegurar el orden y la ley y donde los conflictos son irreparables—; (3) el anticomunismo como ideología —el anticomunismo fue la ideología del estado terrorista—; (4) el terror rojo, el juego de la venganza: la lucha de clases y la guerra civil, imperando en la primera la razón social clasista y, en la segunda, la lógica de la violencia política (los dos demonios). Aun así, en Centroamérica, el 95% de las víctimas las causó el ejército en nombre de los dominadores. La historia como la crítica cultural se escribe a ratos con profunda tristeza.

En Centroamérica la revolución fue inevitable, en el resto del mundo, ya era imposible. La cuestión no era transparente aunque en aquel momento lo parecía. Se podía, ¡se debía! luchar contra la oligarquía reaccionaria, contra el Estado liberal terrorista, se podía demandar libertad y democracia. Es decir,  se  podía  modernizar  la  sociedad,  democratizar  sus  instituciones, utilizar otros modelos para asegurar el desarrollo. Todas esas tareas significan finalidades reformistas demoburguesas: modificar el Estado burgués, no sustituirlo, destruirlo, tomarlo. Los objetivos reformistas solo podían alcanzarse, en Centroamérica, con métodos revolucionarios. En este punto giró la perspectiva de la dirigencia guerrillera y asumió su papel político y la confusión se produjo. Los métodos revolucionarios, violentos, alternos (¿señalaron?) las metas, aunque a veces fue la prosa, ese gusto por la palabra. (Torres 252)

Propuestas indígenas

Voy ahora a girar hacia regiones más abocadas a pensar la nación en relación con lo indígena. Este eje de análisis hoy también discute críticamente y rechaza el sentido y significación de la utopía neo-liberal o, para Bonfil, el México imaginario (razón o lógica capitalista en su etapa financiera) al cual opone el México profundo —base realista desde la cual avanzar un análisis cultural y socio-político—. Bonfil no llega a plantear su propuesta como una utopía alterna, como sí lo hacen Alberto Flores Galindo o Pablo Mamani con la restauración del mundo andino, del Tahuantinsuyo, pero sí propone una reorganización  del  estado  “nacional” a  fin  de  que  cumpla  su  contenido  pluriétnico-cultural —el trabajo de Tapia es profundo y aleccionador al respecto19—.

El deseo de Bonfil, o su fantasía, es “una revisión crítica a fondo de los mecanismos de representatividad, delegación y ejercicio del poder, con el fin de diseñar aquellos que efectivamente aseguren que la toma de decisiones respeta y refleja la condición plural de la sociedad mexicana” (236). A mí me llama la atención esta propuesta por considerarla totalmente utópica, entendiendo por este término lo que Flores Galindo, al analizar la utopía del Tahuantinsuyo, llamaría —siguiendo el pensamiento europeo— un no-lugar, en contraposición a lo que él considera es el Tahuantinsuyo del mundo andino, que tiene un referente histórico real —un lugar (Cuzco), una lengua (el quechua), un rey (Atahualpa) —.20

Para Bonfil, certeramente, la nación no puede ser creada por el estado a no ser que este reconozca el pluralismo o pluriversalidad, acepte un proyecto plural, y descentralice el poder. Él propone concretamente una reorganización a escala de aldeas, comunidades, pueblos, barrios: “los sistemas sociales que han hecho posible la continuidad del México profundo” (Bonfil 238), “células” fundamentales de la constitución del Estado. Así, las actuales divisiones administrativas territoriales deben ajustarse a las territorialidades de las comunidades reales, restituir la territorialidad local para asegurar a las comunidades el espacio físico que requieren para sus proyectos de desarrollo y para recuperar las funciones que los tiempos de la dominación colonial sustrajeron. La reconstitución del Estado pasa por reparar las consecuencias de la historia colonial, por idear políticas de apoyo, educativas, de fondos y créditos. No se limita entonces sólo a volver a dividir políticamente el territorio, sino que debería retomar el hilo de la historia suspendida y favorecer la reconstitución de pueblos viables, garantizar su representación efectiva para reconstruir los espacios necesarios para el desarrollo de una civilización actualizada.

Para Bonfil, no hay nación. La economía mexicana es bracerismo —igual en Mamani, igual en la película Un día sin Mexicanos — y si el sujeto nacional es el bracero habría que “declarar disuelto el país e integrarnos individualmente a la economía y la sociedad norteamericana” (Bonfil 218). Hoy por hoy, el país es endeble y sus márgenes de cesación política autónoma, precarios; mientras un proyecto se desvanece es imposible formular otro. El eje indígena hoy discute críticamente y rechaza esa utopía neo-liberal, como ya hemos visto.

Pueblo, dice Edelberto Torres, es un concepto que se define en la organización.  En la movilización se forja el actor popular y en este se verifica la ampliación del sujeto popular. En esa línea, Pablo Mamani define el sentido de las poblaciones estratégicas. Lo que define a las poblaciones estratégicas es: ocupación de grandes espacios-territorios; memoria de las luchas históricas; supervivencia de estructuras autónomas de organización, liderazgo y sistemas de legitimación —el “oprimidos pero no vencidos” de Rivera Cusicanqui.21 Todo esto resulta en la producción de sentidos de auto-afirmación identitaria, invención de estrategias de lucha propias, ser gestores de su propia historia —en tomas de camino y centros físicos del poder del estado, discursos beligerantes, socialización de símbolos de poder, recirculación de líderes indígenas—.

Para Mamani el actor popular es indígena y la confrontación es indígenas/estado blanco-mestizo.22 Las peculiaridades de esta confrontación residen en el  desconocimiento  y/o  negación  del  aporte  indígena, tal  como  el  pago  de tributos, mano de obra, prestación de servicios domésticos y servicio militar o los aportes de los pequeños comerciantes.  Todo esto constituye la deuda  interna; pero además de eso tenemos también el desdén hacia las instituciones indígenas, sus sistemas de participación y autoridad en la toma de decisiones del estado. La petición es entonces escrita y hablada como el deseo de un nuevo pacto social, una renacionalización basada en la memoria y los saberes históricos.

La base de esta confrontación empieza con las formas de tenencia de la tierra y la noción fraudulenta de propietario (hacendatario) que profundiza las formas de explotación y dominación étnica del estado blanco-mestizo contra formas territoriales indígenas. Así, el territorio se convierte en escenario del conflicto de una articulación de carácter geopolítico que ha producido discursos beligerantes, demandas sociales, socialización del poder indígena y recuperación de genealogías de las autoridades indígenas como los Mallku.

Lo sobresaliente de esta propuesta es la inversión de movimientos sociales en sociedad en movimiento y cómo esa dinámica produce “un entramado de imágenes y memorias como referentes de nuevas luchas políticas, culturales y morales” (Mamani 26). Hay  una  centralización  del  concepto  étnico-cultural,  donde  “la cultura involucra un proceso colectivo e incesante de producción de significados que moldea la experiencia social y configura las relaciones sociales” (Mamani 20). El número de vocablos que entra en la discusión es un muestreo de la producción de repertorios discursivos y de acción de actores populares que se movilizan en conjunto. Así tenemos términos como la wiphala (bandera multicultural, multicolor y multicuadrada), la  vestimenta  de  las  autoridades  (ponchos  rojos  o  verdes), la pollera, los awayus (pieza textil femenina multicolor), los títulos de autoridad de los líderes como Mallku. A esto se añaden las ritualidades o xaxt’as las wak’as, los achachiles, la pachamama, el tata Inti y la coca, que es una memoria que circula en forma de objetos, imágenes y cuerpos, y que produce consenso; son símbolos cohesionadores y constituyen la fuerza que subyace a la demanda, sentidos de identidad colectiva tácitos. Es la suma qamaña, concepción de vida aymara en contraposición a la oligarca.

El proyecto es construir o reconstruir los símbolos y discursos de identidad para formar los repertorios de acción y hacer del pasado un punto clave de referencia. El planteamiento radical es la reconstitución del histórico Qullasuyu (la antigua sociedad indígena), el desgajamiento del cuerpo social republicano y la anulación del estado blanco-mestizo: un quiebre histórico, pachacuti —“fuerza de la historia, producto de las fuerzas sociales…”— y pacha tixra —“básicamente es el revolvimiento de las ideas, el revolvimiento de los razonamientos, de los hechos sociales, de las justificaciones históricas, por lo tanto, del orden dominante” (Mamani 39)—. Es la práctica cotidiana que se manifiesta en el revolvimiento de la colonialidad desde la ch’axwa o lucha. Se trata del retorno de lo propio (Flores Galindo), de indianizar el q’ara y desbolivianizar al indio. Es el revolvimiento de la pacha —la nación Quilla como alterna a la nación  camba—. “La colonialidad se puede definir como ch’amakpacha, tiempos de oscuridad.   Un estado de desdibujamiento de las estructuras propias de organización indígena” (Mamani 34).

Las  propuestas  de  Mamani  convergen  con  el  deseo  de  Bonfil.  El  Acta  de Reconstitución de la Nación Aymara-Qhichwa de Achakachi del 9 de abril de 2001 dice:  “Denunciamos que Bolivia fue asentada sobre una parte de nuestro milenario QULLANA O QULLASUYU y los bolivianos pugnaron por nuestra desaparición física y cultural, los gobiernos racistas nos han hecho una guerra permanente para aniquilarnos. Pero hemos sobrevivido al genocidio sistemático de españoles y bolivianos. El gobierno clandestino de Mallkus, Jilaqatas y Amawt’as de JACH’A UMASUYU ha sobrevivido en el tiempo y espacio” (56) —como el Tahuantinsuyu en Flores Galindo—.

Mamani expone la propuesta de un retorno a las formas de gobernanza indígena, centradas en el ayllu, prototipo de territorialidad social que traspasa las fronteras mentales y jurídicas del estado y se convierte en un imaginario colectivo que desordena el sentido de la historia republicana. Así, aunque los ayllus no han logrado sus demandas, sí han creado un sentido de identidad movilizada y han “reconfigurado una socio-­‐territorialidad indígena” (Mamani 103). El ayllu es una “forma de organización social, económica, ritual-religiosa, territorial y política de la marka de Kurawara de Karangas. Cada ayllu tiene sus propias autoridades políticas definidas alrededor de los jilaqatas: taman aukis y laman [¿o taman?] taikas (chacha-warmi, hombre-mujer). Conceptualmente estas autoridades son awatiris ‘pastores gobernantes del ayllu’” (Mamani 81); “[l]os ayllus están organizados en torno a una marka entre dos parcialidades: aransaya y urinsaya (arriba-abajo)” (112).

Esta lógica difiere de las divisiones territoriales republicanas en cantones, así como de los cargos de autoridad republicanos, los subprefectos. La forma de autoridad es el Mallku (hombre) y la Talla (mujer), autoridad política dual que está en el centro de la estructura de una marka; el Mallku y la Talla son los referentes de poder y autoridad india que “gobierna[n] a este conjunto de comunarios/comunarias, pero a través de los  jilaqatas […]. Cada  ayllu  tiene  su jilaqata” —pastor y pastora mayor—; “Así, una marka a la cabeza de los Mallkus organiza sus actividades a través de las ulaqas o asambleas de marka […]” (Mamani 111). Los Mallkus tienen “grandes capacidades para movilizar y politizar poblaciones indígenas de comunidades y ayllus-markas de los Andes” (Mamani 106). Los Willkas (persona investida de los máximos poderes civiles y militares) son otro referente de liderazgo indígena. Así se va formando un cuerpo político y social territorializado, hecho de palabras y actos que se transmiten de manera oral y forman un tejido que acentúa en la región un escenario de profundas “identidades insurgentes”. Los discursos beligerantes que emanan de estos territorios-cuerpo crean un imaginario diferente y alterno al republicano.

A mi ver, las agendas de investigación que se perfilan como fuertes en este momento son la de los estudios sobre la violencia —política, económica, del narco— y los estudios sobre las políticas libero-izquierdistas de países como Bolivia, Venezuela o Ecuador. La primera reflexiona sobre las políticas de la izquierda insurgente y las políticas neo-liberales —los desaparecidos, la memoria, los derechos humanos, la masacre de mujeres ligada a las maquiladoras y el tráfico de drogas, órganos y gente—. Estamos colocados frente a las más puras y cristalinas políticas de la perversión psicótica, de las poblaciones sometidas a la abyección, que incluso humaniza y poetiza el trabajo de las ciencias sociales duras.

Las políticas estudiadas en este texto obedecen a los impulsos primarios de masculinidades trastornadas, incapaces de construir el estado nacional. La pregunta urgente es: ¿cómo re-narrar lo social a fin de escribir una historia diferente? En el movimiento constante del ser humano, ¿cómo hacer para no caer fuera de él, como recomiendan los quechuahablantes? El problema es, ¿cómo especular desde el corte de secuencia, tiempos no vividos o estancados en repeticiones y retornos; cómo pensar sin y con los relatos historicistas de la temporalidad capitalista, moderna y desarrollista? Estos saltos, sujetos, estado, nación y vida cotidiana el campo cultural ha de pensarlos hoy.

Notas


1 Nelly Richard. “Intersectando Latinoamérica con el latinoamericanismo: saberes académicos, práctica teórica  y  crítica  cultural”. Revista Iberoamericana. Vol.  LXIII, nº 180, julio-septiembre de 1997, 345-361.

2 Rossana Reguillo. “Pensar el mundo en y desde América Latina. Desafío intercultural  y políticas de representación”. 23ª Conferencia y Asamblea General de la AIECS/IAMCR/AIERI (Asociación Internacional de Estudios en Comunicación Social). Barcelona, 21-26 de julio de 2002.

3 Josefina Ludmer. Aquí, América latina. Una especulación. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010.

4 Guillermo Bonfil Batalla. México profundo. Una civilización negada. México: SEP/CIESAS, 2000.

5 Mary Louise Pratt. “La modernidad desde las Américas”. Revista Iberoamericana. Vol. LXVI, nº 193, octubre-diciembre  de 2000, 831-840.

6 Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto. Desarrollo y dependencia en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI, 1977.

7 Aníbal Quijano. “Modernidad, identidad y utopía en América Latina”. En Imágenes desconocidas: la modernidad en la encrucijada postmoderna. Buenos Aires: CLACSO, 1988, 17-24; Norbert Lechner. “¿Son compatibles la modernidad y la modernización?: el desafío de la democracia latinoamericana”. Documento de Trabajo 440. Santiago de Chile: FLACSO, 1990; y Arturo Escobar. “Latin America at a Crossroads”. Cultural Studies. Vol. 1, nº 24, 2010, 1-65.

8 Jean Franco. Cruel Modernity. Durham: Duke UP, (en prensa, 2013).

9 Freddy Prestol Castillo. El Masacre se pasa a pie. Santo Domingo: Editora Taller, 1973.

10 Mario Vargas Llosa. “Sangre y mugre en Uchuraccay”. En Contra viento y marea. Vol. 3: “Inquest in the Andes”. New York Times Magazine, agosto de l983.

11 En Jennifer Schirmer. The Guatemalan Military Project. A Violence Called Democracy. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1998, 114.

12 Aníbal Quijano. “Colonialidad del poder: eurocentrismo y América Latina”. En Edgardo Lander (comp.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO, 1993, 201-246.

13 Rocío Silva Santisteban. El factor asco. Basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo.  Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2008.

14 Jorge Lanata. Muertos de amor. Buenos Aires: Alfaguara, 2007.

15 Orin Starn. “Maoism in the Andes. The Communist Party of Peru-­‐Shining Path and the Refusal of History”. Journal of Latin American Studies. Vol. 27, nº 2, mayo de 1995, 399-421.

16 Carlos Iván Degregori. Qué difícil es ser dios. Ideología y violencia política en Sendero Luminoso. Lima: El zorro de abajo, l989.

17 Edelberto Torres Rivas.  Revolución sin cambios revolucionarios. Guatemala: F&G Editores, 2012.

18 Nelly Richard. Crítica de la memoria (1990-2010). Santiago de Chile: Ediciones UDP, 2010; Diamela Eltit. Emergencias. Escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de Chile: Planeta, 2000.

19 Luis Tapia Mealla. La invención del núcleo común. Ciudadanía y gobierno multisocietal. La Paz: CIDES-UMSA, Postgrado en Ciencias del Desarrollo, 2006.

20 Alberto Flores Galindo. Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes. La Habana, Cuba: Casa de las Américas, 1986;

21 Silvia Rivera Cusicanqui. Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhechwa de Bolivia, 1900-1980. Ginebra: Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social, 1986.

22 Pablo Mamani. El rugir de las multitudes. La fuerza de los levantamientos indígenas en Bolivia/Qullasuyo. La Paz: La mirada salvaje, 2004.